Opinión

Las dos Olivias

Dos casos terribles, dramáticos, con algunos paralelismos. Dos tratamientos, mediáticos y sociales, bien diferentes

Las dos tenían seis años. Si no hubieran vivido tan lejos, una en Gijón, la otra en Tenerife, habrían podido jugar juntas a las mamás, uno de los pasatiempos favoritos de las niñas de esa edad. Haría el papel de muñeca la pequeña Anna, hermanita de un año de la Olivia canaria, una muñeca viva y preciosa de grandes ojos azules a la que nuestras mujercitas podrían haber cuidado y hecho reír. Con esa percepción especial que tienen los niños, se habrían reconocido mutuamente, en un gesto de la cabeza, en un silencio, en una sombra en la mirada.

Compartían muchas cosas, unas circunstancias que Eugenio, el padre de la Olivia del norte y Beatriz, la madre de la Olivia del sur,  se esforzaban como podían en ocultar, pero que nuestras protagonistas no podían dejar de percibir, aunque fuera oscuramente. Una amenaza invisible y ominosa con el peor origen posible, los padres ausentes, pendía sobre sus respectivos hogares y las hacía terriblemente vulnerables. Imposible que no pillaran alguna vez a su madre Beatriz, o a su padre, Eugenio, con la guardia baja y la angustia reflejada en la cara. No hay nada más inquietante para un niño que ver a sus padres pasándolo mal, pero quién podría tenérselo en cuenta con lo que estaban pasando.
Las dos niñas habían tenido que afrontar el divorcio de sus padres, algo muy difícil de entender a tan temprana edad. Los niños no comprenden las legítimas razones que tenemos los adultos para tomar decisiones que les afectan a directamente, por lo que es nuestro principal deber hacerlo de la forma menos traumática posible para que la nueva situación sea una continuación natural, aunque algo triste, de la anterior.

En ambos casos y por caminos diferentes pero al final muy parecidos, llegaron a la misma conclusión. Había que castigar a Beatriz y a Eugenio hiriéndoles de muerte en vida. De esa muerte que solo se consigue asesinando  a sus hijas

Por desgracia no fue así en ninguno de los dos casos. Tanto Noemí, la madre de la Olivia del norte, como Tomás, el padre de la Olivia del sur, se dedicaron a hacer la vida imposible a sus ex esposos. La una interponiendo una denuncia por violencia de género tras otra desde el primer día en que su marido le pidió el divorcio hasta llegar a veinte, de las que solo prosperó una en la que el juez declaraba probado un zarandeo y un golpe en un brazo y en la espalda, pero que el mismo juez vinculaba al desespero y angustia que tenía Eugenio en ese momento, acribillado a denuncias falsas que atentaban contra su honor. Le impuso la pena mínima posible: nueve meses. Tras una larga lucha en los tribunales, Eugenio consiguió la custodia exclusiva de la Olivia del norte, algo que su ex mujer Naomí no estaba dispuesta a aceptar. El otro, Tomás, aunque mal que bien había sorteado hasta ese momento la separación y y el reparto del tiempo de las niñas entre la madre de sus hijas y él, no toleró que Beatriz hubiera rehecho su vida con otra persona. En ambos casos y por caminos diferentes pero al final muy parecidos, llegaron a la misma conclusión. Había que castigar a Beatriz y a Eugenio hiriéndoles de muerte en vida. De esa muerte que solo se consigue asesinando  a sus hijas.

A partir de aquí empiezan a diferir las dos historias, si no en los hechos, sí en la consideración social de los mismos. Mientras que a Tomás Gimeno se le calificaba de forma unánime en la conversación pública como lo que fue, un asesino sin paliativos que consumó la peor violencia vicaria posible contra su ex mujer Beatriz -su caso fue utilizado por Irene Montero para denunciar “la justicia patriarcal”- a Noemí Martínez se le ha dispensado un trato muy distinto, hasta el punto de que, en un programa de televisión, se calificó de “suicidio ampliado”. Esos suicidios que, por alguna razón, se malogran siempre justo después de haber matado muy eficazmente a un niño.

Todo lo que se salga del esquema hombres malos y violentos-mujeres seres ángelicos, y que contradiga el relato oficial, se oculta y se calla

Por supuesto no se ha barajado la posibilidad de que estemos ante un caso de violencia vicaria contra Eugenio, porque ya sabemos que los hombres no pueden sentir dolor ni las mujeres son capaces de infligirlo, sea dicho con toda la ironía y la amargura posibles. Irene Montero guardó esta vez un vil silencio. Todo lo que se salga del esquema hombres malos y violentos-mujeres seres ángelicos, y que contradiga el relato oficial, se oculta y se calla. Solo cuando Vox la arrinconó en sede parlamentaria no le quedó más remedio que, con los ojos llenos de rabia, mandar su cariño a la “familia” de nuestra Olivia del norte, evitando usar la palabra padre, que tanto debiera venerarse y mucho más en este caso.

A una de nuestras Olivias la mató su madre, Noemí y a otra su padre, Tomás. En ambos casos, hombre y mujer, asesinos de niños. Pero no se les trata igual ni son iguales ante la ley. Ella disfruta de la presunción de inocencia, (fue un 'suicidio ampliado', un 'transtorno') pero él no, porque en nuestro país esa presunción se eliminó para los hombres, de forma precipitada y sin atender a las consecuencias funestas de tal iniciativa. De un plumazo se cargaron una de las mayores conquistas de la cultura democrática, la que confiere a todos la condición de inocentes hasta que se prueba lo contrario.

El título y el asunto de esta columna se lo debo a mi amigo Jon, estudiante de segundo de bachillerato, a quien pedí permiso para usarlos tras contarme que iba a presentar un trabajo sobre las dos niñas con este tema. Puede que haya hecho falta la brillante reflexión de un menor para establecer el paralelismo entre los casos de estas dos menores. Puede que los adultos, o por lo menos esta adulta que escribe, no hubiera dado nunca con ese título que hermana a dos niñas inocentes, (y a una muñeca viva de ojos azules), que compartían nombre y mucho más: la promesa infinita de una vida entera. Que Dios las tenga en su gloria.

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