Se cumplen dos meses desde que, en la madrugada del 24 de febrero, tropas rusas decidieran invadir Ucrania, país independiente desde 1991. En 1994 tenía el tercer arsenal de armas atómicas más grande del mundo, superior incluso al chino, y acordaron que todas sus cabezas nucleares pasarían a Rusia -algo que se completó en dos años- a cambio de ayudas económicas, fundamentalmente estadounidenses, y el reconocimiento ruso de las fronteras del país. Aunque Moscú ya rompió ese pacto al anexionarse Crimea en 2014, muy pocos esperaban que lo volviera a hacer, más con una campaña bélica tan descomunal que, en aquellas primeras horas de finales de febrero, parecía pretender la ocupación de todo el territorio ucraniano, sin limitarse a la región del Donbás, la parte más oriental del país donde, desde hace ocho años se registra una especie de guerra civil entre las autoridades de Kiev y fuerzas armadas y financiadas por Rusia.
Podemos suponerlo pero nadie sabe a ciencia cierta, porque Putin jamás ha dicho cuál era su objetivo (más allá de la patraña de la desnazificación), si invadir todo el país y no lo ha conseguido dada la fuerte oposición de un ejército ucraniano bien provisto por Occidente, o si sus planes siempre fueron los de unir Rusia con toda la franja del Este ucraniano, desde el Dombás hasta Crimea, y que pasa por anexionar todo el terreno donde justo está la ciudad más castigada: Mariúpol. Lo que sí sabemos todos, e incluso los más fanáticos del líder ruso deben reconocerlo, es que el mundo es hoy un lugar peor que hace dos meses. Más allá de ser el mayor conflicto bélico en Europa desde las guerras yugoslavas de finales del siglo pasado, de crearse la mayor crisis de refugiados en nuestro continente desde la Segunda Guerra Mundial y de los horrores típicos (y algunos no tanto como los robos y las agresiones -de todo tipo- a civiles) de una guerra, la internacionalización de la, eufemísticamente llamada por Putin “Operación Especial”, está teniendo unas consecuencias geopolíticas y económicas notables.
Aunque es evidente que a corto plazo las cosas están peor, que el planeta es un lugar menos seguro (hay mucho mayor riesgo de una tercera guerra mundial que hace dos meses) y más pobre (no sólo para Ucrania y Rusia) puesto que ha influido en un menor crecimiento y una mayor inflación mundial, hay quien intenta encontrar consuelo en algunas reacciones aparentemente positivas. Se cita que ha habido una cierta unión dentro de Europa y, en general, en la mayoría de las democracias occidentales gracias a la exageradísima reacción rusa. Aunque la guerra económica planteada por Estados Unidos y sus aliados contra Rusia es una forma de luchar contra una potencia agresora sin aumentar el conflicto bélico, lo cierto es que aún no ha conseguido su objetivo de frenar las ambiciones de Putin. Entre otras cosas porque la unidad ni es tan fuerte como nos dicen, ni tan amplia.
A Putin no parece inquietarle el deterioro económico en el que está cayendo su país, y sus compatriotas, muy influidos por una hábil campaña propagandística, exhiben un nacionalismo inflamado ante lo que consideran una agresión extranjera
Dentro de Europa, posiciones ideológicas como la de Orban o de realismo económico como las de Alemania y Austria, permiten que el boicot a las exportaciones rusas sea limitado. Y fuera de nuestro continente, muchos países ignoran el drama ucraniano y aprovechan la situación para beneficiarse de ella como hace India comprando más barato el petróleo ruso. Con todo, el principal inconveniente de las medidas contra Rusia es que a Putin no parece inquietarle el deterioro económico tan grave en el que está cayendo su país, y sus compatriotas, muy influidos por una hábil campaña propagandística -que incluso cala en ciudadanos occidentales- exacerban su nacionalismo ante lo que consideran una agresión extranjera, y no lo que es: una respuesta ponderada a una guerra ilegal e injusta de una gran potencia contra una nación soberana.
Es triste que en la ONU haya tantos países que, más allá de los más dependientes económicamente de Rusia como Cuba, Venezuela, Siria etc., se abstengan en lugar de condenar la agresión, así como que haya tantos que justifiquen el comienzo de una guerra desastrosa para todos. Una de las consecuencias que sí me atrevo a considerar positivas es que muchos han abierto los ojos ante el problema que supone la dependencia energética. Soy escéptico ante la posibilidad de un cambio real en la agenda de nuestros gobernantes. La mayor prueba de esto la tenemos en el gobierno español, que desde que empezó el conflicto no sólo no ha mejorado las cosas (por ejemplo, ampliando la vida útil de las centrales nucleares o autorizando el fracking), es que, tras unas primeras declaraciones de la vicepresidenta Nadia Calviño afirmando, como ya hiciera con la pandemia en 2020, que el impacto sería mínimo debido a nuestra escasa dependencia del gas y el petróleo ruso, ahora usa la coletilla de “la guerra de Putin” como justificación de una economía que ya evolucionaba de forma muy diferente a lo previsto por ella antes de la invasión.
La guerra, obvio es subrayarlo, es obviamente mala. Es posible que produzca algunas consecuencias positivas -que por supuesto no compensan las negativas- como que muchos abran los ojos sobre amenazas que no se habían sopesado convenientemente (la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN es un buen ejemplo en el campo geopolítico) pero en economía todo está peor y no parece que vaya a cambiar nada sustancial. Y ahí los mayores culpables son los gestores políticos que no reaccionan ante la amenaza de estanflación, y en concreto los de España que no cambian nada sustancial ante la mayor inflación y el crecimiento menor, y ni siquiera son capaces de reducir el gasto público. Imagino que les calma el conocer quién será el próximo al que echarán las culpas cuando se dispare la prima de riesgo, una vez que BCE reduzca sus compras: “los mercados”. ¿Apostamos algo?
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