Opinión

La dignidad del inocente

Tenía 40 años y hoy tiene 72. Ahmed Tommouhi, bereber de Nador, en el Rif marroquí, entró en la Modelo de Barcelona, cuando aún existía, el 14 de noviembre de 1991 acusado de violar a una joven de 14 años en Olesa de

Tenía 40 años y hoy tiene 72. Ahmed Tommouhi, bereber de Nador, en el Rif marroquí, entró en la Modelo de Barcelona, cuando aún existía, el 14 de noviembre de 1991 acusado de violar a una joven de 14 años en Olesa de Montserrat, donde no había estado nunca. Lo sacaron de la cárcel tras 15 años de condena porque hacía tiempo que se había descubierto al culpable, pero no acababan de encontrar la fórmula jurídica que le eximiera de la aberración judicial. En palabras llanas, lo habían metido en una celda carcelaria durante 5.465 días por un delito que no había cometido y cuya única prueba fue el reconocimiento de la víctima, Nuria. Para mayor escarnio, las más altas representaciones de nuestro intocable sistema de Justicia exigían de él que solicitara un indulto. Así acabaría todo, como alegó el cristianísimo fiscal, José María Mena, cuyas firmes creencias en las rutinarias absoluciones eclesiales del “ego te absolvo” no surtieron ningún efecto en el musulmán Ahmed Tommouhi. Ante el asombro institucional quiso dejar muy clara su dignidad: “Yo no puedo confesarme culpable para que me indulten de un delito que jamás he cometido. Soy inocente y con eso basta”.

Hay que empezar señalando que la única prueba contra Tommouhi fue el dedo de Nuria que le señaló en una rueda de reconocimiento. Muchos años después reconoció que se había equivocado y ahora “se alegra de corazón” de que al fin hayan sacado de la cárcel a quien ni conocía ni había visto en su vida, pero al que delató. No son las víctimas quienes deben buscar las pruebas; bastante tienen con el sufrimiento. Sin embargo a jueces y fiscales les bastó para romper la vida de un inocente

Pobre Tommouhi, tan desposeído de todo lo que no fuera su dignidad de persona. Había llegado a Cataluña buscando trabajo como albañil, sin hablar palabra de castellano ni menos aún de catalán. Dejaba una esposa en Nador que le había dado dos hijas y un varón. No la ha vuelto a ver nunca porque no quiere volver a su pueblo llevando el baldón de delincuente sexual rehabilitado.

El que hacía de pareja en la violación, Mounib, no aguantó la cárcel y falleció de infarto en su camastro. “Era sensible y nervioso”, dijo Tommouhi

Cuando le detuvieron había una ola de violaciones en Cataluña que por querencia de los investigadores se dirigieron sólo hacia los emigrantes musulmanes. El dedito acusador de Nuria también había indicado que eran dos y que hablaban en árabe. Pillaron a otro para rellenar la casilla, Abderrazak Mounib, un vendedor callejero, que debía pasar por allí; se conocieron en la celda de la Modelo. Pobres y “arabatas”, sin amigos ni redes familiares. Les cayeron veintipico años, según el código nunca escrito que aplican con rigor de infatuados jueces, implacablemente progresistas -en este caso lo eran todos-, ante la sensible opinión pública que abomina de los violadores que no se prestigian con el Marqués de Sade. El que hacía de pareja en la violación, Mounib, no aguantó la cárcel y falleció de infarto en su camastro. “Era sensible y nervioso”, dijo Tommouhi, para disculpar el desfallecimiento mortal de su compañero de prisión. Hay que estar hecho de una pasta especial, la de los hombres dignos, para aguantar hasta hoy sin ceder, ni pedir venganza, ni siquiera esa indemnización que cauteriza las heridas. 

Detrás de toda sentencia hay un ramillete de flores, como en las coronas de los desposeídos, que sólo huelen quienes tratan de cubrir al muerto desde la primera incriminación -un dedo que te señala- y una segunda, en este caso trascendental y que nos escuece porque tiene algo de chisme racial: la víctima-testigo Nuria oyó hablar a sus violadores “en árabe”. Metida en aquel trance podrían haberlo hecho en arameo que a la violada apenas le llamaría la atención.

Se trataba de un intocable profeta gitano de Sabadell, Antonio García Carbonell, evangélico en sus horas buenas, respetadísimo en su comunidad y con una lista de antecedentes delictivos casi bíblica

Pero a veces hay flores que llueven sobre el crimen violento. Un Guardia Civil joven y avispado, Reyes Benítez, detectó lo que los eminentes jueces y fiscales ni siquiera se tomaron la atención de seguir -¡tienen tanto trabajo y tan pocos medios!, alegan-. Las inclinaciones reiteradas por los tribunales de un delincuente habitual y notorio, no sólo en el ámbito sexual, coincidían con la violación de Nuria. Además, no dejaban de tener un cierto parecido físico, que se apresuraron a señalar las autoridades implicadas. Gracias a unos toques de Photoshop casi parecían gemelos, como si eso justificara la desidia institucional. Se trataba de un intocable profeta gitano de Sabadell, Antonio García Carbonell, evangélico en sus horas buenas, respetadísimo en su comunidad y con una lista de antecedentes delictivos casi bíblica. Padre de 11 hijos y con irresistibles tentaciones hacia la violación. Su abogado, otra eminencia legal y racial, dijo en su descargo que la violación “está taxativamente prohibida entre gitanos…por  lo que es psicológicamente inverosímil” que él cometiera el delito.

Y el embrollo de la acusación sin pruebas a Tommouhi se resolvió de un tirón con sólo analizar el semen de la violación, que era de García Carbonell, y que los eminentes juristas de entonces, encabezados por la actual Ministra del Ejército, Margarita Robles, y el magistrado Gerard Thomas, hoy columnista ministrable de “El País”, no se tomaron la molestia de comprobar. Pero lo cómico dentro del patetismo de la historia es que García Carbonell y su cómplice violador -se sabe científicamente que se trata un familiar- del que se ha negado a dar el nombre, hablaban “caló”, la lengua gitana que probablemente la victima Nuria no había escuchado en su vida, y como todo lo raro pasa por dialectos árabes, en este caso “rifeño”, ahí quedó para consagración del Tribunal de Justicia.

Le cayeron más de 200 años de condena, pero gracias entre otras cosas a la utilización de la Doctrina Parot sobre delitos terroristas, ya está en libertad

García Carbonell, el delincuente gitano, se presentó ante los tribunales disfrazado de santón: delgadez estoica, melena hasta la cintura y enarbolando en la mano la Biblia como muestra de santidad mesiánica. Le cayeron más de 200 años de condena, pero gracias entre otras cosas a la utilización de la Doctrina Parot sobre delitos terroristas, ya está en libertad. Su pariente criminal, sin descubrir, y Ahmed Tommouhi esperando que la señora Margarita Robles reconozca que lo suyo fue una vergüenza magistral. “Todas mis sentencias se ajustan a derecho”, apostilló en forma de sargento chusquero.

No es justicia poética el elogio que merece el periodista Braulio García Jaén, que siguió el caso durante años y al que la ciudadanía, y éste que escribe esta sabatina, le deben los restos de dignidad profesional que sobreviven. “Hay una verdad periodística y otra jurídica”, zanjó el magistrado progresista del caso, Gerard Thomas. Quizá sea éste el axioma que marca nuestro tiempo. La verdad a gusto de quien domine el discurso.

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