Opinión

Diez buenos años

El rey Juan Carlos y Felipe VI
Pilar Eyre desvelan la intrahistoria de la abdicación del rey Juan Carlos. Gtres

Aquel lunes, 2 de junio de 2014, los rumores corrían por los digitales y los tuíteres (hace unos siglos se les habría llamado mentideros; eso es lo que siguen siendo) desde primera hora de la mañana. En las redacciones había muchos nervios, muchos pasos rápidos, muchas órdenes contradictorias. Sobre la una de la tarde las televisiones emitieron una grabación de seis minutos en la que el rey de España, Juan Carlos I de Borbón, anunciaba su intención de abdicar la corona en su hijo, el príncipe Felipe, después de casi 39 años de reinado.Estaba visiblemente nervioso, tenía la voz alterada y le brillaban mucho los ojos. Las versiones palaciegas admiten que hubo que repetir la grabación dos veces porque el Rey “se equivocaba” al leer el teleprompter. Otras versiones han sostenido siempre que aquella grabación fue dramática, trufada de cortes y repeticiones y accesos de llanto y gritos y palabras muy gruesas. El Rey se iba, sí, pero parecía claro que no quería hacerlo.

El de aquel lunes (este domingo se cumplen diez años) fue el primer acto público, y el más áspero, de los tres que constituyeron el relevo en la jefatura del Estado. El segundo fue la solemne y gélida ceremonia, en el palacio de Oriente, de la firma de la ley orgánica de la abdicación, que se celebró el 18 de junio. El último fue, al día siguiente, la solemne proclamación del nuevo Rey, Felipe VI, ante las Cortes Generales reunidas en el Congreso de los Diputados. Por segunda vez en nuestra vida, millones de españoles veíamos cómo los representantes de la soberanía nacional recibían al nuevo monarca y cómo el presidente de la Cámara lo proclamaba Rey con voz muy sonora. Pero los protagonistas, como es natural, habían cambiado. Ese presidente, recipiendario del juramento real, era un demócrata a machamartillo, Jesús Posada. Ya no el falangista Alejandro Rodríguez de Valcárcel, que había tomado juramento a su padre, en 1975, y había metido una “morcilla” en el protocolo para homenajear a Franco. De Franco, aquel día de hace diez años, no se acordaba ya nadie… más que los indepes catalanes y algunos republicanos. No todos.

Aquel relevo, por difícil que fuese (pero lo más difícil vendría después), tuvo bastantes protagonistas más. Quizá dos sobre todo: el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que se comportó con una extraordinaria pulcritud institucional, y el líder de la oposición, el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, que vivía políticamente sus horas más bajas pero que se comprometió, aun en su perjuicio personal, a impedir o sofocar postureos republicanos en las filas de su partido. La ley orgánica de abdicación fue aprobada en el Congreso por 299 votos sobre 341 diputados que acudieron a votar.

Pero el añorado Alfredo se dio perfecta cuenta de que lo que contaba era que funcionase impecablemente el mecanismo sucesorio previsto en la Constitución; que lo fundamental del Estado era su fondo democrático, no su forma

Porque postureos (“actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción”, dice el DRAE) hubo. Algunos republicanos de izquierdas dieron mucho la matraca reclamando que se aprovechase la ocasión para celebrar un referéndum en el que se decidiese la forma de Estado, monarquía o república; imagínense que se hubiese pedido eso mismo tras la muerte de Isabel II del Reino Unido o tras la abdicación de Margarita II de Dinamarca en su hijo Federico. Los indepes catalanes, singularmente los de ERC, vieron (o creyeron ver) ocasión para reclamar además otro referéndum, el “suyo”, el de la independencia de Cataluña. Los del BNG hicieron otro tanto con la independencia de Galicia. Así todo. Eran gestos, poses para consumo interno, ruido para satisfacer a los más radicales de los suyos; nada más. Quien podría haber causado problemas era Rubalcaba, un sincero republicano que aún dirigía el PSOE. Pero el añorado Alfredo se dio perfecta cuenta de que lo que contaba era que funcionase impecablemente el mecanismo sucesorio previsto en la Constitución; que lo fundamental del Estado era su fondo democrático, no su forma, mucho menos importante. Y así todo salió bien.

Juan Carlos I dejó (seamos claros: tuvo que dejar) la corona de España por su culpa, por su grandísima culpa. Por su inagotable codicia, en primer lugar; por no haberse dado cuenta de que la impunidad que se venía usando con sus tropelías en los medios de comunicación (muchos lo sabían pero nadie lo contaba) se había terminado. Y luego por su borbónica y desmedida afición a las señoras rubias y guapas, en segundo término. Esto le llevó a imitar una de las figuras más risibles de la literatura del Siglo de Oro, la del viejo que pretende a moza hermosa y desenvuelta. Así cayó de pies y manos enamorado como un adolescente de la peligrosísima Corinna Larsen, “empresaria” alemana de inaudita ambición y avidez pecuniaria, con la que pretendía casarse después de divorciarse de la ejemplar doña Sofía. Vamos, que perdió la cabeza. Una anécdota menor pero muy difundida, la de la cacería de elefantes en Bostuana, fue el detonante de un proceso de deterioro que había comenzado varios años antes.

Pero la monarquía constitucional tuvo un asombroso golpe de suerte que se llamó Felipe de Borbón y Grecia. Un muchacho educado para ser rey desde que nació, y con una formación académica, institucional y humana formidable. Tanto es así que quienes le detestaban le llamaban, por burla, el preparao: no le podían llamar nada más, y esa ironía era, en realidad, un elogio.

No hay forma de saber si Felipe era monárquico convencido además de sentimental, como lo fue su abuelo don Juan (de esos no hay muchos, la verdad), pero sí está claro que cree profundamente en la utilidad de la Corona para la estabilidad de la democracia en España. Y lleva diez años haciendo algo insólito, una extravagancia en la historia de los Borbones españoles: su trabajo. Hace su trabajo y nada más (y nada menos), no se sale un milímetro de sus funciones, no juega por debajo de la mesa ni intenta trampas. Eso no lo habíamos visto los españoles al menos desde Amadeo I, que no era Borbón sino Saboya.

Si un hombre se mide por la calidad de sus enemigos, el rey Felipe tiene suerte: quienes no le pueden ni ver son, en primer lugar, los secesionistas catalanes, que saben que es uno de los símbolos más poderosos de la nación común

Le tocó hacer, en nombre de ese trabajo y para recuperar la debilitadísima salud de la monarquía, lo más duro que puede hacer nadie: romper nada menos que con su padre, al que adoraba sinceramente desde niño. Lo echó de la familia en nombre de lo que decía la vieja reina María de Teck, abuela de Isabel II: “Llegará un momento en que lo que te pide tu corazón choque con lo que necesita la corona. En esa batalla debe ganar siempre la corona. Siempre”. Juan Carlos se fue a vivir fuera de España, donde quizá muera, y Felipe VI comenzó la larga, cuidadosa y minuciosa recuperación del prestigio perdido por culpa de su padre (el rey que trajo la democracia, nunca olvidemos esto) y de sus lamerrabeles, como habría dicho el periodista Luis María Anson.

Está bastante claro que lo ha conseguido… y lo sigue consiguiendo cada día. Su prestigio personal es enorme y el de la corona no deja de crecer. Si un hombre se mide por la calidad de sus enemigos, el rey Felipe tiene suerte: quienes no le pueden ni ver son, en primer lugar, los secesionistas catalanes, que saben que es uno de los símbolos más poderosos de la nación común y por eso le desprecian y desairan cuanto pueden. Y luego están las cuadrillas de los neofalangistas, neofascistas, neofranquistas o directamente neonazis, que tienen muy claro que el buen Felipe es un demócrata a machamartillo y por eso recortan el escudo de la bandera nacional. Es difícil imaginar enemigos que más le honren a uno…

¡Venga más veces!

En estos tiempos en que todo se resquebraja, en que la polarización y el vocerío lo llenan todo, en que el gobierno está en manos de los mercaderes del templo, en que parecemos caminar hacia un cambio de régimen y en el que el populismo vuelve a poner en peligro la estabilidad de la democracia (lo mismo estaba pasando hace cien años), la figura de Felipe VI es una de las pocas cosas que permiten sonreír con cierto optimismo porque, como he dicho, hace su trabajo y lo hace bien. Eso tan tranquilizador era, hace unas décadas, la norma. Ahora es la excepción. Pero es una excepción venturosa.

Una anécdota final. Cuando el jovencísimo tenista Carlos Alcaraz ganó, el 16 de julio pasado, el torneo de Wimbledon (algo así como el premio Nobel del tenis), el rey Felipe estaba allí. Y Carlos le dijo por el micrófono, delante de todo el mundo: “Señor, es la segunda vez que viene a verme jugar… ¡y las dos veces he ganado! ¡Así que venga más veces!”. Carcajada general.

Pero es que eso quisiéramos todos. Que viniese más veces.

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