Cada época tiene sus dioses. Uno de la nuestra es el Diálogo. Su devoción es tan poderosa que incluso le rinden pleitesía fieles de otras religiones: cual si Yahvé de los Ejércitos se hubiera ejercitado en charlar con sus enemigos; cual si Jesús de Nazaret hubiese derribado las mesas del templo, en vez de construirlas de diálogo, solo porque le urgía volver esa tarde a casa temprano.
Dado que el Diálogo es un dios de nuestros días, solo te opondrás a él desde tu perversidad más depurada
Dado que el Diálogo es un dios de nuestros días, solo te opondrás a él desde tu perversidad más depurada. Confieso ser de los que no rinden adoración perpetua al Diálogo, de los que nos resignamos a aceptar nuestra abyección, a padecer el desprecio de los santos. Nos merecemos tal castigo, pues ni siquiera con ellos creemos que sirviera de mucho dialogarlo.
El Diálogo es un dios reciente y, como les ocurre a muchos dioses nuevos, triunfa entre los más cultos, pero cuesta inculcárselo a las clases populares. Estas se agarran aún a los dioses viejos; no les importa aceptar el diálogo en ocasiones (comentarle al vecino de abajo que no tire basura al patio, aplacar con palabras a un borracho de la calle), pero se empeñan en que no vale siempre y ni siquiera para todo. ¡Tienen el corazón tan duro! Los intelectuales, en cambio, resultan hoy casi unánimes: el Diálogo es un dios omnipresente y todopoderoso. Si te topas con un terrorista, ¡Diálogo! Si es con un traidor, ¡Diálogo! Si alguien te odia, la culpa es un poco tuya: ¡Diálogo! Así reza su jaculatoria.
A Sócrates le acabó matando una democracia por lo incómodo que resultaba con tanto preguntar y refutar tanto
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Lo cierto es que, desde sus orígenes, el pensamiento occidental ha profesado un innegable aprecio por lo dialógico. Sócrates se pasaba el día conversando con unos y otros en la plaza de su pueblo, el ágora. Ahora bien, en nada se parece el dios Diálogo de hoy, tan blandito, con el exigente intercambio de razones al que sometía Sócrates a sus interlocutores. Bástenos para entenderlo un dato: a Sócrates le acabó matando una democracia por lo incómodo que resultaba con tanto preguntar y refutar tanto. ¡Votemos, votemos si matarle!, gritaron los atenienses. Y votaron. Los actuales creyentes en el dios Diálogo echarán parte de la culpa de tal ejecución al propio Sócrates, probablemente, por no haberse sabido mostrar más suave en sus diálogos.
Casi todo lo que nos ha llegado de Platón está escrito en forma de diálogos; parece que Aristóteles también escribió algunos, mientras que el propio Galileo Galilei los usó a su vez para enfrentarse a Aristóteles. Pero sin duda es el siglo XX cuando florece todo un jardín de pensadores que centran su filosofía en alabar el diálogo. Guido Calogero, Karl-Otto Apel o Jürgen Habermas podrían figurar entre sus representantes más notados.
También es imposible el diálogo si los participantes no quieren dejarse llevar por los buenos argumentos; las clases populares, de nuevo tan sabias, han definido eso como un diálogo de besugos
Ahora bien, todos esos filósofos captan algo central: para que pueda haber diálogo verdadero hace falta que se den ciertas condiciones previas. Es imposible dialogar si alguien te está amenazando con una pistola, por ejemplo. Hablaréis probablemente, sí, él verbalizará su amenaza y tú le pedirás clemencia; pero no será diálogo auténtico. También es imposible el diálogo si los participantes no quieren dejarse llevar por los buenos argumentos; las clases populares, de nuevo tan sabias, han definido eso como un diálogo de besugos. (Sin dialogarlo antes con los animalistas, ¡ay!).
La religión del Diálogo, no obstante, hace oídos sordos a todas esas conclusiones filosóficas y se empecina en sus dogmas: escuchamos la jaculatoria del Diálogo haya o no violencia de por medio, se recita en situaciones en que está claro que nadie va a convencer a ninguno porque conocen de sobra sus argumentos opuestos. Por qué lo llaman diálogo, si quieren decir negociación, o charloteo con que escapar de las decisiones.
Al fin y al cabo, la filosofía de Apel o de Habermas, incluso la de Gadamer, tributan un hondo aprecio al diálogo, pero a la vez sirven de valladares contra cualquier adoración beatorra ante el mismo. Los filósofos a menudo han puesto límites a los dogmas irracionales. Incluidos los de los nuevos dioses.
Al igual que la filosofía se rindió ante la religión en la Edad Media, estas últimas décadas mucho filósofo ha tributado al Diálogo su adoración devota
Por desgracia, en los últimos cuarenta años, ha habido otros que no han tenido las cosas tan claras y profesan hacia el Diálogo una veneración irrestricta. Al igual que la filosofía se rindió ante la religión en la Edad Media, estas últimas décadas mucho filósofo ha tributado al Diálogo su adoración devota.
Reciben diversos rótulos. En Francia se llamaron posmodernos; en Italia, “pensamiento débil”; en Estados Unidos, “políticamente correctos”. Para muchos de ellos el diálogo no es ya un camino para encontrar la verdad o la justicia de las cosas; para ellos, con el diálogo no se persigue hallar las mejores razones, porque simplemente no existen razones mejores que otras. ¡Es tan colonialista, es tan heteropatriarcal, es tan prepotente pensar que hay gente que puede tener más razón que otra! Nanay. Las posturas de cualquiera valen lo mismo que las de otro; si dialogamos no es para convencernos (¡qué pretensión de tan mal gusto!), sino para mostrar lo dialogantes que somos, aunque suene a círculo vicioso. Empatía. Apertura. Empatía. Ven pronto a salvarnos, señor Diálogo.
Una época en que los políticos no se atreven a defender con firmeza principios, y por ello solo apelan a un difuso Diálogo que al final les permita hacer cualquier apaño
No pretendo que hayan sido estos autores tan influyentes como para haber marcado nuestra época, que hayan sido profetas tan exitosos como para convertirnos por sí solos al dios Diálogo. Constituyen más bien el reflejo de un tiempo que prima la imagen sobre la verdad de las cosas: cualquier publicista sabe que vende más una foto de dos tipos conversando que la de una carga policial. Una época que ya no sabe decir qué es la justicia, y por ello prefiere que simplemente dialoguemos sobre la justicia. Una época en que los políticos no se atreven a defender con firmeza principios, y por ello solo apelan a un difuso Diálogo que al final les permita hacer cualquier apaño.
El dios Diálogo es pródigo y benéfico para todos ellos. Solo te exigirá a cambio una cosa: que renuncies a acatar otros principios. Pero, al fin y al cabo, ¿qué le importó nunca a nadie la verdad, la lealtad, la libertad, la justicia? Estas eran exigentes y antipáticas. Luchar por ellas traía muchísimas molestias. Estaremos más cómodos en nuestros sillones Chester, dialogando, sin saber muy bien para qué o por qué, tan posmodernos nosotros, pase lo que pase (y a veces pasan cosas terribles) a nuestro lado.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación