Existen pocas cosas más difíciles de camuflar que la falta de pasión. El frenesí suele ser el factor diferencial entre lo rutinario y lo brillante; y lo que transforma los episodios convencionales en recuerdos memorables. Radiotelevisión Española emitió este jueves por la noche un programa especial sobre los sucesos que han acontecido en los últimos días alrededor de Juan Carlos I y se puede decir que lo hizo sin un ápice de pasión. Fue un espacio monótono y funcionarial. Con el mismo tono monocorde que adquiriría cualquier documento elaborado en el Ministerio de Administraciones Públicas checoslovaco del año 71.
Pocos harán autocrítica en TVE porque, en realidad, entre todos han convertido este servicio público en un enorme paquidermo que se desplaza con movimientos desganados. Son 6.500 personas las que trabajan allí y, como señalaba Eduardo Álvarez hace unos días, lo hacen con la seguridad de que la covid-19 no afectará a sus empleos. Pese a que la audiencia caiga a plomo y pese a que el interés de los españoles por La 1 sea cada vez menor. No hay ERTEs, no hay riesgo y, para muchos, no hay casi labor. Y, para otros tantos, tampoco hay pasión.
Hace unos años, surgió la idea de establecer un turno de noche en el Canal 24 Horas para que la programación de las madrugadas no fuera repetitiva hasta la saciedad. No hubo manera de sacar adelante esa idea, entre otras cosas, porque los sindicatos consideraron que era demasiado complicada. Debería haber autocrítica, pero no la hay. Si acaso, de boquilla.
La falta de esfuerzo y de ideas se aprecian al observar la parrilla de programación de La 1. Eso ya no es una televisión, es un ministerio. Ofrece seguridad a sus empleados, pero está demasiado alejado del exterior. Tanto, que ya casi nadie la mira, pese a que sus más ruidosos periodistas la sigan reivindicando como un servicio público esencial. ¿Para quién?
Pocos harán autocrítica en la televisión pública porque, en realidad, entre todos han convertido este servicio público en un enorme paquidermo que se desplaza con movimientos desganados.
Todo esto se apreció con claridad en el programa que TVE ofreció este jueves para abordar la salida de España del rey emérito. El espacio fue gris, con un debate aburrido que quizá sea pertinente en un coloquio universitario, pero que espanta a la audiencia en el prime time de una televisión. Desconozco quién tomó la decisión de programar la charla antes de la emisión del documental Yo, Juan Carlos I, rey de España, pero no estuvo muy acertado. Cualquiera que lo viera pudo llegar desmotivado al comiendo del filme.
La obra no es una cumbre del género documental, pero tiene un importante valor histórico, pues muestra a un rey describiendo todas las etapas de su reinado. Es cierto que pasa muy de largo por las corruptelas de Iñaki Urdangarín y no cita ni a Corinna Larsen ni la cacería de Botsuana, pero realiza un interesante retrato psicológico de Juan Carlos I.
Cualquier espectador que analice atentamente el filme podrá concluir que hay comportamientos desmedidos contemporáneos que se deben a los episodios que acontecieron en su pasado. Al heredero que defraudó a su padre. Al príncipe al que Franco tuteló y protegió cuando disparó a su hermano. Al Borbón de cuya inteligencia dudaron los socialistas y comunistas durante la transición, pese a que “no tenía un pelo de tonto”, como reconoció posteriormente Alfonso Guerra.
El documental fue líder de audiencia con el 13% de la cuota de pantalla, pero lo fue en agosto y cinco años después de que se rodara el documental. Ninguna televisión privada maltrataría de esa forma un producto tan potente, lo que deja claras dos cosas: primero, que RTVE se mueve milimétricamente por la senda que marcan los políticos en función de su interés. Y, segundo, que la pasión es un don del que carecen quienes se emplean en RTVE, lo que no es más que el preludio de los tiempos oscuros que le esperan a la televisión pública. Peores que los actuales, sin duda.
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