Hablo con uno de los socios del principal despacho de abogados del país. Lo encuentro desbordado y furioso. “Los decretos del Gobierno están mal redactados, están llenos de lagunas, están provocando una tremenda inseguridad jurídica y generando un desconcierto general. Los empresarios están sobrepasados e histéricos. No hay ansiolítico que pueda contener su sensación de pánico. Todas las compañías, grandes y pequeñas, se han embarcado en planes de contingencia no para detener o paliar el riesgo inmediato sino para intentar sobrevivir los próximos seis meses”. La sensación general es que el Ejecutivo es un pollo sin cabeza que va dando palos de ciego inspirado por una ideología anacrónica abocada a repetir su fracaso histórico. El estado de alarma se aprobó para imponer coactivamente una cuarentena prorrogable y general, a fin de reducir el número de contagios así como evitar el colapso del sistema sanitario, pero no para modificar vilmente la legislación laboral.
Ya presumíamos que situar al frente del Ministerio de Trabajo a una comunista como Yolanda Díaz era como meter a una zorra en el gallinero. Y se está comportando como tal con la venia de Sánchez. Aquellos que creían ingenuamente -no es mi caso- que la vicepresidenta Nadia Calviño representaba una cierta garantía de inyectar un poco de orden y de sentido común a la hora de afrontar la crisis se han equivocado. A Iglesias y sus cuatreros la pandemia les importa bastante menos que la oportunidad que abre de poner en marcha su proyecto revolucionario con millones de parados en las calles exigiendo aún mayor bazuca de dinero público cuando esto pase por medio de la confiscación fiscal, el expolio, la estatización de la economía y su correspondiente hundimiento.
Los de Podemos ya han empezado a marcar el paso. Dice un amigo que el cierre de la actividad económica no esencial es algo digno de controversia, que es discutible e incluso aceptable. No estoy de acuerdo. La prioridad es desde luego combatir con denuedo el virus, pero el remedio no puede ser peor que la enfermedad. No conviene detener un país casi por completo. Trump ha dicho con razón que una recesión brutal como la que nos amenaza puede ser incluso más letal que el coronavirus. Puede morir mucha más gente y la experiencia histórica del gran drama de 1929, con su reguero de suicidios, depresiones, alcoholismo, violencia y demás patologías sociales así apunta. El análisis de costes que practican a diario los expertos resuta negativo. Las consecuencias no deseadas de un parón total de la industria, más allá de los sectores ya amortizados por la plaga, va a provocar unas perturbaciones económicas que superan con creces los potenciales beneficios.
Todo indica que se ha cedido una vez más, como desde el comienzo de la crisis, a la demagogia, a dirigentes autonómicos enervados -a algún racista como el catalán Torra- y desde luego a los nefandos sindicatos -de los que jamás puede esperarse idea capaz de favorecer a los trabajadores-, que llevaban varios días presionando básicamente para cerrar la construcción infligiéndole un golpe violento en el hígado.
El objetivo genuino de un gobierno decente debería ser minimizar la destrucción del tejido productivo, pero Sánchez ha decidido multiplicar las dificultades para conservarlo
Pero el tiro de gracia que hipotecará el futuro económico del país ha venido con las últimas medidas aprobadas por el Gobierno a instancias de la comunista Díaz: el encarecimiento de los despidos, el establecimiento de los permisos retribuidos recuperables y la prórroga obligada de los contratos temporales, decisiones probablemente inconstitucionales, pues atacan derechos protegidos por la Carta Magna como son la libertad de empresa y la negociación colectiva de las relaciones de trabajo, según explica con acierto el economista Mikel Buesa. Hasta ahora, cada empresa era libre de decidir sobre sus objetivos y de establecer la manera de lograrlos frente a cualquier ejercicio centralizado o imperativo de planificación económica. Además, el derecho a la negociación colectiva implica, a través del Estatuto de los Trabajadores, que serán los convenios entre patronos y empleados los que fijen la jornada laboral, su duración y distribución a lo largo del año, así como el establecimiento de los periodos vacacionales -pudiéndose también pactar todas estas cuestiones de manera individual-.
Más allá de la incuria legal, el objetivo genuino de un gobierno decente debería ser minimizar la destrucción del tejido productivo, pero Sánchez ha decidido multiplicar las dificultades para conservarlo. La promesa de dotar de hasta 100.000 millones de liquidez a las empresas con la garantía del tesoro público se despliega con una lentitud exasperante; en lugar de cancelar el pago de impuestos y de cotizaciones sociales para reducir al máximo los costes de unas compañías que han dejado de obtener ingresos por el drástico ‘shock’ de demanda, ha optado por elevarlos, endureciendo los despidos y exigiendo a las empresas que sigan atendiendo los salarios de unos empleados obligados a encerrarse en casa, con la promesa de una recuperación incierta -en el futuro- de las horas perdidas previa negociación con unos sindicatos feroces alentados por los comunistas y el mismo presidente, que siempre los ha querido como aliados. E igual de nociva es la decisión de prorrogar arbitrariamente los contratos temporales, que impide a las compañías adaptarse rápidamente al toque de queda.
Impuestos y costes inasumibles
Ni uno solo de estos disparates ha sido consultado con la patronal CEOE, que al mando de un presidente sin carisma ni dote alguna para el liderazgo se ha convertido en una comparsa despreciada por un gobierno que disfruta demonizando a los empresarios y una ministra de Trabajo que no está dispuesta a admitir “presión alguna”. Dicen las televisiones adictas y mamporreras, que son todas, que el encarecimiento de los despidos es “para que los empresarios no se aprovechen de la crisis”, como si se tratara de seres depravados en lugar de lo que de verdad son: la crema del país, los que tiran del carro, los que generan riqueza y empleo. Detrás de cada despido hay personas de carne y hueso viendo caer su negocio, personas que desde luego suspenderán pagos o incurrirán directamente en la quiebra por mor de unos costes inasumibles impuestos por un gobierno felón que prima la ideología más chusca sobre cualquier clase de política dictada por el bien común y el objetivo de evitar el mayor daño posible al entramado productivo y el empleo.
Esta es la razón por la que países como Alemania, Holanda y el resto de los nórdicos se oponen a mutualizar la deuda en que se incurra para combatir el virus. Mi hijo pequeño, que es auditor y un tipo inteligente y cabal, está muy enojado con Ángela Merkel. Con su presunta y falaz insolidaridad. Hasta en él ha hecho mella la propaganda y la manipulación de la izquierda revolucionaria que nos asedia a través de las redes sociales y las televisiones por doquier. Yo trato de convencerle -espero conseguirlo- de que la férrea resistencia de los socios del norte a nuestras demandas está justificada. Es evidente que cualquier unión monetaria sólida y cooperativa que se precie debería disponer de unos eurobonos capaces de sostener el proyecto común... pero a cambio -como condición ineludible- de que los países que la integran honren unos criterios y unos valores compartidos. Alemania, Holanda e incluso Francia tienen una visión pareja de la política que conviene a sus ciudadanos. España no.
El Gobierno está infectado por comunistas de Podemos partidarios de los subsidios indiscriminados, y presidido por un señor que todavía no nos ha informado de cuál fue el déficit público de 2019
Los primeros son países con un bajo nivel de deuda, que tienen sus cuentas públicas en orden. España, que ha crecido durante los últimos años bastante más que la media de la UE, ha desaprovechado la ocasión de mejorar su desequilibrio fiscal y de habilitar el colchón de recursos que nos habría permitido sortear este crisis inédita y sobrevenida en mejores condiciones.
El Gobierno está infectado por comunistas de Podemos partidarios de los subsidios indiscriminados, y presidido por un señor que aumentó irresponsablemente el déficit público en 2019, que ya había presentado en Bruselas un presupuesto infame -con un techo de gasto fuera de control-, que se disponía a subir escandalosamente los impuestos y las cuotas sociales -castigando a las empresas-, que ha aumentado peligrosamente el salario mínimo y que planeaba revertir la reforma laboral, la única reforma estructural que goza del reconocimiento unánime de todos nuestros socios y de las instituciones internacionales; de un señor que estaba determinado a poner la economía al servicio de los caprichos sindicales y de toda la mitología progresista, que incluye desde la emergencia climática al aumento de las pensiones; desde la penalización del ahorro privado a la intervención en la vida de las empresas pasando por la ensoñación de una renta mínima y demás canonjías para las que carecemos de cualquier margen de maniobra presupuestario ni siquiera sometiendo a la gente productiva a la más severa confiscación fiscal.
Pesadilla interminable
¿Qué país con dos dedos de frente, y Alemania y Holanda lo tienen, se va a prestar a financiar unas políticas que van en la dirección contraria a la prudencia fiscal y el bienestar general? Ninguno. No lo hacen porque igual que ocurrió durante la crisis de 2008 con Zapatero, al que finalmente hubo que doblegar ‘manu militari’, el gobierno de Sánchez es, a los ojos de los vecinos del norte, un gobierno apestado e imprevisible, permanentemente inclinado a cometer cualquier clase de temeridad. Es el dúo que forman Sánchez e Iglesias, es el gobierno social comunista que dirige la nación, es este Ejecutivo que navega entre la incompetencia y el crimen, el culpable de que ni Alemania ni Holanda ni otros vayan a aprobar jamás los eurobonos ‘gratis et amore’. Y por mucho que nos ofenda, hacen muy bien. Solo estarían dispuestos a prestarnos si el Gobierno arrojara al cubo de la basura su delirante programa de progreso que nos iba a convertir en el país más moderno y avanzado del mundo. Pero me temo que ni la Covid-19 letal será capaz de destruir la pesadilla en que el dúo Sánchez/Iglesias ha convertido la política española.
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