Cataluña vive bajo la insólita situación de un doble poder, que, frente a lo que cabría pensar, no se trata solo del enfrentamiento entre la Generalidad y el Estado. Es la sociedad misma que se ve confrontada desde lo más nimio hasta lo más fundamental. Con la particularidad de que las libertades que tendría que garantizar el Estado para conformar una sociedad democrática chocan con una realidad que se ha convertido en una pesadilla. Vivir en Cataluña hoy se parece mucho a los años finales del franquismo, aquel tardofranquismo donde algunos querían y muchos otros no podíamos.
Llamar “doble poder” a la situación actual tiene mucho de fórmula académica o política que le viene grande a una cotidianeidad engorrosa y hasta lúgubre. En el fondo se ha consumado una de las inclinaciones más conseguidas de la catalanidad: la de ver lo que uno quiere contemplar arramblando con ello todo lo que en cualquier otro lugar sería considerado retrógrado, falso o signo de barbarie. Por ejemplo, el catalanismo ha sacado las antorchas, esa adoración al fuego de la destrucción y el fanatismo. Con el silencio entre cobarde y cómplice de los teorizadores de la identidad, filas de energúmenos han recorrido ciudades y calles de Cataluña como si se tratara del Ku-Klux-Klan o de inquisidores intimidando a sus víctimas.
También el fuego ha venido para quedarse. Piras votivas se levantaron en las cumbres de Montserrat, en número de 131, como los señores, que no presidentes, de la Generalidad. Conviene reseñar para los no avisados, no menos ignorantes que los abducidos de la catalanidad, que la mayoría de estos sátrapas territoriales eran clérigos de la Iglesia Católica.
Las manifestaciones de extrema derecha en Cataluña tienen la curiosa, por aberrante, aprobación de la extrema izquierda. Se levantan los antiguos puños proletarios, ahora funcionariales, para jalear a un tipo salido de las sacristías y los cánones, Joaquín Torra, de misa y comunión diaria, nombrado por divino advenimiento de otro que se fugó de la Justicia y reside en Waterloo, aquel lugar que fue sumidero de los últimos rescoldos del ensueño napoleónico.
Sin la nada abnegada colaboración de la izquierda, catalana y estatal, el monstruo en el que se ha convertido la situación en Cataluña no sería el mismo
No es difícil imaginar el clamor, justificadísimo, de la ciudadanía española ante una mamarrachada de Vox con antorchas. Sería lo suyo, y más que adhesiones suscitaría carcajadas. Pero aquí no. Los medios de comunicación vinculados a la Generalidad lo reflejarán como manifestación popular y los estatales apenas si moverán una ceja en esas páginas especiales que usted no leerá si vive en Zaragoza, Santander o Madrid, porque están pensadas para complacer a la parroquia.
Suele ser costumbre enseñorearse en los errores del Estado y de Mariano Rajoy que estaban, o hacían que estaban, en la inopia respecto a Cataluña, pero de la responsabilidad de la izquierda galvanizando el cadáver del catalanismo que dejó Pujol, de eso, hablamos poco. Sin la nada abnegada colaboración de la izquierda, catalana y estatal, el monstruo en el que se ha convertido la situación en Cataluña no sería el mismo. Los puñitos levantados jaleando el independentismo es una imagen que no sacará a la izquierda de la inanidad por más que encuentre abrevaderos para necesidades personales.
¿Hablamos de Rafael Ribó? Todo un paradigma incomprensible fuera del mundo catalán. Este hombre que no vivió el antifranquismo salvo por correspondencia -se marchó a estudiar en los Estados Unidos consciente, lo expresó él mismo, de que cuando volviera las cosas ya serían distintas-. Pues bien, luego llegó a secretario general de los comunistas catalanes, el PSUC, les cambió el nombre por el inquietante “Iniciativa per Catalunya”, y cruzó al otro lado de la barricada como compañero de viaje de la Convergencia de Pujol y Mas, y ahora del PDeCAT. Alcanzó el jugoso comedero de Defensor del Pueblo catalán -Síndic de Greuges- y a cubrirle los flancos al poder. Eso sí, conservó el prestigio de hombre de izquierdas, lo que en Cataluña significa sosiego ante el mando, mucho silencio y sumarse a las causas que no generen rechazo del rebaño.
A la exhibicionista izquierda francesa salida con las medallas de plástico de mayo del 68 se la bautizó “izquierda caviar”; aún tenemos por ahí a Bernard-Henri Lévy, que se pasea entre magnates y mangantes, promotor de una de las estupideces geopolíticas más notables de las últimas décadas: la caída de Gadafi y la guerra civil que aún continúa. Se necesitaba un payaso y ahí estaba él para hacer de Lord Byron. En Cataluña, o más exactamente en Barcelona, que es donde se concentra la masa encefálica, a esa izquierda del espectáculo templada de todo menos de su desfachatez habría que denominarla “izquierda fricandó”: este país no da para lujos exóticos.
El doble poder en Cataluña se sufre cuando te gritan “¡vete de aquí!” y ni siquiera la izquierda fricandó dice otra cosa que: “Se deben encontrar soluciones políticas, dialogando”
El fricandó es un plato de la cocina catalana que poco tiene que ver con la elaborada receta francesa, de la que toma el nombre al tiempo que la aligera de sustancia. Es una comida festiva entre las clases medias y sabrosa sin ninguna duda, quizá por eso resulta tan representativo de la inteligencia urbana barcelonesa que vive la evocación de tiempos mejores. No es caro, tampoco barato; no empacha, tampoco provoca saciedad; es agradable de digerir y saludable por el acompañamiento de setas. El fricandó es la metáfora más adecuada para reflejar la izquierda catalana asentada entre el independentismo de baja intensidad y el mínimo esfuerzo por conseguirlo si ello pone en juego sus innumerables colaboraciones con la superioridad.
Ahora, con la existencia del doble poder, corren el riesgo de equivocarse y por tanto apelan a esa fantasmagórica falacia del seny, la sensatez, pero en falso porque sus apuestas de ayer y sus obligaciones funcionariales de hoy les tiene el corazón partido y la lengua tartajeante. ¿Qué diferencia hay entre los voceros del fricandó? ¿Dónde colocar el acento para inclinarse por uno u otro de los tertulianos que aseguran ver el futuro cada mañana y que además resulte diferente de un día a otro? Entre Pilar Rahola y Josep Ramoneda hay variantes de lenguaje, pero nadie les puede quitar su preponderancia como representantes de lo más deleznable de la inteligencia: el arte de mostrar que junto a los dos poderes ellos son los monarcas de la diversidad. Una, inagotable en sus servicios al PDeCAT de Puigdemont y Torra; el otro suscribiéndose a la CUP de la desobediencia incivil. Sus biografías de trepadores inagotables los delata.
El doble poder en Cataluña se sufre cuando te gritan “¡vete de aquí!” y ni siquiera la izquierda fricandó dice otra cosa que “se deben encontrar soluciones políticas, dialogando”. Los que te obligan al silencio te recomiendan el diálogo. No son responsables de nada: ni de sus emolumentos.
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