Sofía Margarita Victoria Federica de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg y Hannover (nombre luego simplificado a “Sofía de Grecia y Dinamarca”) nació en el palacio de Psykhikó, Atenas, el 2 de noviembre de 1938. Fue la mayor de los tres hijos que tuvieron los que entonces eran príncipes herederos de la monarquía griega, Pablo y Federica, que llegarían al trono en 1947.
La infancia de Sofía fue francamente difícil. Primero por las características propias de la casa real griega, artificiosa y muchas veces inestable, que procedía (entre otros sitios) de Dinamarca, Alemania y el Reino Unido. Segundo, por la personalidad de su madre, Federica, una mujer de fortísimo carácter que “mandaba” mucho más que su marido, el bondadoso y espiritual Pablo. Y tercero porque la historia del mundo de aquellos años fue una locura. Sofía estaba a punto de cumplir dos años (octubre de 1940) cuando, recién comenzada la segunda guerra mundial, primero los italianos de Mussolini y luego los alemanes de Hitler invadieron Grecia. La familia real decidió abandonar el país (cosa que no todos los monarcas europeos hicieron cuando les pasó lo mismo), y Sofía y sus padres se instalaron en Alejandría, Egipto, bajo dominio británico.
Pero los británicos desconfiaban de Federica, de origen alemán y de simpatías progermánicas muy difíciles de disimular, y decidieron llevarse a los herederos griegos a la otra punta del mundo: a Sudáfrica. El dinero no abundaba en absoluto y la familia tuvo que cambiar de residencia, según la propia Sofía, 21 veces en cinco años. Alguna de aquellas casas era verdaderamente miserable: la princesa Federica se dedicaba a matar a las ratas con un palo para evitar que mordiesen a Sofía y al recién nacido Constantino; Irene, la pequeña, llegaría pronto.
Estos primeros años marcaron para siempre la personalidad de Sofía: si hay algo que le produce terror es la inestabilidad, la incertidumbre, el no saber qué pasará en el futuro. Y esa ha sido, precisamente, una de las constantes de su vida.
La familia real regresó a Grecia en 1946, después de que los griegos, en un plebiscito, prefiriesen la monarquía por abrumadora mayoría. Pero volvieron también en medio de una terrible guerra civil instigada por los soviéticos. Esos, los del final de la niñez y los de la adolescencia, fueron unos pocos años de tranquilidad para Sofía. Creció en el que siempre consideró su hogar: el palacio de Tatoi, a unos 20 kilómetros de Atenas. Un vergel que no tenía nada de palaciego; era más bien una gran casa de campo rodeada de bosques y jardines. Al año siguiente, 1947, murió el rey Jorge de Grecia, que no tenía hijos, y su hermano menor, Pablo –el padre de Sofía– se convirtió en rey.
Los estudios “en serio” de la joven Sofía comenzaron, por voluntad de su madre, en Alemania, en el durísimo internado Schule Schloss Salem. Allí no había privilegios de ninguna clase. Sofía pasó hambre y frío. Y aprendió, como sus primos de la casa real británica, a no quejarse jamás. No lo olvidaría. De aquel tiempo procede una de las características más visibles de Sofía: su inalterable sonrisa que, como la de su prima Isabel II de Inglaterra, no desaparece prácticamente nunca.
Estudió apasionadamente música, que es uno de los grandes placeres de su vida; también arqueología, idiomas (habla perfectamente cinco; el español fue el último que aprendió) y, ya de vuelta a Grecia, puericultura, donde descubrió otra de sus grandes y más duraderas pasiones: los niños, la infancia y sus problemas. La muchacha, apenas una quinceañera, tenía ya una más que sólida formación intelectual que continuaría en Cambridge. Y más adelante en España.
En agosto de 1954 (quince años tenía Sofía) la reina Federica organizó un astuto crucero de trece días a bordo del buque Agamenón. Los invitados eran los miembros de todas las familias reales europeas, reinantes o no. ¿Pretexto? Fácil: fomentar el turismo en Grecia y recuperar el contacto entre los royals europeos, muy quebrantado desde la guerra. ¿Intención verdadera? Estimular las relaciones sentimentales entre aquellas decenas de jovenzuelos repletos de hormonas, y evitar que cometiesen la imprudencia de buscar pareja fuera del “círculo” de la realeza, algo muy mal visto entonces.
Fue la primera vez que coincidieron la sonriente Sofía y el tarambana de “Juanito Barcelona”, como se conocía al primogénito de los reyes exiliados de España. Una intelectual y un payasete ligón y priápico de quince años. La versión oficial es que ni se miraron. Aunque hay quien asegura que Sofía, que estaba estudiando judo, le hizo una llave a Juanito y lo tumbó de espaldas. Como para caerse bien.
Siete años después, en 1961, ambos volvieron a coincidir en Londres, en la boda del estirado duque Eduardo de Kent. Ahí sí que hablaron. Juanito, un hacha en el arte de dar pena a las niñas (sobre todo a las italianas) para luego llevárselas a su leonera, le contó a la guapa Sofía su, al parecer, tristísima vida. Sofía ya estaba dejando de suspirar por su primer amor, Harald de Noruega, que estaba enamorado de otra. Sofía se conmovió con Juanito. Bailaron. Congeniaron. Las familias respectivas hicieron el resto con innegable habilidad. Sofía y Juanito se casaron en Atenas en mayo de 1962. Sofía sí estaba enamorada. Juanito debía de sentir por su novia algo parecido a lo que Carlos Windsor sentía por Diana Spencer cuando contrajeron matrimonio: era algo que tenía que hacer.
Ahí comenzó una nueva etapa de inestabilidad en la vida de la muchacha. Al principio, el matrimonio se instaló en Estoril, donde Sofía se encontró con una familia casi deshecha (la muerte accidental del infante Alfonsito lo había destruido casi todo) y luego con la numerosa “pandi” de su marido, un amplio grupo de aristócratas jóvenes, golfos de ambos sexos que vivían de fiesta en fiesta y de sarao en sarao. La intelectual Sofía empezó a pensar que no sabía bien dónde se había metido cuando el dictador Franco, por una vez providencial, ofreció a la pareja la posibilidad de instalarse en Madrid, en un destartalado pabellón de caza que se llamaba La Zarzuela. Había que reformarlo a fondo, pero a Sofía le faltó tiempo para hacer las maletas.
La intención del dictador estaba, incluso entonces, bastante clara: quebrar la unidad de la dinastía española y hacer sucesor suyo, “a título de rey”, a Juanito saltándose a su padre, don Juan de Borbón, que era el rey legítimo. Era una pérfida venganza personal largamente acariciada por el astuto militar gallego. Pero ¿y si Juanito “salía rana”, como le dijo Franco a su mano derecha, el almirante Carrero? Pues había una carta en la manga: Alfonso de Borbón, primo de Juan Carlos (vamos a dejar ya de llamarle Juanito). Un chico muy atractivo, de muy poquitas luces y extraordinariamente ambicioso. Alfonso fue, durante varios años, la “espada de Damocles” sobre la cabeza de Juan Carlos… y, por tanto, sobre la de Sofía.
La pareja se empeñó en cumplir con una condición no escrita, pero indispensable, para lograr la designación del dictador: tener un hijo varón. Al tercer intento, después de Elena y Cristina, llegó Felipe, en 1968. Solo entonces Franco reunió a sus obedientes Cortes y nombró a Juan Carlos sucesor… cuando él muriese. Faltaban seis años más, aunque nadie lo sabía. La primera consecuencia de aquella designación fue una ruptura casi total entre Juan Carlos y su padre, el Rey legítimo. Esa ruptura duraría varios años.
Los “príncipes sucesores” se dedicaron a viajar por una España hostil. Los franquistas les detestaban. Los monárquicos consideraban a Juan Carlos un traidor a su padre, el verdadero Rey. Y la gente, sencillamente, no les conocía. Lo pasaron mal. Era, una vez más, la inestabilidad. Sofía, la sonriente Sofía, la inteligentísima y determinada Sofía, dedicó todos sus esfuerzos a dos empresas tan difíciles como esenciales. La primera, lograr que Juan Carlos fuese efectivamente coronado Rey, porque enemigos no le faltaban; el más peligroso era la esposa del dictador, Carmen Polo. La segunda, prepararlo todo para que, en el futuro, sucediese lo mismo con su hijo Felipe, al que adoraba por encima de todo límite. Y, de paso, trabajar para lograr la reconciliación entre su marido y su suegro, que se sentía burlado, utilizado, engañado por su propio hijo, Juan Carlos.
El primero de esos dos objetivos se logró el 22 de noviembre de 1975. Con Franco aún de cuerpo presente, Juan Carlos I fue proclamado rey de España por aquellas fantasmagóricas Cortes franquistas, cuyo futuro estaba en el aire. Sofía, para aquella histórica ceremonia, se puso un vestido de color fucsia (sobre el país pesaba el luto oficial) que no dejaba lugar a dudas sobre la intención de la real pareja de “pasar página” lo antes posible. Ya estaban en el trono. Ahora tenían que afianzarse en él, cosa nada fácil, y desmontar la avejentada pero aún poderosa estructura de la dictadura.
Fueron los durísimos, peligrosos y apasionantes años de la Transición democrática. Juan Carlos, ayudado por su mentor Torcuato Fernández-Miranda, por un joven político muy ambicioso que se llamaba Adolfo Suárez y por muy poca gente más, empujó la historia con todas sus fuerzas hasta lograr el desmoronamiento de la tiranía y el nacimiento de una democracia de corte europeo. Sofía se mantenía en un discreto segundo plano, con su indestructible sonrisa, dedicada al cuidado de su prole.
Y en medio de todo esto sucedió la catástrofe. En enero de 1976, cuando aún no hacía ni dos meses que Juan Carlos había sido proclamado Rey, Sofía decide dar una sorpresa a su marido. Abriga a los niños y se va con ellos a una finca de los montes de Toledo donde Juan Carlos estaba cazando. Cuando llegan con el coche, allí no hay nadie. Aparece el dueño de la finca, pálido como un muerto, y le dice que el Rey no está, que andará pegando tiros por el monte. Sofía enseña los colmillos y le dice: “Aparta”. Entra en la casa y empieza a registrar habitación por habitación. Y en una de ellas se encuentra a su marido en plena sesión de sexo con otra mujer; da igual cuál porque la lista, como se ha sabido después, era comparable a una guía de teléfonos. La sorpresa, desde luego, fue impresionante. Digna de una película de Chaplin.
Después del preceptivo portazo, la reina Sofía metió a sus tres hijos en un avión y se fue a la India, donde vivía su madre, ya exiliada. Sofía tenía la firme intención de no volver. Un escándalo mayúsculo, porque la reina no podía huir del país llevándose al heredero del trono, por más indignada que estuviese. Fue Federica, la germánica y terminante Federica, quien le hizo ver que se había comportado como una mujer, incluso como una madre, pero no como una reina: las reinas aguantan lo que les echen. Y no dejan de sonreír.
Sofía, temblando de ira, volvió a España. Ahí se acabó el matrimonio de verdad entre Juan Carlos y ella, y quedó solamente un excelente equipo de trabajo conjunto que duró muchos años. Hacían vidas separadas: el Rey se dedicó primero a pilotar la transición y luego a ser el símbolo de la democracia y la prosperidad de España. Mientras tanto, la lista de sus amantes dejaba en pañales a las de todos sus antepasados, al menos hasta Fernando VII, y sus cuentas corrientes se convertían en cualquier cosa menos corrientes, porque Juan Carlos, sintiéndose impune, pedía comisiones a todo el mundo con el mayor descaro y amasó una fortuna enorme. Mientras tanto, Sofía se dedicaba a sus conciertos, a sus numerosísimas fundaciones benéficas y solidarias, a la infancia, a la lucha contra la drogadicción y a la compañía de muy pocas personas, entre las que estaban su madre Federica y su hermana menor, Irene. Y a cuidar mucho a sus hijos. Y a sonreír, eso siempre.
Se convirtió en la reina más popular y querida por los ciudadanos desde María de las Mercedes, la primera esposa de Alfonso XII; y también en la más eficaz de todas. Aparecía junto al Rey cuando tenía que hacerlo, y lo mismo hacía con sus hijos; el país entero (o casi) estaba convencido de que aquella era una familia feliz, cuando ya ni siquiera era una auténtica familia sino una “empresa”, como dijo Jorge VI de Inglaterra.
La reina Sofía mostró su inmensa autoridad moral durante el golpe de Estado de 1981, lo mismo que su marido. Impulsó como nadie la música, las artes, la cultura en todos sus aspectos y la proximidad de la Corona a la gente: quizá ese haya sido su mayor éxito. Conmovió a todo el país cuando se echó a llorar en el funeral por su suegro, don Juan, al que apreciaba de verdad. Dio nombre a, literalmente, decenas de hospitales, museos, centros de arte y centros de educación musical de primer nivel mundial, como la Escuela de Música Reina Sofía. Amparó a sus hijos en sus respectivas bodas, y les puso muchos menos problemas con sus parejas que otras personas, incluido Juan Carlos. Mantuvo la sonrisa y la compostura en la ceremonia de abdicación del Rey, e incluso le dio un famoso beso en la mejilla ante la multitud, en el balcón del Palacio de Oriente. Y no carraspeó siquiera cuando su marido (legalmente lo seguía siendo) dejó caer, ya en su ancianidad, que estaba pensando en divorciarse de ella para casarse con su último y más peligroso capricho, una taimada señora alemana llamada Corinna. Fue muy triste ver al ya viejo y torpe Juan Carlos haciendo el desairado papel, tan frecuente en la literatura del siglo de oro, del viejo que pretende a moza, aunque fuese moza de partido, y se deja arruinar por ella.
Convertida en reina madre (es espantoso e inexacto ese calificativo de “emérita”), no acompañó a su marido al exilio autoimpuesto en Abu Dabi. No obedeció al “cordón sanitario” que impuso el nuevo rey, su hijo Felipe, a su hermana Cristina, su cuñado Iñaki y sus sobrinos, tras el escándalo del caso Nóos: ella era madre y abuela antes que ninguna otra cosa, y fue a verlos y a quererlos cuando y cuanto quiso. Conseguido el segundo gran objetivo de su vida (ver consolidado a su hijo Felipe en el trono), la reina Sofía vive casi retirada de la vida pública, aunque aún atiende algunos compromisos. Pasa su tiempo entre España y Londres, donde hay quien asegura que ha encontrado a alguien que la quiera de verdad. Ojalá fuese cierto.
En estos días de atrás se ha dejado ver en uno de los lugares que más quiere en el mundo: Mallorca, el lugar tradicional de vacaciones de la “familia”. Apareció junto a su hijo, su nuera y sucesora (la reina Letizia) y sus nietas Leonor y Sofía.
Está como siempre. Algo más avejentada (tiene ya 84 años), pero como siempre. Su sonrisa permanece intacta.
* * *
La leona africana (panthera leo) no es lo mismo que el león. Son macho y hembra de la misma especie, eso es cierto, pero sus funciones, aptitudes y actitudes son completamente distintas.
Primero, la leona trabaja veinte veces más que el león. Este tiene la fuerza bruta, la autoridad como quien dice, pero la leona tiene la inteligencia: es ella quien, con ayuda de las demás hembras de la manada, se encarga de la caza, siempre muy difícil; es decir, de alimentar a los demás. El león interviene pocas veces y no siempre con tino ni con éxito.
La leona tiene una característica que destaca por encima de todas: un instinto maternal desarrolladísimo que la lleva a defender a su prole aun poniendo en riesgo su propia vida. Los cachorros son lo primero. Nunca se les abandona. Lo segundo en importancia no es el león macho, ser frecuentemente insoportable, sino la supervivencia del grupo, manada, familia, empresa o como quieran ustedes llamarlo. Ella, la leona, es la estrategia, aunque el león sea la fuerza.
Quedan cava vez menos leones en África. La culpa es de los cazadores furtivos y de la disminución de sus territorios. Además están las sequías, cada vez más brutales a causa del cambio climático. Pero hay una cosa muy clara: si aún quedan leones en los grandes parques protegidos de África, eso se debe a inteligencia, el instinto, la determinación y el poder estratégico de las leonas. Los leones machos, que pasan por ser “reyes de la selva”, se limitan a reproducirse todo lo que pueden, y son unos auténticos atletas sexuales. También a comer lo que las leonas cazan. No hacen mucho más. Así que honor y gloria al poder de las leonas, conservadoras de la especie.
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