Pocas veces hemos oído hablar tanto de diálogo como en el pasado debate de investidura. El propio candidato, ahora flamante presidente del Gobierno, lo invocó reiteradamente a lo largo de su discurso inicial; de creerle, el diálogo será "la prioridad absoluta" y "seña de identidad" de la acción del nuevo Gobierno. "Esta que se inicia debe ser la legislatura del diálogo, en general, y del diálogo territorial en particular", declaró solemne hacia el final de su intervención. Su llamada al diálogo y a lograr amplios acuerdos contrasta, sin embargo, con el clima de hosca división y enfrentamiento que se respiraba en la Cámara y que marcará con seguridad el rumbo de la nueva legislatura.
La invitación al diálogo podría parecer etérea en boca de Sánchez, un brindis al sol, si no adquiriera concreción política en el llamado "diálogo territorial". Ahí estuvo uno de los temas cardinales de su discurso, si no el de más trascendencia política: la voluntad de "retomar la senda del diálogo, la negociación y el pacto" para solucionar la crisis catalana. Como vino a decir, la senda del diálogo es la senda "para devolver a la política un conflicto político".
Si habían existido hasta ahora diferencias sobre Cataluña entre el PSOE y su socio preferente, han quedado enterradas bajo el lema del diálogo
Esa propuesta del diálogo territorial ha sido elemento clave para la formación del Gobierno de coalición. Así lo recoge el acuerdo con Unidas Podemos, cuyo punto 9.3 habla de impulsar "la vía política" para abordar el conflicto en Cataluña a través del diálogo y la negociación, sin más especificaciones. En su intervención en el debate de investidura, Pablo Iglesias fue más claro, pues no sólo dejó dicho que Europa había mostrado la inviabilidad de una solución judicial, sino que agradeció sus buenas gestiones a los independentistas presos y "exiliados" (sic), cuyas "profundas convicciones democráticas" alabó, para rematar con un "hagamos política, señorías, hagamos política". Si habían existido hasta ahora diferencias sobre Cataluña entre el PSOE y su socio preferente, han quedado enterradas bajo el lema del diálogo, o eso cabe colegir de los aplausos de la bancada socialista.
De igual forma la propuesta de diálogo ha servido para conseguir la abstención de los trece diputados de Esquerra Republicana, sin la cual no se habría ganado la segunda votación de investidura, decidida por apenas dos votos de diferencia. El portavoz de ERC y muñidor del trato utilizó incontables veces el término "diálogo" en su intervención, aunque hablar de hilo conductor sería mucho exagerar sobre las dotes como orador de Rufián. El resultado de esas negociaciones es un documento en el que socialistas y republicanos acuerdan la creación de una mesa bilateral de diálogo entre el Gobierno de España y el Govern para la resolución del conflicto.
"Judicializar el conflicto"
Mucho se ha escrito en los días previos a la investidura de dicho documento, del que lo menos que se puede decir es que está claramente escorado hacia las tesis secesionistas. El lenguaje utilizado ya es revelador. Se acepta la terminología del "conflicto político", que tiene que ser encauzado democráticamente a través del "diálogo, la negociación y el acuerdo" y, para que no queden dudas al respecto, viene con apostilla final: "Superando la judicialización del conflicto".
No es una concesión retórica menor a los independentistas, ni es la única. En el documento no aparece mención alguna a la Constitución, sustituida por la simple alusión al marco jurídico. Tampoco es casual si pensamos que se postula un "diálogo abierto" en el que las partes podrán hablar de todo en la mesa de negociación, sin más restricciones. Pero el orden constitucional significa poner límites a lo que los agentes políticos y partidos pueden legítimamente acordar o negociar; no es una peculiaridad española, sino que va en el sentido mismo de una democracia constitucional. De ahí que la omisión resulte ciertamente inquietante, sabiendo que enfrente estarán los que pretendieron quebrar unilateral e ilegalmente el orden constitucional y de este lado algunos que los jalearon. Para acabar, los acuerdos alcanzados en esa negociación sin límites se someterán a consulta en Cataluña. No está mal a cambio de un puñado de abstenciones.
No parece Sánchez un político al que aten sus promesas, sino que con total desenvoltura pasa de decir una cosa a la contraria
En estos días no faltan quienes nos aseguran que no será para tanto. El propio Sánchez comenzó su alocución en el Congreso con un "no se va a romper España, no se va a romper la Constitución". En esa línea argumentan que se trata de concesiones meramente retóricas para contentar a los independentistas antes de la investidura y luego ya se verá. Al fin y al cabo, no parece Sánchez un político al que aten sus promesas y declaraciones, sino que con total desenvoltura pasa de decir una cosa a la contraria. Vimos cómo en la pasada campaña negaba todo lo que ahora está haciendo, ¿por qué no lo haría también con sus socios de investidura? Que haya quien deposite su confianza en la poca confianza que inspira el nuevo presidente es una de las ironías de la actual situación.
Si echamos un vistazo al discurso de investidura de Sánchez, la inquietud no se disipa, bien al contrario. Es verdad que ahí sí menciona a la Constitución, faltaría más. Pero el diagnóstico con el que se arropa la vía del diálogo está completamente desenfocado o sesgado. Según explicó, es una crisis heredada por la dejación e incapacidad política los anteriores gobiernos del Partido Popular, por lo que retomar la senda del diálogo es desandar el camino hasta el momento anterior a que los agravios se empezarán a acumular. No sabe uno de qué sorprenderse más, si de la pretensión adánica del nuevo comienzo o de la llamativa elipsis acerca de los hechos de septiembre y octubre de 2017. Ni mención. Si se constata la fractura que divide a la sociedad catalana es para situar el foco sobre la responsabilidad del Gobierno popular, sin decir nada de la responsabilidad de los líderes independentistas que intentaron derogar la Constitución por la vía de los hechos y han puesto en peligro la convivencia de los catalanes. Mucho se podrá discutir sobre la actuación del Gobierno de Rajoy, pero lo que no se puede es ignorar la gravedad del intento de secesión unilateral.
Enmendar al Supremo
De un mal diagnóstico sólo puede salir un mal remedio. Y el remedio propuesto, bajo la cobertura del diálogo, lleva su toxina: retomar la senda de la política significa, en palabras de Sánchez, "dejar atrás la deriva judicial que tanto dolor y tanta fractura ha causado en buen parte de la ciudadanía catalana y española". Hay que leerlo dos veces. A tenor de la elipsis, parecería enteramente que la fractura y dolor han sido provocados por el Gobierno de Madrid o los jueces. Aún peor es el rumbo equivocado que sugiere la palabra "deriva", ¿se insinúa acaso que el juicio en el Supremo y la posterior condena por sedición nunca debió producirse o que debe enmendarse de algún modo? Sería muy grave porque quienes ocupan cargos públicos han de cumplir las leyes que nos hemos dado todos y la única forma de prevenir el ejercicio arbitrario del poder es que respondan ante los jueces por sus incumplimientos y abusos. Es lo primero que uno aprende sobre el Estado de Derecho. Mala cosa si se pone en duda.
Por lo demás, alguna cosa podemos aprender de Sánchez sobre trucos retóricos. Sus afirmaciones sobre el diálogo me recuerdan a lo que el filósofo Nicholas Schakel ha llamado el "truismo del trol" (Troll’s Truism). Es un tipo de razonamiento falaz que consiste en jugar con la ambigüedad de ciertos planteamientos, colando un enunciado controvertido bajo la apariencia de una verdad obvia, o pasando de uno a otro según convenga. En nuestro caso, ¿quién rechazaría que en democracia hay que dialogar con los adversarios políticos, negociar y llegar a acuerdos con ellos? La propuesta del diálogo se introduce como si fuera una verdad indiscutible, que adorna moralmente a quien la hace. Pero bajo esa cobertura intachable se está presentando en realidad otra cosa bien distinta: una negociación con quienes buscan destruir el orden constitucional, sin más límites que la voluntad de las partes y que se define en abierta oposición a la aplicación de la ley por los tribunales. Si alguien ataca eso, siempre cabe replegarse a la noble exaltación del diálogo democrático y colocar al crítico en la incómoda posición de enemigo del diálogo y hasta de la democracia. Como vemos, funciona.
Por ello, habrá que volver sobre el elogio torticero del diálogo para tasar mejor su valor.
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