Todo se ha acelerado en el Reino Unido en este final del verano del descontento. La reina Isabel II ha pasado a mejor vida tras setenta años de reinado y, tras dos interminables meses de primarias, Boris Johnson por fin ha abandonado el 10 de Downing Street. Se había atrincherado ahí en espera de que el partido escogiese a un sucesor que ha terminado siendo sucesora. Se trata de alguien de su confianza, Liz Truss, una mujer más joven que él que hace sólo cinco años estaba políticamente muerta, pero que, gracias a como ha ido jugando sus cartas, se ha convertido en primera ministra tras obtener el apoyo de algo más de la mitad de los militantes conservadores. Su victoria estaba más o menos cantada desde hace un mes. No era ni de lejos la favorita entre los votantes, pero si entre la militancia, que le agradecía haber permanecido fiel a Boris hasta el último momento, cosa que no podían decir de Rishi Sunak, que abandonó el Gobierno a principios de julio tras el escándalo de Chris Pincher, un diputado envuelto en un caso de acoso sexual que dio la puntilla a Boris Johnson.
Truss se había hecho muy popular en los últimos años. Theresa May la nombró en 2017 secretaria del Tesoro y luego, ya con Boris Johnson, se convirtió en ministra de Exteriores, una cartera en la que llevaba sólo un año, pero a la que le ha sacado el máximo partido viajando frenéticamente por el mundo para mostrarse ante el electorado como una confiable mujer de Estado. Antes de eso Truss había sido una ferviente partidaria de permanecer dentro de la Unión Europea y si nos vamos más atrás, mucho más atrás hasta mediados de los años noventa, cuando era una estudiante en la universidad de Oxford, nos la encontramos en las juventudes del partido liberal-demócrata maldiciendo del thatcherismo.
Liz Truss es, en cierto modo, una contorsionista con una ambición desmedida. Toma la temperatura ambiente y en función de ella se viste. A pesar de sus orígenes liberal-demócratas hoy dice ser más conservadora que nadie y, aunque apoyó con convicción la permanencia en la Unión Europea, hoy defiende el Brexit con uñas y dientes. Lo que si ha mantenido durante toda su vida adulta es cierta fe en el liberalismo económico. Siendo una niña se manifestaba contra Margaret Thatcher, pero luego, ya en la universidad se persuadió de las bondades del libre mercado y las sociedades abiertas. Hace justo diez años, en septiembre de 2012, fue la coautora junto a un grupo de jóvenes reformistas conservadores de un libro que dio mucho que hablar. Se titulaba Britannia unchained (Britania desencadenada) en el que abogaban por llevar a cabo una nueva revolución liberal en el Reino Unido que desatase todas las capacidades del país.
Todos serían ministros años después con Boris Johnson, que apadrinó a estos jóvenes reformadores dándoles espacio y tomando sus ideas como propias
Poca atención se ha prestado a ese libro y a esos autores. Parte de la historia política del Reino en la última década se resume en la presentación que la editorial Palgrave Macmillan realizó en Londres. Allí estaban sus cinco autores: Kwasi Kwarteng, Dominic Raab, Chris Skidmore, Priti Patel y Elizabeth Truss. Todos serían ministros años después con Boris Johnson, que apadrinó a estos jóvenes reformadores dándoles espacio y tomando sus ideas como propias. Conceptos que luego se debatirían a fondo como el de Singapore-on-Thames o el de emular las reformas australianas nacieron en este libro.
En aquel momento que cualquiera de ellos llegase al 10 de Downing Street parecía una quimera. Eran diputados jóvenes recién elegidos y David Cameron acababa de llegar. El propio Cameron se distanció del libro ante las críticas del partido laborista y los sindicatos. Los cinco de Britania desencadenad se establecieron como una corriente de pensamiento dentro del partido y cuatro años más tarde todo enloqueció en el Reino Unido con el referéndum del Brexit. Aquella sacudida dio alas a aventureros más o menos desideologizados como Boris Johnson y una oportunidad a los jóvenes reformistas.
Tanto Truss como Sunak no han discutido sobre el Brexit, algo que se da por hecho y que no tiene vuelta atrás, sino sobre qué hacer con el país en un momento especialmente crítico como el actual
El Brexit como toda revolución que se precie ha terminado devorando a sus propios hijos. Primero cayó Cameron y luego Johnson, dos antiguos compañeros de Eton que jugaron a aprendices de brujo y la pócima les terminó estallando en la cara. Era cuestión de tiempo que el desaguisado que perpetraron entre los dos lo heredase una nueva generación de políticos conservadores. Los que mejor posicionados estaban era esos jóvenes sobre los que Johnson se había apoyado nada más llegar al poder en 2019. Eso mismo es lo que se ha podido comprobar en las primarias de este año. Tanto Truss como Sunak no han discutido sobre el Brexit, algo que se da por hecho y que no tiene vuelta atrás, sino sobre qué hacer con el país en un momento especialmente crítico como el actual.
En cierta medida el Reino Unido se encuentra en una encrucijada parecida a la de finales de los años 70, cuando Thatcher llegó al poder en medio de una ola de descontento. Los británicos no han olvidado lo que pasó entonces y cómo el país renació de sus cenizas. Hasta hace unos años podían recostarse sobre la autocomplacencia y decir que la culpa de todo era de la Unión Europea. Hoy ya no existe esa vía de escape. Si la inflación está por las nubes, los salarios reales se han desplomado y la clase media batalla para llegar a fin de mes no se debe a oscuras maquinaciones antibritánicas de los burócratas de Bruselas, sino a los errores que sus dirigentes han ido encadenando. Los debates de las primarias entre los dos candidatos giraron en torno a dos preguntas: ¿qué hemos hecho mal y cómo podemos corregir el tiro?
Truss propone una receta thatcherista de recortes de impuestos y eliminación de regulaciones que ella considera innecesarias y perjudiciales
Tanto Truss como Sunak ofrecían soluciones de mercado, lo cual, para qué engañarnos, era muy refrescante en un momento en el que en el resto del mundo todo pasa por más impuestos, más intervención y más regulaciones. El plan de Truss era mucho más ambicioso y seguramente también más difícil de llevar a término. Truss propone una receta thatcherista de recortes de impuestos y eliminación de regulaciones que ella considera innecesarias y perjudiciales. Quiere crear áreas fiscales especiales para incentivar la inversión, dejar el impuesto de sociedades en el 19% y suprimir todos los impuestos sobre las nóminas que Sunak como ministro de hacienda había ido aplicando conforme la crisis arreciaba.
En una situación tan comprometida como la actual cualquier bajada de impuestos tendrá como consecuencia inevitable un aumento del déficit público. Truss cuenta con ello arguyendo en su descargo que el crecimiento económico lo compensará sobradamente. Sólo esto supone ya una importante ruptura con respecto a los últimos doce años de Gobierno conservador. Truss insiste en que los problemas económicos del país los resolverá el crecimiento, no la redistribución de una riqueza menguante. Para crecer es necesario ponérselo fácil a las empresas y a quienes quieren emprender que son, en última instancia, los que crearán empleo y nueva riqueza.
Presentar sin sonrojarse un programa semejante ya es algo notable. Desde tiempos de Thatcher pocos en el Reino Unido habían hablado tan claro y con tanta confianza como Liz Truss. Tiene su hoja de ruta y ha prometido cumplirla pase lo que pase. El tiempo no juega a su favor. Llega en un momento delicado con un relevo en Buckingham Palace, el primero desde la inmediata posguerra, y para colmo de males ha pasado ya el ecuador de la legislatura, que concluirá a finales de 2024. Dispone de poco más de dos años para poner en marcha su plan y que ese plan dé frutos. No todo va a depender de ella. La recesión global ya es un hecho, la inflación no parece que vaya a amainar a corto plazo y este invierno podría ser catastrófico en el apartado energético.
Tendrá que acometer un formidable recorte del gasto público, algo que no es muy bienvenido especialmente entre quienes viven de él. Podría encontrase ante lo mismo que tuvo que padecer Thatcher
Truss se inclina por poner topes en el precio de la energía, pero eso sería un error. Una vez puestos son difíciles de quitar y distorsionan la oferta y la demanda. La menos mala entre las malas medidas a corto plazo es un programa de ayudas a los hogares más expuestos y a las pequeñas empresas que tendría un coste limitado y no distorsionaría el mercado. Más a largo plazo, si Truss quiere que el gas baje de precio tiene que extraerlo de su propio país tanto de los yacimientos del mar del Norte como mediante técnicas de fracturación hidráulica. Eso, obviamente, implica olvidarse del objetivo de cero emisiones que fijó Boris Johnson de forma un tanto irresponsable.
Bajar los impuestos y eliminar regulaciones dañinas es un buen comienzo, pero el Reino Unido necesita una reforma más profunda para eliminar una miríada de incentivos que retraen la inversión y complican la creación de empleo. Tendrá, además, que acometer un formidable recorte del gasto público, algo que no es muy bienvenido, especialmente entre quienes viven de él. Podría encontrase ante lo mismo que tuvo que padecer Thatcher a principios de los ochenta, una ola de manifestaciones que vayan erosionándola poco a poco y la obliguen a ir rebajando sus objetivos en aras de la tranquilidad. Por ahora todo lo que podemos es desear suerte a la nueva primera ministra porque la va a necesitar.
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