Opinión

Las dos caras de Hamás

En lo que parece la enésima reedición de un serial de argumento escabroso y predecible, Israel y Palestina han vuelto a amanecer empapadas en la sangre de su contrario. Las fotografías son salvajes y los telediarios poco esperanzadores: el 7 de octubre d

En lo que parece la enésima reedición de un serial de argumento escabroso y predecible, Israel y Palestina han vuelto a amanecer empapadas en la sangre de su contrario. Las fotografías son salvajes y los telediarios poco esperanzadores: el 7 de octubre del 2023, comandos nacionalistas palestinos masacraron a 1400 israelíes -incluyendo a los 260 jóvenes que bailaban en un festival de música- y tomaron más de 200 rehenes. Las fuerzas israelíes vomitaron sus bombas sobre la Franja de Gaza en respuesta, dejando a no menos de 6000 palestinos enterrados bajo los escombros.

En medio del horror, conviene tomarse un minuto para apartar las telarañas de propaganda hiladas por ambos bandos y pararse a conocer los orígenes del grupo que ha dado el pistoletazo de salida para esta nueva tragedia, una banda que ha pasado por fases muy distintas: Hamás.

Viajemos en el tiempo. Corrían los años setenta, y los palestinos estaban sometidos al gobierno militar israelí en Gaza y Cisjordania. Sus condiciones laborales y sociales eran miserables en comparación con las de población judía, su bandera estaba prohibida por ley y nada parecía contener el apetito territorial de los llamados "colonos", que en nombre de una versión algo exaltada de la religión hebrea se expandían sin freno por su territorio.

Aquellos años, el jeque Yassin, un clérigo tetrapléjico y notablemente dotado para la política, veía como su organización, la Mujama al-Islamiyyah florecía dentro de Gaza. Esta predicaba el fundamentalismo, al tiempo que apaleaba a los laicos en la universidad y saboteaba a gritos las conferencias sobre Darwin, cuyas ideas denunciaba como propaganda judía. Pero la Mujama repartía también comida y medicamentos entre los necesitados, y ganaba popularidad por ello. Los israelíes la dejaban hacer (dado que el fundamentalismo no se volvería violento hasta los años ochenta) y, de hecho, la financiaban generosamente, como reconoció en su día el ex-ministro Moshe Arens. A fin de cuentas, los fundamentalistas se enfrentaban a los laicos de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP), que guerreaba por aquel entonces contra Israel.

Aquel apoyo no resultó ser buena idea. Porque en 1988, cuando estalló la Primera Intifada -una oleada de manifestaciones y boicots palestinos que los israelíes reprimieron a base de balazos y gas lacrimógeno-, la Mujama se transformó en facción armada; pasó de islamista a yihadista. Nacía así el Harakat al-Muqawama al-Islamiyyah, el "Movimiento de Resistencia Islámica" o, por sus siglas, "HMS", rápidamente convertidas en la palabra "fervor": Hamas.

La larga sombra de Irán

Hamás se estrenó salpicando con atentados la hasta entonces pacífica Intifada, y publicando una carta fundacional que acusaba a los judíos de haber provocado la Revolución Francesa, la Primera y la Segunda Guerra Mundial, afirmando: "no hay solución al problema palestino más que la Yihad." Esta, proclamaba, era obligatoria. "Una mujer debe salir a luchar sin el permiso de su marido", decía, "y un esclavo sin el de su amo." Las mujeres debían "fabricar hombres" para la lucha, y por este motivo, denunciaba, los enemigos de la causa trataban de apartarlas de su misión por medio de mensajes subliminales introducidos por medio de la masonería en la publicidad, el cine y la educación.

En 1991, el gobierno israelí hizo deportar a 415 líderes de Hamás y de Yihad Islámica Palestina (un grupo de ideas similares, aunque minoritario) a la montañosa frontera del Líbano. No fue una idea particularmente brillante: la Guardia Revolucionaria iraní controlaba la zona. Aprovechando aquel golpe de suerte, los iraníes se apresuraron a entrenarlos, entre otras cosas, en el arte de algo que hasta entonces no se estilaba en las filas del yihadismo, y mucho menos de la Intifada: el terrorismo suicida.

Desde entonces, Irán financiaría fuertemente a Hamás y le cedería campos de entrenamiento. Siria, fuertemente ligada a Irán, se sumaría también como aliado a partir de 1999, y Qatar y Turquía lo harían en la segunda mitad de los 2000 -cuando las cosas estuviera ya más calmadas en los territorios palestinos-, con la subida al poder del islamista turco Erdogán.

Salta por los aires el proceso de paz

Antes de esto, sin embargo, Hamás y Yihad Islámica Palestina iban a tener oportunidad de poner en práctica las sabias enseñanzas de los iraníes. Israel y la OLP, exhaustas ambas, habían pactado los históricos Acuerdos de Oslo en el 93. Por primera vez, la OLP reconocería a Israel y esta, a cambio, le permitiría gobernar los territorios palestinos (Gaza y Cisjordania) como un ente autónomo. Se liberaron presos y hubo manifestaciones de júbilo. Todo parecía cambiar a mejor.

Al menos, hasta que Hamás y Yihad Islámica Palestina decidieron sabotear el acuerdo. Lo hicieron por medio de una campaña de coches bomba en plena campaña electoral. Su objetivo: desgastar a los laboristas (firmantes del pacto) y entronizar en su lugar al conservador Benjaminn Netanyahu, que organizaba marchas contra los acuerdos donde los asistentes comparaban a los laboristas con Hitler y la OLP. Netanyahu subió al poder y los acuerdos comenzaron a tambalearse.

Todo ello derivaría en una segunda Intifada en el año 2000 mucho más sangrienta que la primera: atentados suicidas en discotecas por una parte, ataques con tanques y helicópteros por la otra. Uno de aquellos helicópteros, por cierto, voló en mil pedazos al propio Jeque Yassin. Murieron un millar de israelíes y más de 3000 palestinos -con más de un 50% de muertos civiles en ambos casos-, a los que había que añadir varios de cientos de palestinos ejecutados por sus propias milicias.

A esas alturas, los isralíes habían desarrollado una política de contrainsurgencia que vendría a ser el equivalente de que el gobierno español lanzara bombas de racimo sobre Mondragón después de un atentado de la ETA. Los bombardeos e incursiones arrasaban las zonas civiles sin importar el número de víctimas colaterales, y las excavadoras demolían las casas de los familiares de terroristas suicidas. Aunque la intención era precisamente la contraria, lo cierto es que esta política ha tenido siempre el resultado de reforzar a Hamás, llenando sus filas de nuevos reclutas. Masacrar civiles es ya de por sí una pésima estrategia de contrainsurgencia, pero hacerlo además en una región donde las familias han de vengar por honor la muerte de sus parientes -y donde estas familias son increíblemente numerosas, dada la altísima tasa de natalidad de Gaza-, acaba resultando totalmente contraproducente.

Hamás, por contra, vio una oportunidad de crecer en la oposición y preparó a sus candidatos profesionalmente, aprovechando el tirón que le daba su programa de ayuda a los necesitados, al contrario de lo que hacía la corrupta OLP

La Segunda Intifada se apagaría en 2005: el líder israelí Ariel Sharón pactó desalojar a los colonos israelíes que se internaban en Gaza (causándoles una gran rabieta) y Hamás acabó por abandonar el terrorismo suicida, que tantas simpatías internacionales le restaba. A partir de entonces, cuando las tensiones volvieran a dispararse, recurriría a una nueva arma: los cohetes Qassam, fabricados localmente por apenas 500 euros, o los Grad, más potentes e importados de Irán.

En el año 2006, ocurrió algo que nadie (ni siquiera Hamás) se esperaba: la organización ganó unas elecciones legislativas. Hacía diez años que la OLP no celebraba comicios en territorio palestino por miedo a perder el poder. Cuando finalmente lo hizo, se confió -acababa de ganar las presidenciales un año antes-, e hizo una campaña desastrosa. Hamás, por contra, vio una oportunidad de crecer en la oposición y preparó a sus candidatos profesionalmente, aprovechando el tirón que le daba su programa de ayuda a los necesitados, al contrario de lo que hacía la corrupta OLP.

Tras aquella victoria sorpresiva, la comunidad internacional exigió que Hamás renunciara a la violencia y reconociera el Estado de Israel. El líder moderado, Ismail Haniya, no podía aceptarlo (tenía que aplacar al mismo tiempo a los sectores más radicales del grupo) pero ofreció reconocer las fronteras de los Acuerdos de Oslo y abrir una tregua de diez años a cambio de una retirada militar. Sin embargo, Tel Aviv se negó, e impuso un asfixiante bloqueo sobre la Franja. Hamás trataría de evadirlo construyendo su famosa red de túneles; algunos llegaban a medir un kilómetro de largo.

Guerra civil palestina

Al mismo tiempo, la OLP, celosa, calentaba las calles contra Hamás. Entre manifestaciones y mortíferos ajustes de cuentas, ambas facciones se preparaban para el enfrentamiento final, rearmándose en secreto; Hamás por medio de Irán y Siria, y la OLP por medio de Washington, como revelaron la revista Vanity Fair y el diario israelí Haaretz. Finalmente, fue Hamás quien se adelantó en junio del 2007, tomando el poder a tiro limpio. A partir de entonces, Gaza sería territorio de Hamás, y Cisjordania de la OLP. Los dos grupos acabarían por hacer las paces, pero no por ello dejarían de desconfiar el uno del otro, o de arrestar sin contemplaciones a los militantes del contrario.

El problema principal, por otra parte, seguía siendo el bloqueo israelí de Gaza, donde elementos tan anodinos como la mermelada o los macarrones eran prohibidos al lado de materiales de la construcción o químicos explosivos. Los documentos clasificados de la embajada americana en Tel Aviv -revelados por Wikileaks en 2011- decían: "Funcionarios israelíes han confirmado en repetidas ocasiones (...) que buscan mantener la economía de Gaza al borde del colapso sin empujarla del todo hacia el abismo." Se trataba, en suma, de castigar a la población gazatí para erosionar la popularidad de Hamás.

Y esto funcionó; pero una vez más, trajo consecuencias totalmente indeseadas. En diciembre del 2008, Hamás, que había respetado una breve tregua (llegando a arrestar a otros milicianos que trataban de disparar cohetes), buscó resucitar su popularidad al verse impotente para aliviar el bloqueo o evitar el fuego ocasional de los francotiradores israelíes en la frontera. Lanzó una barrera de cohetes contra Israel al tiempo que ofrecía renovar la tregua si se mejoraban las condiciones. La respuesta israelí consistió en la Operación Plomo Fundido, un ataque terrestre contra la Franja que se llevó por delante a casi 1400 palestinos, de los cuales la mitad aproximada eran civiles. Fue, nuevamente, una maniobra fallida: aquella matanza no logró otra cosa que restaurar la maltrecha popularidad de Hamás.

Imponía también su integrismo religioso, aunque sabía echarse atrás si encontraba resistencia, lo cual le valía las críticas de Al Qaeda y de grupos locales que se dedicaban a incendiar farmacias o cibercafés

La banda, al mismo tiempo, hubo de encargarse del gobierno civil de la Franja. Su labor no era brillante, pero sí comparativamente mejor que el yugo militar israelí de los ochenta o la administración negligente y corrupta de la OLP que le sucedió. Ahora, se pagaban impuestos y facturas, se recogía la basura y los clanes criminales dejaron operar con impunidad. En las calles, Hamás castigaba la disidencia y mataba a quien colaborara con Israel (o fuera acusado de ello). Imponía también su integrismo religioso, aunque sabía echarse atrás si encontraba resistencia, lo cual le valía las críticas de Al Qaeda y de grupos locales que se dedicaban a incendiar farmacias o cibercafés.

A su vez, la postura inicial de Hamás comenzó a reblandecerse. Con la llegada de Barack Obama al poder en EEUU, el jefe político del grupo, el moderado Khaled Mashal, avanzó la idea de una solución de dos estados a cambio de acabar con el bloqueo y una retirada militar del territorio palestino. La oferta, no obstante, cayó en saco roto: Netanyahu se negó en redondo.

Hubo también un segundo cambio de postura. Hamás era aliada de Siria, pero cuando el líder sirio Bashar al-Assad se enfrentó a la Primavera Árabe en 2011, la banda dio un giro de 180 grados y dejó de secundarle. En su lugar, apoyó a los rebeldes -que eran suníes, como ella- y llegó a entrenar a alguno de sus grupos. Sus líderes abandonaron Damasco, partiendo hacia Qatar. Los servicios de seguridad sirios, por su parte, dejaron clara su respuesta enviando al otro mundo a más de un militante.

Regreso a la violencia

Mientras tanto, el brazo político de Hamás estaba cada vez más desbordado. Había perdido a sus aliados islamistas en El Cairo cuando los militares egipcios dieron un sangriento golpe en 2013, tenía fricciones con Siria e Irán a cuenta de la Primavera Árabe, y hasta Qatar le racaneaba las donaciones, presionada por otras monarquías del Golfo. Desprovista de aliados potentes, gobernar la Franja resultaba impracticable a causa del bloqueo israelí. Los apagones duraban más de 12 horas diarias, los detritus volvían a apilarse y las plantas depuradoras se estropeaban sin poder ser reparadas. Hamás trató de acercarse a sus rivales de la OLP -que contaban con apoyos externos- y formó con ellos un gobierno de concentración; pero la OLP se apresuró a recoger los frutos políticos sin honrar su parte del pacto, y los moderados dentro de Hamás quedaron aún más deslegitimados a ojos de la militancia.

Era el momento idóneo para el regreso de los violentos. El 12 de junio de 2014, tres adolescentes israelíes fueron secuestrados por integristas. La OLP se apresuró a colaborar con Israel, pero fue en vano: los muchachos aparecerían muertos de un balazo. Khaled Meshal admitió la responsabilidad de la banda pero, por sus declaraciones -y por los datos de la propia Inteligencia israelí-, parecía evidente que el politburó no había sido informado del ataque. De hecho, los perpetradores pertenecían al clan Qawasameh, que, con sus 10.000 miembros, tenía un amplio historial de rebelarse frente a pactos y componendas dentro del grupo. Este era uno de los grandes problemas de Hamás: su músculo militar no obedecía siempre a su cerebro político.

En todo caso, los violentos consiguieron su objetivo. Israel arrestó a cientos de personas -matando a algunos en las redadas-, y demolió las casas de las familias de los culpables tras atraparlos. Al mismo tiempo, un comando de colonos judíos secuestró por su cuenta a un adolescente palestino y lo quemó vivo. El Shin Bet no tardó en arrestar a los responsables -con el Ministro de Defensa israelí condenando enérgicamente a los "terroristas judíos"- pero la espiral de sangre no paraba de crecer. Hamás respondió disparando cohetes desde Gaza, e Israel lanzó una nueva invasión terrestre de la Franja para destruir los célebres túneles. Murieron 71 israelíes y no menos de 2251 palestinos, de los que la ONU calculó que casi un 70% eran civiles.

El ciclo de los extremos

Se perfilaba un patrón repetitivo: el bloqueo y los bombardeos israelíes reforzaban al sector belicista de Hamás, mientras que los ataques de las milicias reforzaban al sector belicista dentro de Israel, que era capitaneado por el Primer Ministro Benjamin Netanyahu, un viejo zorro de la política que acumulaba ya más de diez años en el poder. En otras palabras, los "duros", a uno y otro lado del tablero, se reforzaban mutuamente en un extraño juego de espejos convexos.

Las víctimas de este juego, como se puede suponer, tendían a ser mayoritariamente los civiles que habitaban la Franja. Estos habían de añadir a su abultada cuenta de desgracias un par de factores que el público tiende a desconocer.

El primero eran los atentados cometidos por bandas terroristas formadas por colonos israelíes exaltados; desde aquellos que trataban de volar la Mezquita de Al-Aqsa en los años ochenta para provocar el retorno del Mesías de los hebreos hasta aquellos que, en la actualidad, perpetran cientos de ataques por año, con palizas, asesinatos y lluvias de cócteles Molotov. El segundo era el hecho -ignorado convenientemente- de que hasta una tercera parte de los cohetes disparados por las milicias podía fallar en su trayectoria y caer sobre las cabezas de los propios palestinos.

A modo de consuelo, la Franja resistía gracias a los esfuerzos hercúleos de la ONU por mantener en pie los servicios escolares y sanitarios del lugar, y las treguas ocasionales que negociaba en los peores momentos del conflicto -a veces, de unas pocas horas- para evacuar o abastecer la zona.

El silencioso ascenso de la facción dura

La situación fue empeorando durante este último lustro. En 2018 se organizó una macroprotesta con decenas de miles de personas en la frontera de Gaza e Israel. Las manifestaciones se repitieron durante 18 meses. En ese tiempo, los guardias de frontera abatieron a no menos de 223 palestinos (sólo 40 de ellos eran militantes armados) e hirieron a 13.000, según datos de Cruz Roja. La utilización de munición real fue duramente condenada en la Asamblea General de la ONU ese mismo año. En 2021, las tensiones volvieron a estallar a cuenta del desalojo forzado de familias palestinas en Jerusalén y una redada en la sagrada mezquita de Al-Aqsa. El intercambio de cohetes y bombardeos que siguió dejó doce judíos y 243 palestinos muertos. Y este mismo verano, ambas partes volvieron a matarse entre sí.

Aun así, todo parecía indicar que Hamás se estaba moderando. Sus líderes habían reconocido la posibilidad de dividir el territorio en dos Estados, así como los acuerdos entre la OLP e Israel, aunque estas decisiones generaban un intenso debate entre las distintas facciones de la banda: la cúpula que vivía en Qatar era más pactista, pero el poder en Gaza dependía de otros líderes más curtidos. Las divisiones eran difíciles de determinar, dado que los moderados se veían obligados a celebrar en público los ataques, aunque no los hubieran ordenado en privado. El criterio de la organización como tal prevalecía sobre los personalismos de un líder u otro.

Saber quién gana y pierde poder dentro de Hamás resulta enormemente complicado, dado el secretismo que envuelve los asuntos internos de la banda. Pero en 2017 se produjo un hecho significativo. Yehiya Sinwar, el antiguo fundador del ala militar, "duro" y afín a los iraníes, ganó las primarias, convirtiéndose en jefe del grupo dentro de Gaza. Dado que Gaza es el único bastión territorial del grupo, su liderazgo resulta tan importante dentro de la banda como el de la cúpula exiliada en Qatar. Aquel ascenso fulgurante presagiaba tormenta.

Fue así como se llegó a octubre del 2023, que trajo la sorpresa más sangrienta; con 1400 muertos, aquel era el tercer atentado más mortífero en toda la Historia del terrorismo.

El verdadero motivo del ataque

¿Por qué ese giro truculento, justamente ahora? En términos estratégicos, no era mal momento: la controvertida política interna del gabinete de Netanyahu había provocado un gran clamor social en Israel que debilitaba al gobierno. Pero ante todo, el ataque parecía coordinado para sabotear un gran pacto regional que amenazaba a Hamás: el inédito (e inminente) acuerdo entre Israel y Arabia Saudí.

Irán, particularmente, andaba preocupada por esto, y quizás influyera en la decisión de atacar. Aun así, resulta difícil confirmarlo; primero, porque los iraníes suelen incitar a la acción de manera indirecta, sin implicarse en las operaciones, y segundo, porque aunque la Guardia Revolucionaria ha mantenido reuniones recientes con sus comandantes, esto no es algo que se salga de lo habitual.

En todo caso, la banda sabía que la respuesta previsible de Israel dejaría un número de muertos civiles palestinos tan desmedido que los saudíes habrían de echar el freno. Y eso es lo que ha ocurrido: el acuerdo se ha venido abajo en medio de los bombardeos israelíes. Hamás lo ha conseguido. Mientras tanto, es difícil saber quién ganará y perderá en esta guerra; si Hamás o Netanyahu prevalecerán o caerán dentro de sus respectivas esferas. Una cosa es segura, no obstante, y es que los civiles serán, una vez más, los grandes perdedores de este nuevo round en un pulso interminable.

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