El discurso de Navidad del Rey constituye, desde mi punto de vista, aparte de un realce de los valores de España como nación, un acertadísimo alegato a favor de esa idea doble que defendemos muchos: no hay democracia sin ley y no hay progreso económico y vital sin instituciones que lo encaucen.
Dice el Rey: “Las dificultades económicas y sociales que afectan a la vida diaria de muchos españoles son una preocupación para todos. Una preocupación que se manifiesta, especialmente, en relación con el empleo, la sanidad, la calidad de la educación, el precio de los servicios básicos. Desde luego también con la inaceptable violencia contra la mujer o, en el caso de los jóvenes, con el acceso a la vivienda. Así pues, son muchas las cuestiones concretas que me gustaría abordar con vosotros hoy, si bien esta noche quiero centrarme en otras que también tienen mucho que ver con el desarrollo de nuestra vida colectiva. Es a la Constitución y a España a lo que me quiero referir.”
Es decir: “Los problemas son reales e importantes, pero no se pueden resolver sin respetar las normas e instituciones”. La proposición de que no hay democracia sin ley se contiene en la referencia a la Constitución y la doy por supuesta por repetida en muchos de mis artículos: su negación es el populismo. Pero la segunda proposición –una visión institucionalista de la realidad política- es muy relevante y está mucho menos tratada.
El Rey señala: “Para abordar ese futuro, todas las instituciones del Estado tenemos el deber de conducirnos con la mayor responsabilidad y procurar siempre los intereses generales de todos los españoles con lealtad a la Constitución. Cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala.
Debemos respetar también a las demás instituciones en el ejercicio de sus propias competencias y contribuir mutuamente a su fortalecimiento y a su prestigio. Y finalmente debemos velar siempre por el buen nombre, la dignidad y el respeto a nuestro país”.
Esta visión institucionalista de la realidad política no es la única que se puede tener, por supuesto. Hay otras, como la behaviorista (Laswell), que pone su objetivo en la conducta de los sujetos políticos y en las luchas del poder y, desde luego, en este momento particular de nuestra historia el talante y actitud de algunos de nuestros dirigentes explica muchos de los acontecimientos desgraciados de nuestra política reciente. La Teoría de la Elección Racional (Shumpeter) propone que el comportamiento de los políticos y de los electores se debe estudiar sobre la base de sus motivaciones e intereses personales y no de la retórica del interés general (por ejemplo, impedir que “la derecha y la ultraderecha” lleguen al poder).
Los países fracasan cuando tienen instituciones económicas extractivas apoyadas en instituciones políticas extractivas que impiden o bloquean el crecimiento económico
Pero la teoría institucionalista (Douglas North) considera que las instituciones priman o penalizan unos comportamientos frente a otros. Es decir, las reglas de juego de una sociedad (los constreñimientos formales o informales diseñados para moldear la interacción humana) estructuran los incentivos de los intercambios políticos, sociales o económicos. Más recientemente, Acemoglu y Robinson, como he comentado en otro lugar, insisten en la importancia de esta idea, señalando que la razón de las desigualdades entre naciones es el proceso político, porque éste determina bajo qué instituciones económicas se vivirá, al influir en el comportamiento de los sujetos y sus incentivos: si las instituciones son inclusivas –garantizan la participación y el mérito- posibilitarán y fomentarán la participación de la mayoría de las personas en actividades en las que aprovechan mejor su talento y habilidades y eso aumentará la productividad y la prosperidad y las oportunidades económicas para la mayoría, no sólo para la élite. Instituciones extractivas son las que, en cambio, tienen como fin extraer rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto, las elites extractivas, mediante monopolios y restricciones de entrada. En conclusión, los países fracasan cuando tienen instituciones económicas extractivas apoyadas en instituciones políticas extractivas que impiden o bloquean el crecimiento económico, lo que Shumpeter denominó “destrucción creativa”, la sustitución de lo viejo por lo nuevo.
Por eso insiste el Rey que las instituciones deben ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala, porque nuestra Constitución es inclusiva y permite el desarrollo y el aprovechamiento del talento, e impide, rectamente interpretada, las veleidades de personas o grupos que actúan en busca de su interés presuntamente racional.
El discurso del Rey pone el dedo en la llaga en un punto clave: el respeto a la ley y a las instituciones no es simplemente algo obligado, sino algo conveniente para la prosperidad y el desarrollo
Recientemente Luis Garicano y Fernández Villaverde han puesto de relieve en sendos artículos la caída de la calidad institucional en España relacionándola con la idea de moda del pensamiento de suma cero, propio de las sociedades agrícolas y subdesarrolladas, que considera que cualquier ganancia personal implica la pérdida de otro en la misma proporción, porque la producción total era constante y limitada. Pero, en una sociedad desarrollada, la riqueza genera riqueza y la mentalidad de suma cero solo produce estancamiento y confrontación y la consecuente búsqueda de control de las instituciones para lograr que sean extractivas a favor de quienes las controlan, a lo que quizá estamos demasiado acostumbrados por haber sido siempre una economía muy dependiente del Estado o como dice Jiménez Asensio en su imprescindible y reciente libro Instituciones rotas, porque en España ha cristalizado un “Estado clientelar de partidos” en el que las instituciones están escasamente legitimadas y no se respeta a la autoridad.
El discurso del Rey pone el dedo en la llaga en un punto clave: el respeto a la ley y a las instituciones no es simplemente algo obligado, sino algo conveniente para la prosperidad y el desarrollo, porque su mal funcionamiento conduce a que la mentalidad de “suma cero” se convierta, como profecía autocumplida, en estancamiento y pobreza.
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