"Frenética". "Razonable". "Idónea". Así ha sido la gestión gubernamental de la pandemia del coronavirus según la Fiscalía del Tribunal Supremo. Por ello, los fiscales piden a los jueces que desestimen 20 querellas presentadas contra el Gobierno. Oh, qué sorpresa planetaria. Ya lo decía el propio Pedro Sánchez hace unos meses, justo antes de las últimas elecciones generales, para presumir de su intento de traer a España a Carles Puigdemont. ¿Lo recuerdan? "¿La Fiscalía de quién depende? Pues ya está".
Aquella expresión del presidente del Gobierno, que por cierto luego tuvo que rectificar porque la maniobra electoral había sido demasiado burda, emana de la misma raíz que aquello de "la Fiscalía te lo afina" que decía el entonces ministro del Interior y ahora resucitado para el martirio Jorge Fernández Díaz. O aquello de "es increíble, ¿esto lo sabe Conde-Pumpido?" que dijo en la Audiencia Nacional el líder de Batasuna, Arnaldo Otegi, al enterarse de que el Ministerio Público pedía prisión para él en plenas conversaciones del Ejecutivo con ETA.
Recuerdo estos precedentes porque la gestión del Gobierno de la pandemia ha podido ser "frenética", sí, pero no parece tan "idónea" ni tan "razonable" como defienden los fiscales del Supremo. ¿Qué pintan esos términos en un escrito de esta naturaleza? La interesante duda jurídica sobre si los evidentes errores en la gestión gubernamental pueden o no ser perseguidos en los tribunales queda arrumbada una vez más por esa insoportable sensación de partidismo y obediencia de la Fiscalía.
Desde que Sánchez decidió colocar como fiscal general del Estado a Dolores Delgado, ex ministra de Justicia en su propio gobierno, cualquier actuación relevante de los fiscales está (y estará) manchada por la legítima sospecha de parcialidad para favorecer los intereses gubernamentales
Tengo para mí que la gran mayoría de fiscales, quizás también los del Supremo en este caso, actúan con un alto grado de independencia. Pero para miles de ciudadanos la Fiscalía es solo un apéndice más del Ejecutivo y, por ende, los representantes del Ministerio Público son algo así como unos abogados defensores de quienes gobiernan. O sea, quienes hacen el trabajo sucio al Gobierno en los tribunales. Esta visión es reduccionista y hasta puede que injusta, pero al mismo tiempo resulta lógica. Apuntalada por demasiados hechos. Con el actual Ejecutivo y con los anteriores.
Ese manoseo indecente que perpetran los partidos es lo que más erosiona a las instituciones y dispara la desafección de los ciudadanos hacia los gestores de la cosa pública. La realidad es que desde que Sánchez decidió colocar como fiscal general del Estado a Dolores Delgado, ex ministra de Justicia en su propio gobierno, cualquier actuación relevante de los fiscales está (y estará) manchada por la legítima sospecha de parcialidad para favorecer los intereses gubernamentales.
Más allá de la furia tuitera y el fanatismo ideológico, tan habituales, resulta harto complejo dilucidar si los errores de gestión son perseguibles en un juicio. Los magistrados del Supremo tienen la última palabra
Más allá de la furia tuitera y el fanatismo ideológico, tan habituales como vanos, resulta harto complejo dilucidar si los errores de gestión durante esta pandemia son perseguibles o no en un juicio, porque entre otras cosas se plantea cuáles son los límites de la responsabilidad de los políticos. Los magistrados del Supremo tienen la última palabra. Pero el daño ya está hecho. Porque para muchos, Lola -así la llamaba Villarejo en sus comidas- sólo ha cumplido con su parte del trato con este escrito de los fiscales. Y lo peor, lo trágico para el sistema, es que aunque no sea así, al menos lo parece.
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