Sé que la competencia de seguridad ciudadana en Cataluña está transferida a la Generalitat y que la garantizan los Mossos d'Esquadra desde hace décadas; lo sé. También sé que estamos ante un momento delicado, la formación del nuevo Govern tras el resultado incierto de las elecciones del 14-F, y que cuantas menos interferencias externas se produzcan, mejor.
Por saber, sé o, mejor dicho, intuyo hasta que Pedro Sánchez y Salvador Illa -sobre todo éste último- están más cómodos en la inacción, no les viene nada bien poner de manifiesto ahora la autoridad del Estado y hacer así visible el relato independentista de que el exministro socialista y rival de Pere Aragonés en la investidura es el candidato del 155... ¡Cómo no lo voy a intuir! No he nacido ayer.
Dicho lo cual, permítanme la pregunta: ¿hay alguien ahí? ¿Dónde está Fernando Grande-Marlaska? Juez antes que ministro, Marlaska sabe de sobra que ocupa un Ministerio, Interior, de esos que los periodistas llamamos de Estado -como Exteriores, Defensa y Justicia-; y los llamamos así porque son magistraturas políticas que obligan a sus inquilinos a comportarse en cada momento como hombres y mujeres de Estado antes que como apéndices de La Moncloa. Deben lealtad al presidente del Gobierno que les nombra, sí, pero antes se la deben a su promesa ante el Rey de que harán “guardar y hacer guardar la Constitución”.
Eso incluye, en el caso del ministro del Interior, llenar el vacío de seguridad en cualquier rincón de España donde se produzca y creo que a estas alturas de la película pocas dudas caben de que el Govern independentista perdió hace mucho tiempo el control de la calle catalana, de tanto “apreteu” desde las propias instituciones hacia ninguna parte.
No nos equivoquemos: la descomposición en Cataluña no empezó con el 'procés' en 2017, empezó mucho antes: cuando el ‘tripartito’ se puso con la ‘calle’ y contra los Mossos, cuando Artur Mas tuvo que entrar al Parlament en helicóptero
Estamos viviendo los estertores de un malhadado procés que, políticamente, puede que se iniciara en 2017, pero socialmente lo hizo mucho antes. No nos equivoquemos. La descomposición de la sociedad catalana y su división en dos mitades -o en tres, o en cinco ya, vayan ustedes a saber- empezó el día en que el tripartito y su entonces conseller de Interior, Joan Saura, se puso a contemporizar con la calle y contra los Mossos; y años después vendría el asalto al Parlament por los radicales -humillante entrada en helicóptero del entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, incluida-.
Sí, para octubre de 2017 el huevo de la serpiente violenta ya estaba en la calle después de tres décadas de oasis pujoliano. Cataluña y Barcelona, en particular, llevan abriendo los suficientes informativos de cadenas internacionales como para que los colectivos antisistema, los black block de este mundo y los delincuentes habituales hayan puesto su mirada en los comercios de lujo del Paseo de Gracia, como antes lo hicieron en Gotemburgo o en Génova, en busca de la revolución pendiente.
¿Se han preguntado por qué las protestas por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasel en Madrid se apagaron a los dos días de iniciarse? Primero, por el fuerte rechazo social que produjo en la ciudadanía ver su Puerta del Sol y calles aledañas con contenedores incendiados, dijera lo que dijera Pablo Echenique, portavoz de uno de los dos partidos que forman el gobierno de coalición en España, por cierto; y, segundo, porque al tercer día había tres antidisturbios por manifestante en la Plaza de Callao. Fin de la historia.
¿Estoy pidiendo con esto que Policía Nacional y Guardia Civil vayan a poner orden en Cataluña, es decir, que se aplique otro 155? Rotundamente no. Estoy diciendo que el Estado, con Pedro Sánchez, Fernando Grande-Marlaska y Pere Aragonés -sí, Aragonès también, mal que le pese- a la cabeza, den la sensación de que tienen controlada la calle; es su obligación garantizar la seguridad y evitar el pillaje.
Estoy diciendo que una semana de violencia en las calles de Barcelona no se puede saldar con una simple reunión de la alcaldesa, Ada Colau, el conseller de Interior y la Junta de Seguridad respectiva. No vaya a cumplirse el temor de Salvador Illa, que ha visto cómo le ha crecido en estas elecciones un competidor a su derecha al grito de ¡ley y orden! en las calles catalanas.
Marlaska, su ya ex compañero en el Consejo de Ministros, está tardando en dar la cara, aunque solo sea para tranquilizar a la población de un territorio que representa en 17% del Producto Interior Bruto (PIB), motor industrial del país y, de paso, al resto que no vivimos allí. No es cierto que este sea (solo) un asunto catalán, no lo es. El incendio de una comunidad donde residen siete millones de habitantes, más del 15% de la población de todo el Estado, no es, no puede ser una pelea competencial entre administraciones... A no ser que estemos asistiendo a un campeonato de (in)competencias.
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