El honorable Joaquim Torra i Pla, conocido por el común de los mortales como Quim Torra, presidente de la Generalitat de Cataluña, llegó puntual a la Ronda de San Pedro, en el Ensanche barcelonés, donde se alza la estatua de Rafael Casanova. Lo acompañaban algunos miembros de su equipo de gobierno. Había gente; tampoco tanta porque eran las nueve de la madrugada y llovía, pero había gente. Saludó el señor Torra a las autoridades. Presentaron armas los guardias engalanados. Sonó, bellamente orquestada, una grabación de Els segadors. Adoptaron los próceres aire grave e institucional. Depositó la ofrenda floral el señor Torra, junto a la peana de la estatua. Y entonces ocurrió algo no previsto: sonó como un cañón, a todo volumen, el himno nacional. El de España.
En los primeros momentos nadie supo de dónde venía la música. Nublóse la faz del president. Crispáronse los rostros de sus acompañantes. Desorbitáronse los ojos de unos cuantos, entre ellos los responsables de los Mossos d’Esquadra. E hicieron todos como que no pasaba nada, que es lo que se suele hacer en estos casos: dieron en cantar Els segadors como suelen; es decir, fatal, porque no todos los próceres tienen oído para la música y el himno, que es tan animoso como airado a pesar de estar compuesto el modo menor, les sale casi siempre como un gorigori desvaído, penitente, suspirabundo e invariablemente desafinado. Y si a eso le añaden ustedes que al mismo tiempo estaba sonando el otro himno, pues a ver cómo iban a pillar el tono sus excelencias. Imposible.
La gamberrada, porque eso es lo que era, la habían cometido unos jovenzanos a quienes, según propia confesión, se les ocurrió la idea un par de días atrás: alquilar una habitación de un hotel cercano (el NH Collection Barcelona Podium), alquilar también un equipo de música con una potencia capaz de tumbar a una manada de elefantes, y esperar el momento propicio. Fue lo que hicieron.
Las fuerzas del orden se movieron rápido: los del hotel cortaron la luz de todo el inmueble antes de que concluyese la grabación, que duraba cuatro minutos porque no era la oficial sino la "larga", la clásica, la que comienza con la orquesta en Do mayor, luego repite la melodía mucho más piano y más legato en Fa mayor y por fin vuelve a Do mayor con todos los platillos y los metales y tal. Al irse la luz, la música cesó, como es lógico. Fin de la gamberrada. Más o menos en ese momento concluía ante la estatua el gazmoño y deslavazado cántico de Els segadors. Alguien gritó: "Visca Catalunya!" Y ahí fue donde el señor Torra resucitó por fin, recuperados el resuello, el denuedo y las ganas de ser feliz, y vació los pulmones con tan tronante "Lliure" que parecía que había visto a Dios asomando por entre los nublos que regalaban la lluvia.
El uso de los símbolos
Yo debería escribir aquí que las gamberradas no están bien. Que fue una falta de respeto a una tradición muy antigua, aunque el señor Rafael Casanova no fuese ni muchísimo menos el héroe que los nacionalistas catalanes suelen repetir que fue. Yo debería denostar seriamente a los gamberros del hotel y darle otra vuelta al cuentito (absolutamente cierto) de que el uso perverso de los símbolos es muy peligroso, porque atiza las más profundas emociones que hay en el ser humano y eso jamás acaba bien. Yo debería estar ahora seriamente disgustado porque se haya usado el himno nacional de mi país para provocar a ciudadanos que no piensan como los gamberros del altavoz.
¿Por qué no lo consigo? Vamos a ver: en ningún caso aplaudo ni comparto la gamberrada, eso que quede claro, pero ¿cómo es que no logro evitar que se me cuelgue de la cara una malévola sonrisa cuando veo el vídeo en internet? ¿Y por qué se me ocurre (lo confieso: no lo temo, solo lo pienso) que no soy, ni muchísimo menos, el único al que le pasa eso? Sé que debería ser ecuánime y escribir seriamente que me parece muy mal lo que ha pasado, pero ¿por qué no lo logro?
La consejera de Presidencia del gobierno del señor Torra, Meritxell Budó i Pla, decía, minutos después del combate musical, que le sabía mal que se rompa "el respeto que debe existir, en democracia, hacia todas las sensibilidades" y que están muy mal estos "actos incívicos, como es intentar boicotear con el himno de España, que es de…" (ahí la consejera paró a tiempo porque seguramente iba a decir "de todos"). "Y nos parece incívico y, la verdad, lamentable".
Esa tremenda y bien organizada silbatina al Rey, ¿es incívica, señora Budó, o es libertad de expresión?
Pues no sé yo si a la consejera le parecerá igual de incívico que miles de personas se preparen minuciosamente para pitar, silbar, chiflar y abuchear, por medios naturales y/o mecánicos, ese mismo himno de España cada vez que suena en un estadio de fútbol, y a ser posible en presencia del Rey Felipe VI. Esa tremenda y bien organizada silbatina, ¿es incívica, señora Budó, o es libertad de expresión? Y si lo es, ¿no lo será también lo que han hecho los gamberros del altavoz, que es exactamente lo mismo salvo por el número de provocadores?
Esta sonrisa sardónica que no logro quitar de mi cara es incívica, lo admito. Pero ¿es más o menos incívica, señora Budó, que la que exhibía el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, en el palco, junto al Rey, en aquella final de la Copa en la cual el himno de España fue pitado a conciencia por los indepes suyos de usted? El clamoroso descojone del molt honorable aquella tarde del 30 de mayo de 2015, en el Camp Nou, ¿era libertad de expresión o simple incivismo involuntario pero irreprimible, como me pasa a mí ahora, que no lo puedo remediar?
Lo que ocurre, señora Budó, es que ustedes, los indepes, llevan manipulando los símbolos (ojalá fuesen solo los símbolos) desde hace muchos años, impunemente, amparados y protegidos por el gobierno autonómico del que usted forma parte. Y no están acostumbrados a que les den tres tazas de su propio caldo, que es lo que han hecho los gamberros del hotel. Si lo de estos ha sido incívico, lo que hacen ustedes también lo es. Si lo que hacen ustedes constantemente es protesta legítima y pacífica, uso democrático de la libertad de expresión, pues los tíos del hotel hicieron lo mismo, señora mía. Ya no estoy tan seguro de que la libertad de expresión ampare la quema de numerosas banderas españolas en las calles de Barcelona, en la misma noche del día de autos. A lo mejor sí; pero el día en que ardan por ahí senyeras o esteladas, acto que suele ser prólogo de hechos mucho más lamentables, pues ni se le ocurra a usted hablar de incivismo ni de falta de respeto, porque habrá pasado lo del acto del día 11: que habrá quien haya decidido imitar lo que hacen ustedes.
Quedo a sus pies, señora Budó. Quizá algo incívicamente, lo admito, pero quedo.
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