El debate sobre la moción de censura presentada por Vox, con Ramón Tamames como candidato nonagenario a la presidencia del Gobierno, no pasará precisamente a los anales del parlamentarismo; más bien vino a certificar el momento deplorable que atraviesa la institución parlamentaria en nuestro país. El propio candidato, que atesora una dilatada experiencia como diputado desde la legislatura constituyente, no dejó de señalar que aquello no funcionaba como debate, con discursos larguísimos que venían ya preparados y en los que no se responde ni por casualidad a lo dicho por el adversario. Cualquiera que siga las sesiones de control al Gobierno podía haberle avisado, pues los miembros del ejecutivo han tomado por costumbre no responder a lo que se les pregunta; a veces incluso parecería que el propósito de tales sesiones fuera fiscalizar a la oposición.
De manera que allí cada cual fue a lo que fue, empezando por el improbable candidato. Una de las intervenciones más comentadas en este sentido fue la de la vicepresidenta segunda, quien aprovechó la ocasión para presentar desde la tribuna el nuevo proyecto político que encabeza. Poco sabemos de él, más allá de que es ‘el espacio de Yolanda Díaz’, o de sus desavenencias con los de Podemos, que se agudizan con la proximidad de las elecciones. Con esas tensiones, que las divisiones a la izquierda del partido socialista utilicen denominaciones como ‘Sumar’ no deja de tener su punto irónico.
Sea como fuere, si alguien esperaba conocer el contenido ideológico del proyecto de Díaz, sus expectativas se vieron defraudadas. En la hora y cinco que duró su discurso, hubo momentos líricos, felicitaciones a los miembros del Gobierno, clichés y eslóganes progresistas en sobreabundancia, pero pocas ideas sustanciales. Nada que sorprenda a quien se tomara la molestia de leer el prólogo al Manifiesto comunista, tan relamido como perfectamente inane, que perpetró la vicepresidenta hace un par de años. Para que vean el género, en esta ocasión remató su intervención parlamentaria invocando un país que reivindique la alegría.
La pretensión de que la felicidad sea reclamable como un derecho ha provocado toda clase de reacciones, de la burla a las acusaciones de confundir el izquierdismo con la autoayuda
Sin embargo, no han sido esas las palabras que más han llamado la atención del largo discurso, sino otras en las que Díaz se refirió a ‘un país que reclame la felicidad como derecho’. No fue un desliz porque estaba leyendo, ni lo dijo una sola vez, pues insistió en ‘el derecho a ser felices frente a la oscuridad y el odio’. La pretensión de que la felicidad sea reclamable como un derecho ha provocado toda clase de reacciones, de la burla a las acusaciones de confundir el izquierdismo con la autoayuda, pasando naturalmente por la perplejidad.
Pues, antes de ponernos a reclamarlo, ¿cómo habría que entender ese supuesto derecho a la felicidad? Para empezar no parece sencillo definir algo tan elusivo como la felicidad. Si la tomamos como un estado psicológico de satisfacción o contento, parece algo pasajero, altamente volátil, dependiente de la psique de cada cual e imposible de asegurar. Si al modo de Kant la concebimos como un ideal de la imaginación con el que nos representamos un estado de plenitud en el que todos nuestros deseos y aspiraciones se verían colmados o cumplidos, tal estado se antoja del todo quimérico e irrealizable para los seres humanos.
Tampoco parece fácil de articular ese derecho contra la desdicha. ¿Implicaría, como tantos derechos, imponer obligaciones a otros para que nos hagan felices? Podrían ser incontables y de todo tipo. ¿Correspondería a los poderes públicos velar por la felicidad de cada uno, tutelando de forma efectiva ese derecho? La mera perspectiva de algo así provoca escalofríos en cualquiera que tenga una mínima sensibilidad liberal, o se preocupe por la autonomía de las personas, pues vendría a extender un cheque en blanco para el ejercicio irrestricto del paternalismo por parte de nuestros gobernantes. Estos podrían entrometerse en nuestras vidas, dictándonos cómo hemos de vivir, y controlarlas bajo el pretexto de mirar por nuestra felicidad. Una pesadilla servida bajo el pretexto del dudoso derecho.
Alguno se ha apresurado a señalar que el nuevo derecho de Díaz no es ningún disparate y tiene antecedentes tan respetables como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776. ¡Nada menos!
Pero no se alarmen porque siempre hay comentaristas de guardia, dispuestos a echar una mano con la interpretación. Alguno de ellos se ha apresurado a señalar que el nuevo derecho de Díaz no es ningún disparate y tiene antecedentes tan respetables como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776. ¡Nada menos! Como recordarán, el texto redactado por Thomas Jefferson se abre con uno de los pasajes más extraordinarios de la historia del pensamiento político, donde enuncia sucintamente los principios filosóficos que lo inspiran:
"Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales y que han sido dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los que se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad (the pursuit of Happiness)"
Obviamente, el derecho a buscar la felicidad, que corresponde a cada persona, sin que nadie pueda asegurarle el éxito de la búsqueda, no puede ser lo mismo que el derecho a obtenerla, dando la búsqueda por concluida y no necesariamente por la persona a la que concierne. Pero dejemos eso ahora, pues convendría reparar en la mala costumbre intelectual de calzarse las botas de siete leguas para cruzar los siglos de una zancada. El caso del derecho inalienable a la ‘búsqueda de la felicidad’ ofrece una ilustración estupenda al respecto; no en vano la frase de marras ha generado una literatura considerable.
Para empezar el marco filosófico es el lenguaje de los derechos naturales del hombre, que inspiró las grandes revoluciones del XVIII. La fórmula introducida por Jefferson ha suscitado además la curiosidad de los historiadores, pues hasta entonces lo habitual en los panfletos y escritos de la época era invocar de forma ritual ‘la vida, la libertad y la propiedad’ como la triada de los derechos naturales. Siendo un escritor meticuloso y al que sus coetáneos alaban por el acierto de su pluma, Jefferson sustituyó la propiedad por ‘la búsqueda de la felicidad’. Aunque el borrador inicial fue extensamente revisado con las correcciones y sugerencias de otros miembros del comité encargado de redactar la Declaración, entre ellos Adams y Franklin, la expresión se mantuvo hasta el final, sin que nadie la pusiera en cuestión. Lo que lleva pensar que, aunque la expresión fuera nueva, había detrás una comprensión común acerca de la felicidad, muy distinta de la que hoy resulta habitual.
La búsqueda de la felicidad significa llevar una vida ordenada siguiendo los principios de la razón o la ley natural
A gentes como Jefferson o Franklin la idea de un derecho moral a sentirse bien o a satisfacer nuestros deseos les hubiera parecido un disparate, ni se les ocurría equiparar la felicidad con el placer, la alegría u otro estado emocional. Como ha explicado Carli Conklin, que ha estudiado el uso de la fórmula en autores como Jefferson o Blackstone, para ellos la felicidad no era fugaz ni pasajera, sino algo sólidamente anclado en la clase de vida que uno lleva y en el desarrollo de aquellas cualidades y capacidades que nos hacen más humanos. Por usar el lenguaje de la época, la búsqueda de la felicidad significa llevar una vida ordenada siguiendo los principios de la razón o la ley natural, para lo cual es necesario que uno ejercite sus talentos y cultive la virtud. Por eso mismo, la búsqueda (pursuit) no es de algo exterior, sino que consiste en el ejercicio de virtudes y facultades, siendo indisociable de su práctica y cultivo.
Los escritos y cartas de Jefferson abundan en esta concepción de la vida buena, que hoy llamaríamos perfeccionista, donde la búsqueda del conocimiento, la salud y la conducta moral, con la tranquilidad de conciencia que proporciona, son los bienes fundamentales que aseguran la felicidad. Como dejó escrito, si la felicidad es el propósito de la vida humana, la virtud es su fundamento sólido. Es la misma concepción de la felicidad como eudaimonia o vida buena que entronca con los clásicos, con Aristóteles o Cicerón, pero que hoy se ha vuelto en gran medida extraña. De ahí que lo que tenía un sentido preciso para los fundadores de la república norteamericana nos suene hoy como una frase vaga.
Por interesante que sea explorar el sentido de búsqueda de la felicidad, quizá no deje de ser un ejercicio hermenéutico fútil en relación con el supuesto derecho de Díaz, conocida por la oquedad de su discurso. Contaba el otro día Alejandro Molina que cuando Merian C. Cooper estrenó King Kong un crítico le preguntó si la película no era una alegoría sobre el comunismo en ascenso, representado por el gran simio, que llegaba a la metrópolis del capitalismo (Nueva York) y era finalmente destruido por las fuerzas reaccionarias; sí, fue cuanto acertó a decir el cineasta. Pues una cosa así.
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