Opinión

Diez años sin el 'capitán Trueno'

Papá tenía un cabreo aterrador: “¡Pero esto qué es! ¡Pero quién es este tío!”. Estábamos en la piscina e íbamos a comer todos juntos, era un domingo de julio. Papá, fuera de sí, blandía el periódico como una cimitarra: “¡Un crío! ¡Un f

Papá tenía un cabreo aterrador: “¡Pero esto qué es! ¡Pero quién es este tío!”. Estábamos en la piscina e íbamos a comer todos juntos, era un domingo de julio. Papá, fuera de sí, blandía el periódico como una cimitarra: “¡Un crío! ¡Un falangista! ¡Un desconocido! ¡Más de lo mismo!”. Yo, con la osadía típica de los pocos años, me atreví a desafiar el temporal, cosa peligrosa porque cuando papá se enfadaba lo más recomendable era huir o mimetizarse con el paisaje: “Pero… ¿por qué te pones así?”. Como yo temía, empezó a gritarme a mí solo, como si la culpa de aquello la tuviese yo y nadie más: “¡Suárez! ¡Suárez! ¡Pero quién c… es ese tal Suárez, no lo conoce nadie! ¿Te enteras, que tú nunca te enteras más que de lo que te conviene? ¡Y le nombran presidente del gobierno! ¡Un falangista! No, ¡si al final va a ser verdad que el Rey es franquista! ¡Así que seguimos como estábamos! ¡Un falangistillo más! ¡Un crío!”.

Lo de crío era una exageración: papá y aquel Suárez tenían la misma edad, se llevaban tres meses. Pero mi padre, por una vez, estaba completamente equivocado. Un error que cometió prácticamente todo el mundo, desde los peatones corrientes hasta los políticos y periodistas más curtidos. Nadie entendió el nombramiento de Adolfo Suárez. Quizá precisamente de eso se trataba.

Le llamaron de todo, algo muy raro en aquella época: en 1976 todo el mundo se tentaba la ropa antes de hacer críticas al poder, fuera el poder que fuese. Arribista. Advenedizo. Un carca del “Movimiento”, como se llamaba entonces al partido único de la dictadura. Un trepa. Un camisa azul de extrema derecha. Desde el otro lado, le tildaron de vendido, de traidor, de judas.

Era necesario que conociese el régimen por dentro y que no levantase desconfianzas entre los viejos falangistas, por lo menos al principio. Y, esto, sobre todo, debía desconocer el miedo, porque lo que se le venía encima era espeluznante

El Rey Juan Carlos, por entonces, arrastraba unas ojeras terribles y se fiaba de poquísimas personas. Una de ellas era un antiguo profesor suyo: el jurista y catedrático asturiano Torcuato Fernández-Miranda, un hombre del régimen que había comprendido la necesidad imperiosa de que España se convirtiese en una democracia después de la larga y lúgubre noche del franquismo. Lo mismo que el Rey… y que casi nadie más dentro de la achacosa, pero enorme estructura franquista. Muy bien, pero ¿cómo hacerlo? Y, sobre todo, ¿quién lo pilotaría?

Torcuato y Juan Carlos empezaron a dibujar un retrato robot. Tenía que ser joven, más o menos de la generación del propio Rey. Tenía que ser obediente y renunciar a sus propias ideas, si es que las tenía. Convenía mucho que fuese ambicioso, y mucho. Era necesario que conociese el régimen por dentro y que no levantase desconfianzas entre los viejos falangistas, por lo menos al principio. Y, esto sobre todo, debía desconocer el miedo, porque lo que se le venía encima era espeluznante. Había varios candidatos. Se decidieron por aquel jovenzuelo de Ávila que andaba botando de un despacho a otro, Adolfo Suárez. Entonces era el ministro del “Movimiento”. Perfecto.

Hubo que maniobrar muy artera y sagazmente, pero aquel nombramiento fue uno de los más gloriosos y absolutos aciertos del Rey y de Torcuato, aunque esto solo lo sabían ellos. Nadie más se dio cuenta. Tiendo a creer que ni siquiera él, el propio Suárez. Pero pronto lo supo. Hay una anécdota maravillosa de aquel tiempo, mediados de julio de 1976. Como nadie en absoluto confiaba en él, Suárez decidió que tenía que ganarse a la Prensa. Citó en el restaurante La Nicolasa, de Madrid, a los miembros del Club Blanco White, que eran algo así como la aristocracia de aquellos medios de comunicación: Miguel Ángel Aguilar, Pepe Oneto, Federico Ysart, Juan Luis Cebrián, José Antonio Novais, Ramón Pi, Pedro Calvo Hernando y algunos más.

Durante siete horas, siete horas de reloj, les explicó lo que pensaba hacer en menos de un año: acabar con el franquismo, poner en pie una democracia de corte europeo, promulgar la amnistía, legalizar los sindicatos y los partidos (todos), convocar elecciones libres, comenzar un proceso constituyente… Los periodistas lo miraban con la lástima con que se mira a alguien que está sentado en un banco de la calle y habla solo. Pero, exactamente un año después, volvieron a reunirse todos en el mismo restaurante y le regalaron a Suárez un tebeo del Capitán Trueno. Había cumplido todos y cada uno de los puntos de su inverosímil promesa.

Le dijo que tuviese cuidado, que en la historia de España eran muy frecuentes los golpes de Estado. Respuesta de Suárez: “Y yo te recuerdo, Santiago, que en España sigue vigente la pena de muerte”

Para eso hace falta algo más que valor. Es necesaria la temeridad. Suárez, que le tenía miedo a la tribuna del Congreso, que se achantaba si había que viajar al extranjero porque no hablaba idiomas ni conocía a nadie, era también el propietario de un arrojo inaudito. Cuando legalizó el PCE (muy pocos ministros, además del Rey, lo sabían), dimitió, airadísimo, el vicepresidente de su Gobierno, el teniente general Fernando de Santiago, quien le dijo que tuviese cuidado, que en la historia de España eran muy frecuentes los golpes de Estado. Respuesta de Suárez: “Y yo te recuerdo, Santiago, que en España sigue vigente la pena de muerte”. Eso es temeridad. Nadie en absoluto se habría atrevido a decirle algo así a un alto militar en aquel tiempo. Era jugarse la vida, literalmente. Pero eso era lo que Suárez estaba haciendo, cada día, desde que el Rey le nombró…

Luego la magia se acabó. Suárez no entendió, o no aceptó, que su papel era el de derribar el decrépito edificio del franquismo y morir (políticamente) sepultado por sus escombros, como Sansón. Se empeñó en sobrevivir y en seguir gobernando ya en democracia. Fundó un partido imposible, la UCD una jaula de grillos enfrentados entre sí que solo se ponían de acuerdo en despreciar al presidente, que no tenía ni su formación académica ni su pedrigrí político. Y Suárez, que además estaba sufriendo espantosamente por culpa de sus dolencias dentales (no tardaría en añadirse una brutal sucesión de desgracias familiares), empezó a pasarlo verdaderamente mal. Mucho peor que cuando acabó con la dictadura. Mucho peor que en el gran momento de su vida, cuando demostró un inaudito heroísmo ante las pistolas y las metralletas del 23-F. Aquel día en que mantuvo en pie la dignidad de su cargo, del Estado… y su propia dignidad.

Fue el primer hombre público de nuestra democracia que sufrió una campaña de descrédito y descalificación, no ya política, sino directamente personal

A partir de ahí declinó. Ya no tenía el apoyo del Rey; tampoco lo tenía Fernández-Miranda, ambos habían dejado de ser necesarios. La carrera política de Adolfo Suárez se extinguió en un partido que quizá nació antes de tiempo: el CDS, que hoy habría sido una utilísima bisagra. Pero le negaron todo, empezando por el dinero de los bancos. Y la estrella de Suárez se apagó.

Este 23 de marzo hizo diez años que el mal de Alzheimer se llevó al “capitán Trueno” de la Transición. Fue el primer hombre público de nuestra democracia que sufrió una campaña de descrédito y descalificación, no ya política, sino directamente personal. Iban a por él, tanto los adversarios como muchos feroces “compañeros de partido”. En su trascendental mensaje, cuando dimitió, el 29 de enero de 1981, lo dijo con inmensa amargura: “Nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí como la de una persona aferrada al cargo (…) He sufrido un importante desgaste durante mis casi cinco años de presidente (…) Mi desgaste personal ha permitido articular un sistema de libertades, un nuevo modelo de convivencia social y un nuevo modelo de Estado. Creo, por tanto, que ha merecido la pena…”.

Tolerancia, diálogo, concordia

Pero su legado fundamental, y el último de sus grandes momentos, llegó cuando se le entregó el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, en Oviedo, el 13 de septiembre de 1996. Aquel discurso, que pronunció en presencia de una gran cantidad de personas que le habían hecho la vida imposible, es uno de los textos fundamentales de nuestra democracia. Dijo: “La lucha política, la controversia, el debate, el disentimiento, el conflicto, no constituyen una patología social. No son acontecimientos negativos. Al contrario, a mi juicio, reflejan la vitalidad de una sociedad (…) En la transición trabajamos un grupo de personas con todo el pueblo español por la comprensión, la tolerancia, el diálogo y la concordia. Hemos intentado e intentamos desarraigar los viejos hábitos de la prepotencia, la intolerancia, el dogmatismo, la discordia y la insolidaridad. Ese fue –y sigue siendo– mi talante personal y político. En algún momento he llegado a pensar que yo fui víctima política de la práctica de la concordia. Pero si así fue, me enorgullezco de ello”.

Esas solas palabras deberían sacar los colores a la cara a los políticos actuales, cuyas actitudes y comportamientos dan verdadera vergüenza en comparación con aquellos de entonces. A los diez años de la muerte de Suárez, aquel “chusquero de la política” –lo decía él mismo–, aquel tipo en el que ni mi padre ni nadie confiaba cuando lo nombraron; ante la memoria de aquel “Capitán Trueno” que obró milagros, hoy parece que nos hemos vuelto todos locos. Y nuestros actuales políticos, con su constante griterío, su ambición personal y su matonismo, están poniendo en riesgo, día tras día, lo que Suárez y otros como él se esforzaron tantísimo en conseguir: un país moderno, sensato, vivible y en paz. Así les recordará la historia.

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