Pedro Sánchez ha despenalizado el delito que cometieron quienes le hicieron presidente del Gobierno. Oriol Junqueras, el coautor y verdadero líder que en 2017 decidió ir hasta el final con la subversión, que tuvo conatos de iniciar un enfrentamiento civil, podrá presentarse a las elecciones de 2023 como una especie de osito-siniestro-Mandela que hace campaña con Otegui.
Pero esta despenalización de los delitos que cometen quienes están en el poder también beneficia a todos los demás involucrados en el golpe del 2017, incluyendo al prófugo Carles Puigdemont, afincado en Bélgica, paraíso democrático europeo al que nos exhortan a parecernos los políticos y periodistas de aquí. El descontento que pueda mostrar esa facción del psiquiátrico golpista de Junts sólo es para restar protagonismo a su segundo archienemigo, la Esquerra Republicana, ante ese electorado con problemas de percepción de la realidad que ambos comparten. Cuando Pedro Sánchez prometió durante la campaña electoral que si ganaba las elecciones traería de vuelta a España a Puigdemont, muchos no se imaginaban que lo traería casi libre, atraído por lo que sería un teatral juicio —de tribunal escogido pactado con el PP— por mero desorden público e indulto previamente acordado.
Este escándalo no es más que el siguiente paso natural, otro más, tras introducir en la dirección del Estado a los que dieron un golpe contra él. Es la coherente y lógica consecuencia de lo que ocurrió en 2018. Pedro Sánchez no hace un Código Penal a la carta de los delincuentes porque esté obligado por sus socios, ni para que le aprueben unos presupuestos que fácilmente podría prorrogar unos meses hasta las elecciones. El problema no está en la compañía legislativa del PSOE, sino en el PSOE. La despenalización de la sedición forma parte del proyecto socialista de debilitamiento de las instituciones, pero especialmente de la nación, como condición necesaria para ejercer un poder sin control y sin consecuencias en un sistema destruido y desvirtuado.
En 2004 pudo iniciarse el camino de destrucción del sistema, que implosionó sin remedio en 2017 con la reacción meramente judicializada y no política por parte del Estado
La eliminación del Estado como defensor de la nación pretende crear un nuevo sistema fragmentado, fácil de controlar desde arriba y despiadado contra el ciudadano al que hay que expoliar y manejar desde instituciones corruptas. El sistema presentaba fallos estructurales en origen con la Constitución del ´78. Gracias a ellos, en 2004 pudo iniciarse el camino de destrucción del sistema, que implosionó sin remedio en 2017 con la reacción meramente judicializada y no política por parte del Estado, dirigido por el rajoyismo al que muchos anhelan volver. Esta situación de derribo de un sistema democrático moribundo que nadie quiso reconocer, permitió que en el 2020, con el Estado covid, se pudiese iniciar el nuevo sistema de poder. Alejado de todo valor ético reconocido hasta ahora, de toda norma que no sirva al proyecto de sumisión de los españoles, adormeciéndoles y aterrorizándoles desde medios con el “temible populismo”, no sea que un día se quieran defender.
Sin todos esos pasos previos, incluyendo la era de corrupción, no sólo institucional, de Felipe González, quien instauró la dependencia del Poder Judicial y ganaba elecciones, no se hubiese llegado hasta aquí. Cansa ver el asombro que causan en los medios los sucesivos desplazamientos de las líneas democráticas hacia un vertedero de poder impune y corrupto, como fuese el primero que ven, como si fuese algo aislado producto de un error personal del Gobierno que se aleja de la verdadera izquierda.
La absurda esperanza de la oposición es que el Código Penal entre en el mismo juego desquiciado que las Leyes educativas, cambiantes tras unas elecciones que cambien el Gobierno manteniendo el poso nuclear de degradación instaurado por el gobierno socialista. Lo justifican “porque es la ley”.
La izquierda es la dueña de la transformación social no sólo porque tenga los medios, sino porque tiene una agenda, un proyecto de poder claro hacia el que avanza a distinta velocidad, pero sin detenerse. La oposición sólo tiene miedo y una vulgar ambición de sillón personal.
Viendo el comportamiento del PP comprobamos que el verdadero problema de España no es que tras unas elecciones generales no llegue a haber un cambio de Gobierno, sino que de producirse sea irrelevante para los españoles. El problema no es legal, ni siquiera meramente moral, sino de poder, de sistema, de nación sin herramientas para defenderse.
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