Bruselas es una ciudad, digámoslo francamente, gris, lluviosa, burocrática y melancólica. Quizás sea ese el mejor epitafio para la carrera política del ex President de la Generalitat, deambular por las calles de la capital belga intentando ahuyentar los fantasmas de su enorme fracaso.
Carles Puigdemont no tiene quien le escriba
Ni los más acérrimos detractores del ex President pueden acusarlo de ser un dormilón. Se levanta cada mañana a las seis y media de la mañana, desayuna bastante – es lo que llamamos en Cataluña “un hombre de vida”- y, después de sus abluciones matinales, que dirían los clásicos, mantiene una reunión de maitines con sus más estrechos colaboradores.
Han cambiado mucho en los últimos días. Claro que todo lo que afecta a la política catalana es de un vértigo que asusta, recuerden todo lo que ha sucedido desde la vuelta de vacaciones hasta ahora. Al cesado President le sucede lo mismo. El orden del día, que solía ser bastante político, con llamadas telefónicas o conferencias por Skype con algunos dirigentes de su propio partido o de otros, ha ido modificándose poco a poco. Ahora casi nadie quiere verse con él. Aunque Puigdemont se autoproclame exiliado, lo cierto es que es un hombre desterrado, desterrado por su propia gente, y ya no digamos por sus antiguos socios de gobierno, Esquerra. Desterrado por la mitad de catalanes que no han compartido jamás el sueño opiáceo de la independencia. Desterrado de los poderes económicos, de los poderes empresariales. Un desterrado que, cuál reyezuelo de opereta, se complace en conceder títulos nobiliarios imaginarios a personas a las que les importa una higa su destino.
Los medios, que somos muy cabrones, estamos por lo que interesa a la gente
Nadie tiene coraje para decírselo, claro, de ahí que la lista de tareas diarias se haya ido cambiando sutilmente. Si antes parecía poco menos que lógico que el corresponsal del Times sollozase implorando una entrevista con el cesado, ahora se considera una auténtica proeza que una emisora de radio flamenca lo llame para hacerle una entrevista. Cada mañana pregunta con ansiedad cuantas peticiones de entrevista tiene. Como periodista que es, sabe que lo suyo está condenado al olvido de la bandeja de spam. Los medios, que somos muy cabrones, estamos por lo que interesa a la gente y en estos momentos acapara mucho más los focos las noticias acerca de lo qué pasará en esta campaña, los posibles pactos post electorales, si salen o no los miembros del ex Govern a la calle, en fin, la cosa vistosa, llamativa. A nadie le vuelve loco saber si Puigdemont come bombones en Gante, cena mejillones con mayonesa y patatas fritas en Bruselas o canta las delicias del waterzooi, plato notable en la algo vulgar gastronomía belga.
Después del paripé de reunión matinal, de las consignas de campaña que dicta personalmente Puigdemont, a las que nadie hace demasiado caso entre los suyos, se pasa a tareas “diplomáticas”. Huelga decir que no comporta demasiado tiempo ni esfuerzo tal menester, porque no hay cancillería europea que le dé bola al ex President. Se pasa luego a revisar a qué medios deben dirigirse las peticiones de entrevista o, dicho en plata, ir suplicando qué hay de lo mío a diarios, revistas, emisoras de radio y televisión, en fin, intentar meter la cuña donde sea. Se ha pasado de decir no con un gesto lánguido a ir por las esquinas como la Zarzamora, llora que llora, implorando que le hagan un poco de caso. Es reciente la respuesta de un corresponsal británico al que, cuando le pidieron una entrevista, contestó con la flema habitual en los hijos de la Gran Bretaña “Avísenme cuando se entregue a la justicia española e iré con mucho gusto”.
Descensus avernii, señoras y señores.
Llenar las horas como sea
Entre esas cosas, un par de horas dedicadas a escribir – el cesado escribe mucho, muchísimo: artículos, notas personales, el esbozo de unas memorias para las que ya tendría editor – y algún cofee break que dicen los modernos, o expansión cafetera como le gustaba decir a don Manuel Fraga, pasea un rato por la ciudad acompañado siempre de alguna persona de confianza. Es precisamente en un piso propiedad de un amigo suyo en el que reside Puigdemont hoy en día en Bruselas.
Almuerza temprano, como es habitual en la Europa de la mantequilla, la crema de leche y un horario cabal que dista mucho del nuestro. A los habitantes de Bruselas les gusta mucho el pollo, no en vano los apodan kikefretter, comedores de pollo, y en eso tiene pocos problemas porque a los catalanes, tan vinculados a una gastronomía más bien somera, aunque suculenta, el pollo, el pollastre, siempre nos apetece. El resto de platos más o menos clásicos como la anguila del Texel no parecen hacerle tilín al cesado.
Finalizado el ágape, suele reunirse con los eurodiputados Tremosa y Terricabras para tomar café y charlar. Una persona muy próxima al ex President nos confesaba que la intención de todo el pequeño entorno de este era llenarle las horas como fuese, cosa cada vez más difícil. Anda su gente desesperada porque ven que en esta campaña todos le van a ningunear, lo que pone de los nervios a Puigdemont. Lógico. Todo indica que, en los próximos días, podrían salir en libertad Junqueras y el resto de ex Consellers y con ellos en la palestra electoral, el papel de Puigdemont sería poco menos que el de un tótem al que todo el mundo respeta, pero al que nadie hace ni puñetero caso. “Se ha convertido en un jarrón chino”, me confesaba esa persona del círculo personal del cesado.
Él sigue planeando golpes de efecto, urdiendo estrategias, inventando conceptos, como si toda la política catalana aún siguiera girando alrededor de su persona. Es humano. Hasta hace un mes las preguntas se formulaban siempre sobre él. ¿Convocará elecciones Puigdemont’? ¿Proclamará la república? ¿Irá a declarar? Ahora, como decía aquel periodista británico, lo único noticiable sería su entrega a la justicia española. Poco más.
En las conversaciones de sobremesa, Puigdemont se muestra cada vez más amargo en sus comentarios. Sabe que Junqueras ya tiene la campaña hecha, solo por el hecho de que ha estado en presidio. Sabe, asimismo, que su propio partido, el PDeCAT no se ha atrevido a llevarle la contraria porque cree que, con la imagen del presidente exiliado, pobrecito, a lo mejor el descalabro electoral sea un poco menor. Pero tiene claro que sus compañeros lo van a defenestrar en cuanto pase el 21-D. Sabe que está empezado a convertirse en una suerte de reina madre engorrosa, molesta, que no puede arrinconarse, pero a la que tampoco conviene darle mucho fuelle.
Han de ser unas conversaciones de infinita tristeza, presumo. Y llega la noche. Oscurece prontísimo en Bruselas en esta época del año. Puigdemont lee libros, habla con su familia, pregunta si hay alguna novedad, cena frugalmente, quizás ve algo la televisión, sobre todo informativos o algún partido de fútbol. Luego se mete en la cama y le cuesta infinito conciliar el sueño, a pesar de disponer de algún fármaco apropiado para ello.
A la mañana siguiente sonará el despertador a la misma hora que ayer, que antes de ayer, que pasado mañana. Cada día es más oscuro, más nublado, más feo que el anterior. Ha sido el final que ha escogido él solo, con la facundia del niño sabihondo de la clase, un niño al que se le debería haber castigado a tiempo sin que nadie tuviera el valor de hacerlo. Un niño que ha ido de rabieta en rabieta hasta llegar al rincón de pensar solo y sin nadie.
Ese es el día a día de Puigdemont: reuniones que no sirven para nada, conversaciones con personas que no tienen la menor relevancia, paseos aburridos, lecturas, folios en blanco que llenar y el oscuro miedo a no ser ya nunca nada más que el loco que sumió a Cataluña en un callejón sin salida. Encima, ya lo hemos dicho, el clima de Bruselas, su ambiente, su tono, no ayudan nada.
Es el destino.
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