Pronto supe que cuando una herida permanece abierta y supurante durante años y años, acaba siendo indolora; que cuando un drama se repite una y otra vez, acaba volviéndose invisible.
Llevamos tiempo distraídos, con la mirada puesta lejos, en lugares como Ucrania, Gaza, Israel, golpeados por guerras y tragedias que dejan muertos que nos duelen como si, con cada nueva víctima, nos clavaran simultáneamente una estaca puntiaguda en el abdomen. Y es normal que así sea. Y está bien, por supuesto, que así sea. Es sólo que siento que, en muchas ocasiones, por ir a buscar en la distancia, olvidamos que aquí, en casa, tenemos también demasiados problemas que de tanto acallarlos han terminado arrojados en la cuneta de una carretera cortada.
No sé vosotros, pero yo estoy cansada de escuchar dígitos y más dígitos, como si en vez de seres humanos, estuviéramos hablando de los precios que andan desorbitados
No es que no se hable, estos días, de lo que está ocurriendo en Canarias. No digo que no se hable, que no haya emisoras como la Cope, recientemente, que le dediquen una programación especial; que no haya telediarios que lo mencionen… claro que lo hacen con frases tan manoseadas como “las llegadas de pateras marcan cifras sin precedentes”, “más de mil migrantes llegan a las islas en apenas tres días”. Palabras que suenan a cantinelas, a estribillos repetitivos de una melodía sin alma. Porque, lamentablemente, se han habituado nuestros oídos y nuestros ojos a ver hacinadas a bordo de esas barcazas de juguete lanzadas, no a una bañera, sino a un mar real e infinito, a cientos de personas, a bebés, a menores y hasta a cadáveres. Personas con toda una historia dura detrás, con toda una travesía en una mochila con la que ni siquiera cargan porque viajan sin apenas equipaje. Personas convertidas en meros números de una crisis interminable. Más de 11.000 llegadas en octubre. Más de 4.200 niños y adolescentes no acompañados tutelados por esta comunidad autónoma. 570 migrantes nuevos el lunes. Más de 400, el martes. Unos 188, el miércoles. Pero, ¿qué nombres se ocultan tras esas cifras? ¿Por qué a nadie le importa? ¿Dónde quedó la humanidad? ¿Naufragó también en un cayuco? No sé vosotros, pero yo estoy cansada de escuchar dígitos y más dígitos, como si en vez de seres humanos, estuviéramos hablando de los precios que andan desorbitados o de la cuantía que debemos al banco a final de mes.
Menos mal que siempre hay alguien que arroja algo de luz como una vela pequeña en mitad de un campo oscuro. Y no me refiero a la partida millonaria aprobada por el Consejo de ministros para gestionar la crisis. Me refiero a los profesionales, voluntarios, policías, sanitarios que se dejan la piel sobre el terreno, que andan exhaustos, sacando horas al día para ayudar a todos esos migrantes que arriban a una España que no resulta ser la que soñaron. Cuenta uno de ellos en el especial de la Cope bajo el nombre de Boubakar, que jamás aconsejaría a sus hermanos que se metieran en una patera como hizo él. ¿De qué sirve estar años recabando los euros necesarios para conseguir un billete con destino a la mismísima muerte? Porque afortunado es el que llega vivo tras una lucha infernal contra el mar y contra las adversidades de los cuatro trozos de madera en los que realizan la travesía, donde apenas pueden comer, ni beber, ni hacer sus necesidades si no es encima; con el agua salada colándose entre las grietas, con el demonio del naufragio acechando cada minuto que pasa. Y ¿a quién le preocupa todo esto?
Más pronto que tarde el agua nos devolverá el daño causado; la ola de olvido a la que sometemos a estas personas cuyo único delito es el de jugarse la propia existencia para alcanzar una más digna. Y ese día en el que el tsunami irrumpa sin previo aviso, los gobernantes andarán nadando desesperados, alejándose más todavía del “problema”, buscando refugio en tierra firme. Llevan tiempo distraídos, con la mirada puesta en un mapa en el que no aparecen los países de origen de los que parten estos migrantes. Y debería ser en esos lugares en los que pongan de una vez por todas la solución a este drama, el tapón a esta herida que no cura.
¿Dónde nos queda Canarias? Me pregunto. ¿Dónde? Tan lejos a los que estamos aquí, como cerca a todos aquellos que la buscan desde rincones recónditos del planeta, creyendo que en este sitio está su salvación, aunque en muchos casos, sólo encuentren su condena.
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