"Roe fue un flagrante error desde el principio. Su razonamiento fue excepcionalmente débil y la decisión ha tenido consecuencias perjudiciales. Lejos de conducir a un acuerdo nacional sobre la cuestión del aborto, Roe y Casey han exacerbado el debate y profundizado la división". Con estas duras palabras, de la pluma del juez Alito, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos anuló el pasado 24 de junio la histórica sentencia Roe v. Wade (1973) que reconocía el derecho constitucional al aborto. Tal derecho no existe en la Constitución, vienen a decir los jueces ahora, por lo que la regulación del aborto es algo que tendrán que decidir los ciudadanos y sus representantes electos en las respectivas asambleas legislativas de los estados.
La trascendencia de la nueva sentencia (Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, en adelante Dobbs) es incontestable. A juzgar por las apasionadas reacciones que ha suscitado en la sociedad norteamericana y en todo el mundo, es lo más parecido a un seísmo judicial y político. No es para menos. Decía Ronald Dworkin de Roe que ha sido el caso más célebre y controvertido decidido por la Corte Suprema; mucho más famoso por ejemplo que Marbury v. Madison, que sometió las leyes del Congreso al control de constitucionalidad del Tribunal, o que Brown v. Board of Education, que acabó en 1954 con la segregación racial en las escuelas sureñas y propició el movimiento en favor de los derechos civiles. Al contrario que estas sentencias históricas, Roe nunca pacificó la cuestión, siendo furiosamente atacada y defendida a lo largo de casi cinco décadas.
La polémica en torno a Roe y el derecho al aborto ha condicionado y emponzoñado la política estadounidense como ninguna otra, hasta el punto de que hay quien la ha comparado con las viejas guerras de religión. No hay prueba más elocuente de esta acerba división que lo que viene sucediendo con los nominados para formar parte de la Corte Suprema, por lo menos desde que Reagan propuso al juez Robert Bork en 1987. Desde entonces los debates en el Senado acerca de la adecuación de los candidatos se han centrado en descubrir qué piensan estos de Roe y el aborto, como si ese fuera el test crucial de sus cualificaciones y de sus puntos de vista acerca de la Constitución.
Como la vida da tantas vueltas, Dobbs bien puede verse como una victoria póstuma de Bork. Tras el rechazo del Senado a ratificar su nominación como juez del Tribunal Supremo, en un comité presidido por Biden, dejó escrito sobre Roe: ‘Desgraciadamente en toda la sentencia no hay ni una sola línea de explicación, ni una frase que reúna los requisitos de un razonamiento jurídico. Tampoco en los dieciséis años transcurridos la Corte ha ofrecido la explicación que faltaba en 1973. Es improbable que la ofrezca algún día, pues el derecho a abortar, pensemos lo que pensemos sobre el mismo, no puede encontrarse en la Constitución’. Es lo que acaba de dictaminar el Supremo.
Usando precedentes de la Corte, Roe sostuvo que el derecho al aborto era similar a otros derechos relativos a asuntos de naturaleza tan personal como el matrimonio, las relaciones sexuales o la contracepción
Conviene señalar que los jueces del Supremo no entran en la discusión ética sobre si el aborto es moralmente permisible, sino que tienen ante sí un problema estrictamente constitucional: ¿reconoce la Constitución, correctamente interpretada, un derecho a abortar? Obviamente, tal derecho no aparece mencionado expresamente en el texto constitucional. ¿Podría entenderse que ese derecho específico queda comprendido bajo otros derechos que sí se mencionan? Usando precedentes de la Corte, Roe sostuvo que el derecho al aborto era similar a otros derechos relativos a asuntos de naturaleza tan personal como el matrimonio, las relaciones sexuales o la contracepción, por lo que se fundaba en el derecho a la privacidad, entendido al modo americano como la libertad de las personas para decidir sobre cuestiones íntimas o de índole personal sin interferencias indebidas por parte de los poderes públicos.
Pero ese derecho a la privacidad tampoco es expresamente mencionado, sino que se desprendería de diversas partes del texto constitucional. Para remediar esa falta de claridad, una sentencia posterior como Planned Parenthood v. Casey, que al tiempo reafirmó y enmendó Roe en 1992, buscó un acomodo más claro al derecho al aborto bajo la Decimocuarta Enmienda, concretamente bajo la cláusula del proceso debido. Además de ofrecer garantías procedimentales para los derechos de los ciudadanos, la cláusula admite una interpretación sustantiva según la jurisprudencia del Supremo: bajo ella se reconoce una libertad constitucionalmente basada que recogería aquellos derechos que, aun sin ser especificados, están ‘implícitos en el concepto de libertad ordenada’. A tal fundamento se acoge Casey para justificar la libertad de las mujeres para decidir la interrupción del embarazo dentro de unos plazos.
De hecho sólo siete países en todo el mundo, contando hasta ahora a los Estados Unidos, permiten el aborto libre más allá de la semana veinte de gestación
Es perfectamente posible aceptar el principio de Casey y discrepar del esquema de plazos por trimestres establecido en Roe, que en la práctica vendría a dejar entera libertad para abortar hasta el umbral de viabilidad del feto, fijado a los seis meses. El motivo del litigio que ha llevado a Dobbs fue una ley de Misisipi que establecía el límite en 15 semanas en lugar de 24; recordemos que la ley de plazos española de 2010 habla de las primeras 14 semanas. De hecho sólo siete países en todo el mundo, contando hasta ahora a los Estados Unidos, permiten el aborto libre más allá de la semana veinte de gestación. No les falta razón a quienes ponen en cuestión la frontera de la viabilidad, a la luz de los avances médicos, o critican que el prolijo esquema de trimestres de Roe se parece más a lo que uno esperaría de un legislador
Pero la nueva sentencia va más lejos porque pretende rebatir el principio. El temor de los magistrados que firman la nueva sentencia es que los jueces del Supremo usurpen la labor que corresponde al legislador democrático, sirviéndose del texto constitucional para crear a su arbitrio nuevos derechos e imponer sus preferencias políticas. El reproche de activismo judicial contra Roe y Casey es patente. Para contrarrestarlo, Dobbs examina si el derecho al aborto cae bajo la protección de la libertad de la Decimocuarta Enmienda y el test supuestamente objetivo que propone para determinarlo es de carácter histórico: ¿está ese derecho ‘profundamente enraizado en la historia y la tradición de la Nación’?
Tras proceder a una minuciosa investigación histórica que se remonta siglos atrás, la respuesta es que no. Como era previsible, pues no parece que quienes redactaron y ratificaron la Decimocuarta Enmienda tuvieran en mente el derecho a abortar allá por 1868. No existiendo ese derecho bajo la Constitución, concluye la sentencia, la cuestión de si el aborto ha de ser permitido y en qué términos no puede ser decidida por la Corte; ha de ser devuelta a los ciudadanos y sus representantes políticos para que la resuelvan a través del proceso democrático en los diferentes estados de la Unión.
Si queremos garantizar un espacio de autonomía personal, esas libertades han de recibir alguna protección constitucional dentro de un esquema de libertad ordenada. Entre ellas estaría la libre elección de una mujer en un asunto de tal trascendencia
Deberían estar encantados con el veredicto quienes proclaman en nuestro país que la voluntad del pueblo (¡la democracia!) no puede ser restringida de ninguna manera por los jueces, ni siquiera por el mismísimo Tribunal Constitucional, so pretexto de salvaguardar los derechos reconocidos en la Constitución. En cambio resulta preocupante para los que sostenemos que hay un núcleo de libertades personales que no puede quedar al albur de mayorías legislativas cambiantes. Si queremos garantizar un espacio de autonomía personal, esas libertades han de recibir alguna protección constitucional dentro de un esquema de libertad ordenada. Entre ellas estaría la libre elección de una mujer en un asunto de tal trascendencia como si continúa o no con la gestación, por más que no sea irrestricta y haya de ser contrapesada progresivamente por la protección del feto, a través de plazos o supuestos. De acuerdo con Dobbs, sin embargo, nada impide a las legislaturas de los estados acortar draconianamente los plazos o prohibir completamente el aborto, sin atender a supuestos de violación, incesto, malformaciones del feto o la salud de la madre.
El matrimonio homosexual
No se trata sólo del aborto, por más que la sentencia reitere hasta la saciedad que nada de lo dicho en ella afecta a otros derechos y otros precedentes. Por qué habría que creerlo, se preguntan los jueces Breyer, Sotomayor y Kagan en su voto discrepante. Allí recuerdan que el derecho reconocido en Roe no está aislado, sino que forma parte de la misma estructura constitucional que los referidos a la integridad corporal, relaciones familiares o la procreación, que protegen la elección autónoma en aquellas decisiones más personales. Si les aplicamos el severo test histórico de Dobbs, pensemos en el matrimonio entre personas del mismo sexo, difícilmente lo pasarían. En eso parece más consecuente el beligerante juez Thomas en su voto concurrente, donde aboga por hacerlo en cuanto se presente ocasión.
En el fondo del drama constitucional norteamericano en torno al aborto está la cuestión decisiva de cómo ha de entenderse la Constitución: si como un documento vivo, cuyos principios generales han de ser desarrollados y aplicados razonablemente a nuevas circunstancias, o como un texto congelado en el tiempo, donde lo que importa es determinar cuáles eran las intenciones originales de sus autores. Dobbs sugiere que hay que elegir entre esto último o las veleidades del juez activista que se arroga las funciones del legislador. Pero eso es un falso dilema.
Karl
¿La voluntad popular es la que crea los derechos, o los derechos son anteriores a la voluntad popular y deben permanecer fuera de su alcance? Si defendemos lo primero, entonces ningún derecho es otra cosa que un acuerdo temporal, provisional, revocable.
Wesly
El hijo por nacer no es parte del cuerpo de la madre. Es un ser humano distinto, con su propia identidad genética, distinta de la de sus progenitores. Que temporalmente esté en el vientre materno no significa que sea parte del cuerpo de la madre, como sí lo son el estómago, los pulmones o las uñas. El derecho a decidir sobre nuestros cuerpos no es absoluto ni ilimitado: acaba donde empiezan los derechos de otros, en este caso el derecho a vivir del hijo por nacer. Todo ser humano tiene derecho a la vida, un derecho que se deriva de nuestra propia condición humana (por eso los llamamos “derechos humanos”). Afirmar que es un “derecho” acabar con la vida de un ser humano inocente es una aberración jurídica que choca de lleno con ese derecho a la vida. En la amplia mayoría de los casos, los hijos nacen de relaciones consentidas entre personas adultas. Hoy en día existen múltiples y diversos métodos para evitar que una relación sexual acabe en un embarazo no deseado. No se puede condenar a muerte a un inocente por los errores de sus padres. El derecho a la vida aplica a todos los seres humanos, hayan sido deseados o no. No se puede argumentar que lo que crece en el vientre materno es un “ser no humano” que se convierte en humano en el momento del parto, como si las mujeres humanas concibieran seres no humanos (es decir, de otra especie). Abortar es acabar con una vida humana en su etapa de desarrollo prenatal, sea cual sea el momento de esa etapa. Todos los seres humanos tenemos unos derechos por el mero hecho de serlo, empezando por el derecho a la vida. No está justificada la imposición de plazos arbitrarios que invaliden ese derecho. Hay que ayudar a las madres que, a pesar de las múltiples posibilidades para evitarlo, se queden embarazadas sin desearlo. En el caso extremo de que ninguna ayuda sea aceptable por parte de la madre, entonces hay que facilitar la adopción del recién nacido. Existen largas listas de espera para adoptar.
Beeblebrox
Por pereza mental de nuestras élites recibimos el mensaje de que una Constitución es un objeto mágico intangible, que tuvo una configuración determinada por razones fuera de nuestro alcance y que sólo puede ser acatada sin cambiar una coma o destruida, pero todo eso es una falsedad que perjudica a la Constitución. Una Constitución es una norma especialmente legitimada por una mayoría reforzada. Se impone a otras normas de menor legitimidad pero puede ser cambiada. Si un grupo de americanos quiere convertir el aborto en derecho constitucional hay procedimientos al margen de retorcer la interpretación. Si un grupo de españoles cree que hay que escindir el país en dos o facilitar que sólo una parte de españoles pueda decidir eso, hay procedimiento para cambiar la Constitución. Precisamente porque lo hay es por lo que no es legítimo desobedecer la existente