La presentación de España, terra incognita (Ed. Almuzara), el libro más reciente de José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu, fue un acontecimiento. Una apoteosis. Yo no recuerdo semejante multitud en la presentación de un libro desde que empecé a acudir a ellas, hace más de treinta años. Margallo y Eguidazu no es que llenaran el auditorio de la Fundación Rafael del Pino, el pasado martes 2; es que una gran cantidad de gente se quedó de pie por los pasillos y hubo muchas personas que no pudieron entrar, a pesar de tener invitación. Y quizá lo más importante: el acto se ha descrito como un “aquelarre de la derecha”. No es verdad. Había gente de todos los colores políticos inventados y de bastantes por inventar.
Todas las intervenciones fueron interesantes, incluida la de Núñez Feijóo, que cerró el encuentro con un discurso en el que apenas se refirió al libro: podría haber dicho lo mismo en cualquier otro sitio. Pero hubo una, la primera de todas, que a mí me interesó especialmente: la de Nicolás Redondo Terreros, antiguo secretario general del PSOE vasco, hoy expulsado del partido por no estar de acuerdo con Pedro Sánchez… y decirlo.
Redondo dijo muchas cosas. Que no debíamos tener dudas de que habrá un referéndum “legal” de autodeterminación en Cataluña. Que las soluciones a los problemas nunca vienen de los extremos sino del espacio político central. Que las victorias nunca son definitivas, al menos en política (paráfrasis de Churchill: “El éxito nunca es definitivo y el fracaso no es letal; lo que importa es la voluntad de seguir”). Y de pronto citó al gran pensador francés George Steiner, fallecido hace muy pocos años. Habló de lo que el filósofo llamaba l’ennui, el aburrimiento. Y decía que eso, en las sociedades humanas, puede llevar a unos a la resignación y a otros a buscar lo que Redondo llamó “emociones fuertes”, y puso en ese fenómeno el germen infeccioso de los populismos, desde Demóstenes para acá.
Aquel largo aburrimiento del siglo XIX concluyó cuando los europeos decidieron dejar de aburrirse, buscaron emociones fuertes y montaron la Primera Guerra Mundial, de la que derivó la segunda, y además el fascismo y el comunismo
Es exactamente así. Steiner, que habló sobre el aburrimiento en su libro El castillo de Barba Azul, sin duda estaba pensando en algunos ilustres compatriotas suyos del siglo anterior. Théophile Gautier, el poeta parnasiano y romántico, dijo que “Antes la barbarie que el aburrimiento”. Otro poeta de mucho fuste, Baudelaire, dijo que “el aburrimiento es un desierto y en él incluso el horror puede convertirse en un oasis”. Eso demuestra que el Señor, en su infinita misericordia, repartió con generosidad a los intelectuales franceses la capacidad de decir soberanas gilipolleces: como establece Steiner, aquel largo aburrimiento del siglo XIX concluyó cuando los europeos decidieron dejar de aburrirse, buscaron emociones fuertes y montaron la Primera Guerra Mundial, de la que derivó la segunda, y además el fascismo y el comunismo. Como mínimo, cien millones de muertos. Espeluznante manera de demostrar que, entre el aburrimiento y el horror, es mucho peor el horror.
En su más conocido poema, Esperando a los bárbaros, Kavafis concluye con un verso tremendo: “Quizá los bárbaros fuesen una solución, después de todo”. Sí, es cierto que lo eran; pero sobre todo para los propios bárbaros, que pasarían a cuchillo a quienes se les antojase, como acabaron haciendo al tomar Constantinopla en 1453. De nuevo, Churchill decía, en su frase más citada, que la democracia consiste en que, si suena el timbre de la puerta a las cinco de la mañana, tienes la certeza de que es el lechero. La democracia, entre sus innumerables defectos, tiene la virtud de que es aburrida. Vean ustedes, si no, Suiza. Es el pueblo menos épico de Europa. La última vez que estuvieron en guerra, si no me falla la memoria, fue hace algo más de dos siglos, cuando la ciudad de Basilea pretendió separarse del resto del cantón de Basilea. Fue una guerra diminuta, con unas pocas decenas de muertos. Desde entonces, Suiza es uno de los países más fiables, prósperos, pacíficos y ricos del mundo. No les preocupa en absoluto su aburrimiento, si es que lo tienen.
Volvamos a Nicolás Redondo y a Steiner. ¿El aburrimiento provoca resignación? Pues es muy posible: el tedio, por lo menos, deviene comúnmente en rutina. ¿Y provoca la búsqueda de emociones fuertes, de bárbaros, de soluciones drásticas que casi nunca solucionan nada sino todo lo contrario? Eso sin duda. Pero los verdaderos terremotos necesitan casi siempre el “acompañamiento” de una crisis económica grave que empuje a los resignados a apoyar soluciones bárbaras; siempre en la creencia de que esos bárbaros les defenderán a ellos, que mantendrán –como mínimo– su estilo de vida, su confortabilidad, su rutina.
Ahí el profeta absoluto es Silvio Berlusconi. Durante al menos dos décadas impulsó en su país (luego en el nuestro, aunque también en otros) la creación de cadenas televisivas que tenían mucho éxito porque para deglutir sus contenidos no hacía falta pensar
Eso fue lo que pasó en los prolegómenos de 1914, cuando comenzó la primera gran guerra europea. Eso fue lo que dio origen al fascismo y al nazismo: los conservadores creyeron que podrían dominar, al menos sujetar al monstruo que acabó devorándolos. Ese fue el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Una crisis económica con la manipulación de los opulentos “aburridos” por Artur Mas fue –lo decía Eguidazu en la presentación del libro– lo que desató el procès secesionista catalán, con todo lo que ha traído después. Ese procès secesionista es el origen directo de la eclosión de la extrema derecha española, lo mismo que el auge de la ultraderecha europea y americana cabalga a lomos de la catástrofe económica de 2008. Igual que el rápido (pero efímero) ascenso de nuestro populismo de izquierdas, que nace con los “indignados” de 2011 (con el país azotado por la crisis) y que tres años después cristaliza en el hoy declinante Podemos y sus variantes posteriores. Da lo mismo que lo llamemos fascismo, totalitarismo, populismo o lo que prefiramos: son los aburridos, luego resignados, por últimos partidarios de falsas “soluciones” enloquecidas que solo son buenas para tener éxito en twitter, pero no para que a las cinco de la mañana llame a la puerta el lechero. Y solo el lechero.
Pero hay algo que nadie dijo en la presentación del libro de Margallo-Eguidazu: lo fácil, y lo útil, que resulta la fabricación deliberada de aburridos que, hábilmente manipulados, acabarán votando a salvapatrias. Y ahí el profeta absoluto es Silvio Berlusconi. Durante al menos dos décadas impulsó en su país (luego en el nuestro, aunque también en otros) la creación de cadenas televisivas que tenían mucho éxito porque para deglutir sus contenidos no hacía falta pensar. Bastaba estar tirado en el sofá viendo sandeces y concursitos en los que quien ganaba no era el mejor o el más listo o el que más sabía, sino el más chusco o gracioso. El que más gritaba, el que decía la burrada más gorda.
No resultó nada difícil trasladar esa sensación (porque no es más que una sensación) a la preferencia política. Los millones de aburridos y/o resignados, atontolinados por las televisiones lobotomizantes de Berlusconi, empezaron a apoyar con sorprendente fidelidad a los candidatos que hoy llamamos “populistas”: los que más chillaban, los que ofrecían mentirosas soluciones fáciles a problemas que no lo eran en absoluto, los que invitaban a no reflexionar, a no meditar, a no buscar al mejor sino al más chistoso o chocante. Al que decía lo que nadie más se atrevía a decir… sin duda porque era un disparate.
Los bárbaros no son la solución
Ese inmenso grupo, el de los aburridos creados o manipulados a los que se ha acostumbrado a no pensar, fue el cimiento del éxito del propio Berlusconi como político, el “protopopulista” del cambio de milenio. Ese es el fundamento de Meloni. Eso es la Chega portuguesa. Eso, si añadimos el miedo al inmigrante, es lo que está detrás de Le Pen y de la AfD alemana. Y ese es el Mordor en que habita Abascal, esa lumbrera que insulta a la universidad de Harvard porque es una fábrica de comisarios políticos comunistas. Como la de Salamanca. Y como la de Bolonia. Hace falta valor, ¿eh?
El aburrimiento es preferible al horror, eso sin la menor duda. Los bárbaros no son jamás una solución, por más que lo dijera Kavafis. Pero hay que procurar no desconectar el cerebro (ni abdicar la dignidad) mientras uno vive plácidamente, aunque quizá no se dé cuenta: de eso se aprovechan los salvapatrias desde hace dos milenios y medio. ¿Y cómo se hace eso? De momento, lo más sensato puede ser leer el libro de Margallo y Eguidazu. Es una cura eficacísima contra la manipulación y la estupidez.
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