Opinión

Educar en valores

Probablemente sea ésta la generación que más títulos y másteres tiene, pero no la deseable formación

España no tiene bien resuelto el serio problema de las políticas educativas. Y, sin embargo, la formación, en su conjunto, es una de las verdaderas necesidades a abordar decididamente en nuestro país. Es una cuestión que no ha dejado de ser una de las grandes preocupaciones de los ciudadanos. Es sano, y obligado, el debate sobre la materia. La perseverancia en la búsqueda de un modelo educativo justo, eficiente e integrador habría de ser uno de los objetivos irrenunciables de cualquier gobernante que honestamente pretenda dar a la sociedad lo que necesita.

Sin embargo, en España, a lo largo de los últimos 40 años, se han aprobado ocho reformas legislativas en materia de educación. Diría, casi con firme convicción, que todas ellas, de sus respectivos diferentes colores políticos e ideológicos -con su singular idiosincrasia autonómica- han pretendido, antes, dejar su impronta de partido que diseñar un modelo que por sí sólo posibilitara una estabilidad duradera y un horizonte despejado para consolidar uno de los pilares básicos de la estructuración social. La enseñanza, en general, o la formación de los jóvenes, si se quiere ser más concreto, no deja de ser una permanente preocupación de todos. El fracaso escolar, el abandono, la inestabilidad del sistema cuestionan su propio desarrollo y las medidas a aplicar. Creo que la buena educación, y cómo impartirla, es una de las cuestiones pendientes de nuestra sociedad. No es un problema nuevo, al contrario, ya es casi eterno.

Durante más de treinta años tuvimos una educación monolítica, de verdades absolutas y negada casi completamente al debate constructivo

A finales del siglo XIX, las “cabezas pensantes” de entonces señalaban los problemas en materia de educación como la más grave de las carencias de España. Luego, durante el primer tercio del siglo XX, la discusión social sobre el tema se volvió más agria: qué educación, como se impartía, con que medios, si debía ser laica o religiosa, quienes estaban capacitados, etc., fueron cuestiones que provocaron enfrentamientos, crisis de gobierno, e incluso crisis constitucionales. El tema, todos los sabemos, quedó sin resolver, y solo lo hizo, “manu militari”, tras la Guerra Civil. Y durante más de treinta años tuvimos una educación monolítica, de verdades absolutas y negada casi completamente al debate constructivo. Pero la educación que recibimos en aquellos años dependía tanto de lo que nos enseñaban en el colegio o la escuela como de lo que aprendíamos cada uno en nuestras casas. No se ponía en duda esa dualidad. Cohabitaban tratando de complementarse y persiguiendo siempre el mayor éxito posible. En la escuela, dependía del carácter y “talante” -como se dice ahora- del maestro o profesor que se tratara. Luego, con muchas lagunas y tópicos, pero también con mucha curiosidad, fuimos completando nuestra formación a medida que la sociedad se fue abriendo.

Es lógico que, tras tanto tiempo de enseñanza encorsetada, en los años 70 y 80 se produjera una explosión de libertad. De estar todo prohibido pasamos a permitirlo todo; de no contemplar novedad alguna, a querer aplicarlas todas de golpe; de ser los padres, y los maestros, intocables, pasaron a ser “compañeros” y “compañeras”, etc. En estas últimas décadas, desde la llegada de la democracia a nuestro país, las reformas educativas se suceden impenitentemente, provocando cambios de calado en los planes de estudio, que no sólo no han satisfecho las demandas que la sociedad reclama, sino más bien al contrario, han agudizado sus problemas estructurales. Es evidente que, quizá el mayor éxito de nuestra democracia haya sido el facilitar el acceso a la enseñanza a, cada vez, más jóvenes. Probablemente sin poner el foco en la desigualdad y la cohesión social. Hoy, para estudiar, sólo hace falta querer hacerlo. Pero no cayendo en la sobresaturación de determinados estudios. No se trabaja racionalmente en la adecuación de las necesidades de la sociedad y las empresas en materia de especialidades concretas. Podemos estar viviendo una saturación de títulos que tienen difícil salida posterior por la inflación de titulados en determinadas especialidades.

Esos sucesivos cambios de planes de estudio han tenido, y tienen, dos problemas: el más grave que siempre el último ha tenido un nivel educativo inferior al anterior, y que están dirigidos, casi exclusivamente, a facilitar la búsqueda de trabajo, y no a la formación, como personas, de los jóvenes.

Esa formación, como personas, cada vez será más deficiente si se empeñan en convertir, paradójicamente, el “laicismo” en una religión, de nuevo, de obligado cumplimiento

Algunos, pecando de autocomplacencia, argumentan que la actual generación de jóvenes es la que tiene la mejor educación de nuestra historia. Yo, sintiéndolo mucho, no estoy de acuerdo. Los datos que nos facilitan los organismos internacionales son demoledores. Probablemente sea la generación que más títulos y másteres tiene, pero no la deseable formación. Esa formación, como personas, cada vez será más deficiente si se empeñan en convertir, paradójicamente, el “laicismo” en una religión, de nuevo, de obligado cumplimiento. Porque todo, absolutamente todo, incluida la política y la economía, tan de moda ahora, no existen por sí mismas, sino que son fruto de un mundo de significaciones culturales. Puede haber estados laicos, pero, en determinadas materias, no existen sociedades laicas, y educar bien, educar en casa, en una escuela, laica o no, es educar en valores; es que los jóvenes comprendan, asimilen y asuman, lo que es bueno y lo que es malo en la sociedad en la que viven.

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