Opinión

Disolver el pueblo y elegir otro

En junio de 1953, la calle Leipziger fue el centro de un levantamiento nacional contra el gobierno comunista de la República Democrática Alemana (DDR). El descontento general con las condiciones económicas y políticas alcanzó un punto

En junio de 1953, la calle Leipziger fue el centro de un levantamiento nacional contra el gobierno comunista de la República Democrática Alemana (DDR). El descontento general con las condiciones económicas y políticas alcanzó un punto crítico cuando trabajadores de la construcción, los tradicionales héroes proletarios de la mitología soviética, se declararon en huelga por verse obligados a trabajar más horas por el mismo salario.

El 16 de junio, los obreros marcharon hacia la Casa de los Ministerios, por entonces sede del gobierno en Berlín Oriental. Allí, pidieron hablar con el presidente, Otto Grotewohl, y con el secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, Walter Ulbricht. Ambos jerarcas se negaron a recibirlos y la multitud exigió la disolución del gobierno y una convocatoria a elecciones libres. Las emisoras de radio occidentales difundieron la noticia por todo el país. A la mañana siguiente una ola de manifestaciones cubrió Alemania del Este. Las oficinas del partido y las tiendas estatales fueron atacadas. En el paraíso comunista la realidad irrumpía por la ventana.

La aristocracia marxista-leninista estaba en problemas. La gente vivía insatisfecha y en estado de irritación permanente, a pesar de los denodados esfuerzos de las autoridades para presentar una realidad atroz como el mejor de los mundos posibles, y el horror como virtud. Con la nomenklatura superada y la policía desbordada el comandante militar soviético declaró el estado de emergencia. Los tanques tomaron la palabra.

El presidente avanza conforme a un principio cinético elemental: no se debe activar el freno de emergencia si no hay fuerza en sentido contrario capaz de detener la marcha

Épica y melodrama son las principales fuentes proveedoras de materia prima a la insustancial palabrería del burócrata de Estado, electo, selecto, oficial o adversario. Gobierno, oposiciones y la industria de la noticia degradan la política a la categoría de culebrón fraccionado en episodios semanales. España no es pionera en la materia pero hoy se apunta entre las grandes naciones que animan el pelotón de punta.

El líder supremo ibérico ha publicado una misiva con título pretencioso: Carta a la ciudadanía. Su contenido es irrelevante, otro regate vanidoso de alguien a quien se le permite hacer cualquier cosa en cualquier momento. El presidente avanza conforme a un principio cinético elemental: no se debe activar el freno de emergencia si no hay fuerza en sentido contrario capaz de detener la marcha. La mención de su nombre miles de veces por día genera audiencia, clicks y followers, a propios y a extraños. Al gran conductor el exceso no le molesta. Por el contrario, lo estimula y propulsa aunque no sin un dejo de tristeza. Íntimamente siente que ninguno de los cincuenta millones de españoles está a la altura de sus destrezas de estadista. Nadie le entiende. El pueblo es un caso perdido, nunca podrá estar a la altura de su líder. La gente desobedece y no comprende, se dice a sí mismo, resignado, triste, sufriente, dolorido, en la insoportable soledad del poder.

Así fue como durante cinco días de profundas flexiones y reflexiones, casi media docena podría decirse, el jefe, padre, tutor y encargado de las masas se autosometió a un doloroso retiro espiritual especialmente dedicado al ciudadano de a pie, aquel a quien el partido socialista, y obrero por sobre todas las cosas, cuida, educa y da de comer en la boca. Las masas -entidad amorfa pero también imaginaria, conglomerado siempre presto a someterse a procesos de manipulación cerebral- entendieron la señal, el mensaje en código morse, las luces de bengala que el Señor lanzaba desde el palacio. Y colmaron calles, y desbordaron avenidas y abarrotaron plazas y dieron color y vida a un operativo clamor que no se veía desde los tiempos de un tal Juan Perón en el Río de la Plata. La operación “Apoteosis” se consumaba con furor y fulgor.

Como acontece a menudo por las mañanas, la oposición no tiene ganas pero tampoco hace fuerza. Están demasiado cómodos, excesivamente satisfechos consigo mismos y con el confort pagado por otros

Como suele suceder, luego de intensos meneos y sacudidas mutuas, los egos fatuos de los protagonistas de los grandes temas nacionales se sacian y se calman. Multitudes perezosas, condenadas por propia desidia a una vida inerte, se refugian en la rutina narcótica y eluden el mandato imperativo de mirarse al espejo: azotan pantallas de teléfonos y navegan los hipnóticos meandros de las plataformas de entretenimientos, vanos océanos metamórficos colmados de trastos que jamás serán usados. Mientras tanto, más allá de la galaxia Amanita Muscaria, quienes trabajan doce horas por día seis días a la semana no pueden darse el lujo de tragar la píldora azul. Como acontece a menudo por las mañanas, la oposición no tiene ganas pero tampoco hace fuerza. Están demasiado cómodos, excesivamente satisfechos consigo mismos y con el confort pagado por otros.

Los más conspicuos barones del colectivismo occidental anhelan -ensayando alambicadas circunvalaciones y practicando acrobáticas derivas- un modelo de sociedad no imaginada ni por los más consagrados autores del Teatro del Absurdo. Aspiran a que el homicidio sea declarado una enfermedad social, prescriben el retorno a un paraíso ácido en donde todo brota de una especie arbórea (Status Marchitus), proponen con énfasis imperativo la disolución de las fuerzas de seguridad, abogan por la liberación de asesinos y violadores, promueven la inmigración ilegal irrestricta y alientan el encarcelamiento de quienes tienen el atrevimiento de hacer cumplir la letra de la constitución.

El racismo, la xenofobia, la discriminación y el nacionalismo siempre son ejercidos por quienes consideran que un totalitario artificio colectivo -Estado, país, nación, pueblo- debe ejercer supremacía abrumadora sobre el individuo. En síntesis y a regañadientes, la izquierda, en la acepción más francesa, nocturna y promiscua de la palabra.

La máxima teoría conspirativa afirma que las autoridades cuidan al ciudadano. 'Con el sudor de vuestra frente comeremos de vuestra despensa', es la consigna del moderno oligarca

En el mejor de los casos, las cosas no mejorarán. El desarreglo, creado por una combinación de abandono y corrupción es global y seguramente irreversible. Un microbio desnudó a los gobernantes y los exhibió como lo que siempre fueron, aunque de modo inexplicablemente imperceptible para la vasta mayoría: una comunidad de simuladores viviendo a costa de quienes deberían servir. No se trata de un complot imaginario. Por el contrario, la máxima teoría conspirativa afirma que las autoridades cuidan al ciudadano. Con el sudor de vuestra frente comeremos de vuestra despensa, es la consigna del moderno oligarca.

No deberíamos preocuparnos. Por el momento no están dadas las condiciones objetivas para que el líder permita a los tanques rodar por el Paseo de la Castellana. En su lugar, Sánchez, hombre pragmático si los hay, debería calmarse, hacer ejercicios respiratorios y leer a Bertolt Brecht.

En 1953 los muertos se contaron por centenas. Miles fueron torturados, encarcelados y sentenciados a una sumatoria de condenas equivalente a más de 5.000 años de prisión. Fue entonces cuando Brecht escribió la pieza Die Lösung (La Solución). En clave satírica propuso terminar de una vez y para siempre con el conflicto social, azote crónico cuya causa, todo el mundo lo sabe, es una ciudadanía incompetente, no apta para cumplir el rol que el régimen le ha asignado.

Tras la sublevación del 17 de junio
La Secretaria de la Unión de Escritores
Hizo repartir folletos en el Stalinallee
Informando que el pueblo
Había perdido la confianza del gobierno
Y que podría ganarla de nuevo solamente
Con esfuerzos redoblados.

¿No sería acaso más simple para el gobierno
Disolver el pueblo

Y elegir otro?

O a por las armas o a por el sarcasmo, dijo una señora de ingenio de cuyo nombre no quiero acordarme.

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