Opinión

¿Dónde estaba Dios?

Con ocho años tienes que estar pensando en conseguir ese cromo de Pokémon que te haga completar un álbum imposible. Con ocho años tu objetivo es que tu inseparable amigo

Con ocho años tienes que estar pensando en conseguir ese cromo de Pokémon que te haga completar un álbum imposible. Con ocho años tu objetivo es que tu inseparable amigo de pupitre te pase la pelota y te haga sentir importante en la clase de gimnasia. Con ocho años no existe el dinero. No hay euros, ni pesetas. El precio se mide en cariño. En besos, en abrazos. En chucherías, si me apuras. Porque con ocho años eres un niño. Sólo eso y ya es mucho. Un niño. No deberías estar peleando con el demonio. Batallando en guerras que no son propias de tu edad. De ninguna edad, en realidad. Porque si un adulto no tiene armas para ir a determinados frentes, mucho menos alguien que no ha llegado a los diez. Que no alcanza el metro de altura o que lo supera, a duras penas.

Por eso es necesario reparar la vida de Jesús. La suya y la de tantos y tantos. Porque sí, también hay mujeres en esta lista, todavía, sin punto y final. Han pasado varias horas desde que lo he entrevistado y sus palabras continúan palpitando en lo más profundo. No quiero ni imaginar lo que le pesa a él la mochila que lleva a cuestas.

Cómo se mantiene, me pregunto, semejante secreto durante 56 años. En silencio. Sin poder soltar ni una gota de ese veneno acumulado. Ni a sus padres. Ni a su hermana. Ni a su mujer

Tenía sólo ocho años Jesús Zudaire cuando empezó a sufrir un calvario que ha tardado 56, en sacar. En contar. En denunciar. Cómo se mantiene, me pregunto, semejante secreto durante 56 años. En silencio. Sin poder soltar ni una gota de ese veneno acumulado. Ni a sus padres. Ni a su hermana. Ni a su mujer, después. Nadie de su entorno tenía conocimiento de que ocultaba un dolor del tamaño de una bola del mundo vista a través de los ojos de un niño. Una bola descomunal.

Habla despacio, Jesús. No es para menos. Como si no hubiera palabras para describir el infierno. Como si tuviera que ir buscándolas, página a página, en un diccionario que no entiende de pederastia. De los ocho a los catorce. Seis años. En total, 2190 días, con sus noches, estuvo soportando lo insoportable. Y creyéndose, incluso, el culpable. Sin comprender, si quiera, lo que aquello significaba. Sin entender que no estaba bien. Que no era natural. Que no formaba parte del guion de la infancia. No lo asimiló hasta los doce. Y fue entonces cuando trató de evitarlo, de rebelarse contra un monstruo con nombre propio, el cura José San Julián, que lo que hizo fue contraatacar con torturas. Palizas. Bofetones en el cuello. En la cara. Con golpes. Un monstruo de 90 kilos y una presa que no alcanzaba los 30. Poco más hay que añadir.

Y no fue Jesús el único “capricho” de ese malnacido. Al menos 16 años estuvo supuestamente cebándose con cientos de alumnos. Sólo él sabe la cifra exacta o quizá perdió la cuenta. Se la llevó a la tumba demasiado pronto. Sin rendir ni ante la justicia ni ante Dios. Ese Dios que hizo aquí la vista gorda.

Las hay que miraron y miraron y murieron sin haber podido salvar a sus retoños de esos fantasmas cubiertos por una sábana manchada. Porque muchas víctimas escondieron tan profundo su tormento que se malacostumbraron

Escribo esto con la foto de mis dos sobrinos, chico y chica, de siete años, en mente. Y me pregunto: ¿Seríamos capaces sus padres, abuelos, tíos, su entorno, de percibir en sus rostros inocentes sufrimiento de tal magnitud? ¿De detectar que el lobo que debería asustarles únicamente en pesadillas, les ataca cuando más despiertos están? No asimilo a comprender cómo se puede descubrir tamaña barbarie oculta tras los ojos tímidos de un pequeño. No sé si es fácil. Si es difícil. Si hay señales. No soy madre. Quizá ellas ven más allá de lo perceptible. Pero, las hay que miraron y miraron y murieron sin haber podido salvar a sus retoños de esos fantasmas cubiertos por una sábana manchada. Porque muchas víctimas escondieron tan profundo su tormento que se malacostumbraron a su presencia.

Nunca es tarde para llamar a las cosas por su nombre. Es un desafío, pero necesario para sentirse libre. Y todo esto tiene un nombre que, por fin, la iglesia se atreve a pronunciar. “Un solo caso de abusos, ya son demasiados.” Lo dice, en un video, el Arzobispado de Madrid. Lo suscribo.

Escribe Sally Rooney en su libro “Gente normal” que “la vida es eso que llevas contigo, dentro de la cabeza.” Las víctimas, una angustia que no prescribe. Los verdugos, una culpabilidad que, aún sin sentencia, no caduca.

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