Recuerdo que en la mañana del 24 de marzo visité el cementerio de La Almudena. Era el décimo día de confinamiento y las calles estaban tan vacías que se podía escuchar con suma perfección la forma en la que el viento raspaba las aceras y peinaba los árboles. En los 500 metros que recorrí junto a la tapia del recinto, pasaron tan sólo cinco coches: dos eran del Ayuntamiento de Madrid y tres, de funerarias. Al cruzar la puerta principal, una imagen me sobrecogió. Era la de cinco personas enterrando a un muerto. Como no podían abrazarse, dado que había que mantener la distancia de seguridad, se acariciaban las nucas con los brazos estirados para transmitirse algo de calor desde la lejanía. En el enorme camposanto, sólo había seis personas más: el guarda de seguridad y otra familia que esperaba que el cura les diera aviso para enterrar 'lo suyo'.
Es difícil trasladar la crudeza de la pandemia en toda su dimensión porque el dolor de los fallecimientos se ha registrado en pequeños núcleos humanos, pues se restringió al máximo la afluencia en velatorios y funerales y eso dificultó que el sufrimiento trascendiera a las familias afectadas. Los ciudadanos apenas si han pisado la calle para acudir al supermercado y a la farmacia, so pena de ser sancionados con humillantes multas; y las residencias de ancianos -donde murieron 20.000 hombres y mujeres- cerraron a cal y canto para evitar más contagios. Por todo esto, ha sido imposible apreciar la cruel forma de morir de unos cuantos miles de españoles.
Los dirigentes políticos y demasiados medios de comunicación han aprovechado el silente paso de la muerte por las ciudades de este país para confundir a los ciudadanos sobre la covid-19, lo que quizá explica algunas reacciones insoportables con respecto al virus. Una de las más inexplicables es la de aquellos que otorgan o restan importancia al patógeno en función de su cercanía o lejanía con el Ejecutivo, como si su capacidad para contagiar y aniquilar dependiera del partido que gobierna en Moncloa.
Tampoco resulta fácil de deglutir el imprudente arrojo que demuestra estos días una parte de la población, que parece no ser consciente de que, más allá del problema de salud pública, una segunda oleada del coronavirus manda el país a la UCI y, una tercera, bien podría hacer que nuestros estómagos comenzaran a rugir. De hambre, claro.
Los efectos de la propaganda
Desconozco el porcentaje de culpa que tendrá la propaganda gubernamental en la actitud de estos insensatos, pero no hay duda de que la dulcificación de la pandemia ha influido en este tipo de comportamientos. Porque mientras cientos de compatriotas se ahogaban en hospitales -o en sus casas-, y llegaron a ser 950 en un día, los noticiarios de todas las cadenas se empeñaban en mostrar los arcoíris que dibujaban los niños en las casas y en trasladar el lado más amable de algo tan penoso como el confinamiento. Tal es así que, en algunos casos, podría llegar a pensarse que existen personas para quienes es un verdadero castigo poder hacer 'vida normal'.
Lo mismo ocurrió con los aplausos de las 20.00 horas, con el ensalzamiento del Resistiré y con otras celebraciones espontáneas, como las que algunos médicos y enfermeras organizaban a la salida de las UCI. Globos, aplausos y un tipo en silla de ruedas con cara de no explicarse muy bien el porqué del jolgorio tras el calvario que acababa de pasar. Todo parecía una fiesta mientras la gente moría por centenares.
Lo que nos contaron bien podría haber sido 'guionizado' por los realizadores de El show de Truman. Una realidad falsa dentro de un mundo que poco tenía que ver con eso.
El Gobierno siempre ha parecido estar más preocupado por salvar el tipo que por gestionar bien la pandemia
Detrás de este fenómeno se encontraba el interés de un Gobierno que siempre ha estado más preocupado por salvar el tipo que por gestionar la pandemia de forma eficiente. Cuando no se podía culpar a las comunidades autónomas -que en casos como Madrid rehuían con una enorme facilidad sus responsabilidades-, se justificaban las decisiones en los criterios de la OMS. Y, cuando nada funcionaba, se hablaba de la imposibilidad de haber previsto la mayor amenaza sanitaria en un siglo. Mientras tanto, los propagandistas de televisión y de red social hacían el trabajo sucio, que consistía en relatar a una sociedad miedosa la heroica labor de quienes les gobiernan. Y, de paso, en despotricar contra los críticos, a quienes se acusaba de remar en la dirección opuesta a los intereses del país.
Una misa sin Sánchez
Celebra este lunes una misa en homenaje a las víctimas la Conferencia Episcopal y ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias asistirán, pues prefieren hacerlo únicamente el día 16, cuando se celebrará el funeral institucional. Radiotelevisión Española tampoco retransmitirá el acto, pues parece ser que Rosa María Mateo y compañía no lo consideran lo suficientemente relevante. Por supuesto, no ocurría así con las ruedas de prensa gubernamentales. Ni con las insustanciales conferencias semanales del presidente. Ni, por supuesto, con la exhumación de Franco, para la que destinó 22 cámaras, 3 unidades móviles y medio centenar de profesionales.
Llama la atención porque cualquier fiesta irrelevante de periódico en papel cuenta con una representación institucional mucho más amplia, pero, en este caso, ni el presidente ni el líder del segundo partido del Ejecutivo se dignarán a asistir a la misa por los muertos. Ya no es que los partidos antepongan sus intereses particulares sobre los generales. El problema es que sus máximos representantes ni siquiera se dignan a homenajear a los fallecidos. Quizá lo hacen porque es una eucaristía y ya se sabe que es más importante mantener intacto el catecismo ideológico que representar a todos los ciudadanos (y esto también se lo pueden aplicar los fundamentalistas del nacionalismo de rancio abolengo).
O quizá también lo hacen porque, en un funeral católico, la torre más alta nunca es el presidente, al contrario que en uno institucional, donde es el Gobierno el que ordena y manda. Son miles y miles los muertos que ha ocasionado esta enfermedad y casi todos se han ido de forma silenciosa. Hoy era un buen momento para que el presidente del Gobierno hubiera acudido a una misa por su memoria y hubiera hecho un esfuerzo por mimetizarse con el dolor de las familias. Pero eso nunca ha sido importante durante la pandemia. Lo fundamental ha sido la propaganda, los discursos cargados de embustes y, sobre todo, trasladar a los españoles la falsa sensación de que el Gobierno, y sólo el Gobierno, está capacitado para apadrinar a los ciudadanos. Y nada puede destacar por encima de sus representantes.
Es propio de país de Tercer Mundo, pero en eso estamos. Ya no queda mucho tiempo.
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