Hay dos realidades que hemos de aceptar de forma inexorable. La primera es que, pase lo que pase, no habrá después del 10 de noviembre otras elecciones. Cuatro generales en tan poco tiempo son suficientes y han servido para que los partidos noten la cólera, el inmenso desapego y cabreo de los españoles, probablemente en forma de abstención. La segunda consideración es que con mucha o poca participación el PSOE de Pedro Sánchez, el "jefe de la banda" que decía el Rivera de antes que ya no es el de ahora, gane las elecciones. Con algún recelo hablaría de una tercera realidad: Unidas Podemos no sabrá a qué huele la sala del Consejo de Ministros hasta dentro de mucho tiempo. Puede que nunca. Todo pasará desde estos supuestos. No hay otra opción ganadora que el PSOE, por mucho que la verdad demoscópica anuncie un buen resultado para el PP de Pablo Casado.
Si no hay la más mínima posibilidad de unas quintas elecciones, -la mera enunciación provoca escarnio y afrenta-, es que no habrá lugar para el bloqueo, y por eso ahora todos los partidos están en modo desbloqueo. Quiere desbloquear Casado, que, con la ayuda de Núñez Feijóo, anuncia su disposición para el pacto. Y en honor a la verdad habría que reconocer que este es un movimiento desde la coherencia porque Casado fue el único que ofreció al PSOE, si no un pacto, sí acuerdos puntuales para gobernar España.
El juego del desbloqueo
Quiere desbloquear también Ciudadanos, pero esto no es más que una broma de un partido que sueña con lo que fue y pudo hacer, pero no quiso. O no supo. El que haya votado al partido de Rivera y vuelva a hacerlo ahora, ¿cómo olvidará que hace unos meses la suma de su partido más la del PSOE daba una holgada y hermosa mayoría suficiente para gobernar? ¿Cómo ha llegado un partido llamado hace un par de años a gestas políticas importantes a estar luchando por evitar la marginalidad? ¿Cómo entender que las encuestas anuncien que su sitio estará el día 11 a la par de Vox? Sólo se me ocurre la respuesta que don Juan Belmonte dio para explicar cómo había llegado un banderillero suyo a gobernador civil en Huelva: degenerando, fue la respuesta. Pues eso. Y equivocándose mucho. Y con unas dosis de soberbia que hoy pasan factura. Al final no hará falta que Rivera vaya a ver a Sánchez, ¿no era eso lo que deseaba y de lo que se jactaba? Pues a punto está de conseguirlo. Es lo que va de la promesa al recuerdo; de la esperanza a la decepción. Iban a ganar al PP. Rivera iba a ser el jefe de la oposición.
Pedro Sánchez, que no ve con malos ojos los guiños que le lanzan desde el PP, pero que debe criticarlos con chulería para no hacerle la campaña a Podemos, ha dicho eso de que el pánico hace milagros. Bueno, el pánico no hace milagros, más bien miedo y temeridad. Si bien se estaba refiriendo a Rivera, el pánico es un estado del que casi ningún partido está al margen. No creo que acierte Aitor Esteban cuando dice que la carambola le puede salir mal a Sánchez, y menos ahora que emerge con más fuerza de lo habitual el presidente en funciones sin escrúpulos y mete en campaña la subida de las pensiones. Está bien que la Junta Electoral vele por la limpieza de la campaña y mande retirar los lazos y las fotos de los políticos presos, pero que haya que soportar semejante descaro resulta ofensivo.
En fin, el pánico hace milagros. En todos sitios.
Pánico número 1. Todos los líderes políticos sin excepción que mostraron incapacidad para desbloquear la política española vuelven a presentarse. Ninguno hizo bien su trabajo, que las arcas del Estado pagaron convenientemente. El fracaso no se castiga en España.
Pánico número 2. El que tiene Pedro Sánchez, a quien alguien le dijo que convocando elecciones tendría el 10-N 150 escaños, pero las encuestas lo dejan igual o con menos. En el PSOE hay quien cree que es un error de libro envolverse ahora en la bandera de España sabiendo que llegó a la presidencia con los votos de aquellos que quieren romperla. Tontos puede; desmemoriados, no.
Pánico número 3. El que sienten los votantes de Ciudadanos ante el nuevo giro de Albert Rivera, que ahora se muestra favorable a pactar con “la banda” de Sánchez.
Pánico número 4. El de los que ya saben que serán exvotantes de Ciudadanos y no saben qué harán ni a quien votar. Sin ganas algunos irán al PSOE, al PP y con más devoción a la abstención.
Pánico número 5. Lo peor que le puede pasar a un partido es que nadie desde dentro pueda responder a una pregunta como esta: ¿para qué sirve, qué utilidad tiene?
Pánico número 6. ¿Y si esa misma pregunta la hacemos en Cataluña cuál sería la respuesta? ¿Para qué sirve hoy Ciudadanos en Cataluña, el partido que ganó las elecciones y nadie lo noto allí?
Pánico número 7. El que vive Albert Rivera en este momento. Tenía hace año y medio unas expectativas de voto del 28%, hoy tiene el 10%, a la altura de Vox. Lo llaman morir de éxito, señor Rivera.
Pánico número 8. El que ha debido sentir Pablo Casado con tanto adorno florido en sus candidaturas. Rectificar no es de sabios, es de pragmáticos y de aquellos que han aprendido que la apariencia, por mucho que pesen los apellidos, no da votos. Sigue siendo un disparate que Adolfo Suárez, cuya utilidad política es la misma que la de un cenicero en una moto, ocupe el número tres por Madrid. Que sea Ana Pastor su número dos en Madrid envía mensajes de claridad a aquellos que se lo están pensando de cara al 10-N. Casado ha entendido el mensaje: vale ya de mediáticos, tertulianos y toreros.
Pánico número 9. El que provoca Santiago Abascal hablando de manadas y asegurando que el fin último de la exhumación de Franco es acabar con Felipe VI.
Y pánico número 10. El que sentimos todos los españoles sin excepción, que vemos con sorpresa cómo el 11 de noviembre podemos estar igual, con los mismos bloques, los mismos líderes, las mismas obsesiones.
Y podríamos seguir con un “pánico” más adjudicado al Rey Felipe VI ante el mapa político, pero dejémoslo ahí, que es mejor no tocar lo único sensato que este país tiene en los últimos dos años.