Opinión

Días raros

Nuestro cerebro da prioridad a la ficción consoladora antes que a los hechos

Qué días raros en mi cerebro, estos en los que finaliza (y todos morimos un poco) el año. Como en ningún otro momento, recuerdo mi infancia y a mis padres, mis queridos perros y gatos, y amigos (en ese orden). Y lo extraño, en verdad, es que los recuerdo como si el tiempo no los hubiera tocado, los recuerdo tal como eran en aquella época, y envueltos en una pátina dichosa, dulce me atrevo a decir; aunque otra parte de mi cerebro sabe que también fuimos desdichados y sufrimos grandes humillaciones y miserias varias. Sin embargo, este conocimiento no impide a mi cerebro la producción, digamos, de la pátina dichosa. De una narrativa (como se dice ahora) mejorada. Es como para pensar que nuestro cerebro da prioridad a la ficción consoladora antes que a los hechos. Que nuestro cerebro es en realidad un escritor y nosotros su novela. Creemos tomar decisiones independientes, pero él nos va escribiendo, piadosamente.

Toda la vida hablando de la verdad, y algunos, tal vez los más nobles, buscándola, ignorando que la materia de la vida social y personal es la mentira y la ficción; nuestro cerebro es el rey de las mentiras y la ficción. No lo hace con mala intención (metáfora), es que sabe que sin ellas no es posible la vida civilizada. Pruebe a decir la verdad de lo que piensa a personas amadas, a los amigos, a compañeros de trabajo y en general a todo el que tenga alguna interacción familiar o social con usted, y ya verá lo que sucede.

Un misterio sin respuesta

He recordado estos días raros a dos amigos muertos, el pintor Carlos Alfonso al que mató el Sida con muchos cuadros formidables aun por pintar, y al escritor Carlos Victoria, que también dejó libros a medias, o por comenzar. Con Victoria me reunía en Haulover Beach a leer nuestros cuentos de recién llegados al exilio, sobre todo los suyos, y después nos íbamos a comer en alguna fonda modesta de la antigua y hoy desaparecida Miami Beach. Con el pintor Alfonso desayunaba con cierta frecuencia en una cafetería de la Calle Ocho, y nos dedicábamos a despotricar de otros pintores que es, en general, lo que hacen los pintores cuando se reúnen. Por qué mi cerebro escoge estos recuerdos para estos días raros es un misterio que tiene una respuesta, si creemos, como yo, que el cerebro es una fabulosa máquina de cribar. Y todo modulado por la misma pátina dichosa que he mencionado antes.

En estos días raros hay dos mundos excluyentes, el de los recuerdos y el de la llamada vida real. Y al contrario de lo que sucede con los recuerdos, en la vida real la presencia de los muertos carece de cualquier pátina dichosa. La pérdida se siente de forma cruda, sin elaborar, sin atenuantes, y es una especie de puerta que se abre a nuestro propio fin. Se atenúan nuestras mentirosas defensas que hacen de escudo, y nos permiten vivir sin percibir la desolación y la intemperie inevitable de nuestra extinción. Menos mal que el bendito entretenimiento (en forma de costumbres, rituales, fiestas, etcétera) viene en nuestro auxilio, en caso contrario los días navideños serían imposibles de soportar.

Sus secuestradores mantuvieron atado y amordazado cuarenta y ocho horas en el maletero de un coche al joven concejal del PP vasco, justo hasta el momento de matarlo. Cuarenta y ocho horas. Cuando se habla de este caso, se suele obviar, posiblemente como parte de la política de blanqueamiento de ETA, la tortura

En estos días raros leo poco por motivos obvios, pero aprovecho, cada vez que puedo, para volver a La tribu caníbal, el libro, tan necesario, que acaba de publicar Carlos Rodríguez Estacio. Y digo tan necesario porque el blanqueamiento de ETA y sus asesinos está tan avanzado y cuenta con el apoyo de tantos vascos, que es a todas luces irreversible. Esto da un valor especial a cualquier esfuerzo que se haga por mantener vivo el recuerdo de las víctimas de la banda asesina, hoy en el Gobierno de España. El libro del filosofo y educador Estacio trata de la violencia de ETA a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Leyéndolo, me he enterado de que, por orden del terrorista Txapote, sus secuestradores mantuvieron atado y amordazado cuarenta y ocho horas en el maletero de un coche al joven concejal del PP vasco, justo hasta el momento de matarlo. Cuarenta y ocho horas.

Cuando se habla de este caso, se suele obviar, posiblemente como parte de la política de blanqueamiento de ETA, la tortura. Lo correcto sería decir: el secuestro, tortura y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Y aún otro detalle que desconocía hasta ponerme a leer La tribu caníbal: la autopsia reveló que Blanco tenía las mejillas quemadas; se había pasado los dos días que lo mantuvieron dentro del maletero del coche, llorando. No sé qué pensarán ustedes, pero para mí esas lágrimas son un estigma imborrable en el rostro de una España que eligió arrodillarse ante los bárbaros.

Mis padres bailan en el patio

Lean el libro de Estacio. Es indispensable si queremos calibrar la barbarie tribal etarra y la inconmensurable fosa de bajeza e infamia de los políticos que pactaron el blanqueamiento de los terroristas, y que están a punto de liberar al verdugo de Miguel Ángel Blanco.

Pero. Volviendo a los recuerdos, hay uno precioso que el cerebro me trae estos días, en él mis padres bailan en el patio de la casa de la infancia y el patio es amplio y luminoso, y yo y mis hermanos los contemplamos embelesados. Un pato amplio y luminoso, narra mi cerebro y no sé cómo agradecérselo.

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