Las fuerzas políticas y las instancias sociales que en estos días tormentosos claman justamente contra el último y tremendo golpe de Pedro Sánchez contra la unidad nacional, el orden constitucional y la solidaridad interterritorial esgrimen argumentos sin duda válidos cuando señalan que el acuerdo de investidura de Salvador Illa con los separatistas dañará gravemente el principio de igualdad de los españoles y desbaratará la Hacienda estatal al privarla del control fiscal del 20% de nuestro PIB. Sin embargo, lo que no advierten ni comprenden es el origen de la postrera fase, iniciada tras el fallecimiento de Franco, de este alarmante fenómeno que Julián Marías llamó en su imprescindible libro La España inteligible un “proceso de desagregaciones”. Tampoco las decadentes elites políticas que en el arranque del siglo XIX dirigían un imperio transatlántico tricentenario supieron reaccionar ante el ataque avasallador de un poder tiránico extranjero y actuaron con una mezcla lamentable de cobardía, bajeza y completa ausencia de visión estratégica, dejando al pueblo abandonado a su suerte y obligado a combatir heroicamente para salvar por lo menos el solar peninsular. Y ¿qué decir del Desastre de 1898, resultado asimismo de una flagrante ceguera que impidió ver que la marcha de la Historia requería medidas reformadoras de la relación entre el Reino y sus provincias de ultramar que evitasen la explosión de pulsiones secesionistas tan bien aprovechadas por potencias hostiles?
Ahora, la pesadilla conocida como “sanchismo” revela de nuevo que las hipótesis erróneas conducen a soluciones inadecuadas. Ya he señalado en otras ocasiones que la Transición, que alumbró sin traumas destacables la Constitución de 1978, apaciguó con aceptable éxito cuatro de nuestros viejos demonios familiares, la cuestión social, la militar, la religiosa y la de la tensión monarquía-república. El Estado social de Derecho, la supeditación de los ejércitos a la autoridad civil, la aconfesionalidad del Estado y una Corona democrática y parlamentaria sentaron las bases de un sistema institucional, jurídico y político homologable a los imperantes en los demás países de la Europa occidental. Ahora bien, el quinto elemento de discordia, el territorial, no fue abordado de manera correcta. El intento fue innegablemente bien intencionado, impregnado de la mejor voluntad de arreglo, generoso hasta límites arriesgados y no exento de nobleza, pero es sabido que el infierno está empedrado de los más loables propósitos.
No sólo las concesiones sucesivas no disminuyeron las pretensiones desaforadas de los particularistas, sino que las exacerbaron, y fueron interpretadas por sus líderes como debilidad del Estado
El planteamiento, tan ingenuo como desprovisto de conocimiento del nacionalismo identitario como doctrina política y del pasado de estos movimientos supremacistas y racistas en Cataluña y en el País Vasco, consistió en transformar un Estado centralista en uno de los más descentralizados política y administrativamente del mundo. Los padres constituyentes y los demás actores principales del diseño de la nueva estructura creyeron que la aceptación de una parte sustancial de las reivindicaciones nacionalistas atribuyendo a todas las Comunidades Autónomas amplias facultades legislativas y ejecutivas, lengua cooficial allí donde la hubiere, reconocimiento de sus símbolos y el control de la educación, calmaría sus exigencias y el conjunto de los ciudadanos de estos territorios podría vivir en armonía interna y con el resto de los españoles. Nada más lejos de la realidad. No sólo las concesiones sucesivas no disminuyeron las pretensiones desaforadas de los particularistas, sino que las exacerbaron, y fueron interpretadas por sus líderes como debilidad del Estado, al que siempre presentan, en contra de toda evidencia, como opresor y abusivo, incrementando sus desafíos y su deslealtad al pacto establecido en el tránsito de la dictadura a la democracia.
La persistencia por parte de los dos grandes partidos en la técnica de las cesiones a pesar de la reiterada constatación de que a mayor autonomía otorgada más intensa ofensiva separatista desatada, ha desembocado en la desastrosa situación actual, en la que un ególatra carente de moral y patológicamente obsesionado por mantenerse en La Moncloa a toda costa está dispuesto a desguazar la Nación y desmontar el Estado.
No hay salida posible a semejante catástrofe que no sea traumática porque cuarenta y cuatro años de Autonomías han creado una clase política cuyo modus vivendi está indisociablemente ligado a un modelo territorial disfuncional, divisivo, financieramente insostenible e ineficiente y una sociedad infectada con el virus identitario hasta el punto de que asistimos a espectáculos tan grotescos como la existencia de corrientes de opinión crecientemente agresivas que demandan una comunidad leonesa diferenciada o la resurrección del bable como lengua oficial en Asturias. El hecho de que a raíz de la decisión del Gobierno de imponer una financiación “singular” para Cataluña análoga al cupo vasco, los presidentes autonómicos de las restantes Comunidades únicamente afirman enojadamente que no tolerarán ningún perjuicio resultante para “la suya” con absoluta pérdida de la perspectiva nacional, nos da la medida del nivel de confusión conceptual en el que nos hallamos.
Si el diagnóstico es incorrecto, el paciente no se cura. Es desolador escuchar a altos responsables del principal grupo de oposición insistir en que el Estado de las Autonomías es un “modelo de éxito”. Por desgracia, son una exigua minoría en España a estas alturas de la película de terror en la que estamos atrapados los que perciben con claridad la naturaleza y alcance de este error fundamental y se atreven a denunciarlo.
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