Todo se ha precipitado en España en cuestión de una semana. Tras un año de tensa calma provocado por la pandemia y marcado por la desastrosa gestión de la misma que ha llevado a cabo el Gobierno de Pedro Sánchez, en el ambiente flotaba la idea de que algo tenía que suceder, algo gordo. Los equilibrios parlamentarios son endebles, la mayoría de la que goza el Gobierno ridícula, y el mapa político se estaba redibujando a gran velocidad tal y como pudimos comprobar en Galicia, País Vasco y Cataluña, las tres comunidades autónomas en las que se han celebrado elecciones a lo largo del último año.
Desde las municipales y autonómicas de 2019 han pasado menos de dos años, pero los resultados de aquellos comicios ya no reflejan las preferencias actuales de los votantes. En este tiempo Ciudadanos ha desaparecido o al menos está a punto de hacerlo, Podemos se ha debilitado en gran medida y Vox se ha refortalecido. PP y PSOE siguen más o menos como estaban, aunque el PSOE padece el desgaste propio de estar en el Gobierno. Con un mapa político irreal, al menos a escala regional, eran previsibles los movimientos. Sólo faltaba que alguien quisiese dar un golpe en el tablero. Pero nadie se atrevía por miedo a salir escaldado de la operación.
Ciudadanos, un apoyo clave
Sucedió entonces algo similar al efecto mariposa que propuso Lorenz hace años para explicar el comportamiento caótico de sistemas inestables. Recuerden, el aleteo de una mariposa en Ceilán puede provocar un huracán en la Florida. Esta vez el efecto ha ocasionado que una insignificante disputa interna en la delegación de Ciudadanos de Murcia haya terminado con la convocatoria de elecciones en Madrid y la dimisión del vicepresidente del Gobierno. Pero antes repasemos los acontecimientos. En Murcia, Ciudadanos gobernaba desde hace casi dos años en coalición con el PP. No tenía muchos diputados, tan sólo seis, pero si los suficientes como para sostener en el Gobierno al popular Fernando López Miras. Nada especial, en Castilla y León, Andalucía y Madrid el Partido Popular pudo hacerse con la presidencia autonómica gracias a pactos con Ciudadanos que alumbraron Gobiernos de coalición marcados por la desconfianza mutua y cierto aire de interinidad. Esto, evidentemente, no se percibía en 2019. En el verano de aquel año Ciudadanos se autopercibía como la gran alternativa y su líder, Albert Rivera, ejercía ya de cabeza del centro derecha y futuro presidente del Gobierno. El embeleco se desvaneció en las elecciones de noviembre dejando un partido herido de muerte en las Cortes, pero con mucho poder local y regional.
La operación fue pergeñada en Moncloa para que Murcia fuese la primera ficha de un dominó que acabase con casi todo el poder autonómico del PP y, ya de paso, liquidase a Pablo Casado. Pero salió mal
Por algún lado tenía que romperse aquello y fue en Murcia, donde problemas internos dentro de Ciudadanos derivaron en el anuncio de una moción de censura acordada previamente con el PSOE para sacar a López Miras del Gobierno regional. La operación fue pergeñada en Moncloa para que Murcia fuese la primera ficha de un dominó que acabase con casi todo el poder autonómico del PP y, ya de paso, liquidase a Pablo Casado. Pero salió mal. Iván Redondo demostró un inaudito amateurismo y aquel tropiezo desató una crisis política que, hace sólo un par de semanas, nos hubiese parecido de ciencia ficción.
Murcia fue la primera ficha del dominó sí, pero no para que tras ella cayesen los Gobiernos de coalición en Madrid, Castilla y León o Andalucía, sino para que Isabel Díaz Ayuso se decidiese a romper la baraja y convocar elecciones, algo de lo que se venía hablando desde hacía meses, pero que no se podía hacer en frío y por las buenas. En Madrid, Ciudadanos quedó en 2019 como tercera fuerza política a sólo dos puntos del PP. Era la joya de la corona de la formación, especialmente tras el batacazo en las catalanas del pasado mes de febrero. Pero era una ventaja ilusoria y eso lo sabía todo el mundo. Ciudadanos es ya poco más que una gestoría presidida por Inés Arrimadas que cuenta con más consejeros, concejales y altos cargos que militantes.
Roto el pacto y cesados los consejeros de Ciudadanos, había que ir a elecciones cuanto antes, unas elecciones que, a excepción del propio Partido Popular, nadie quería
Por qué seguir manteniendo esa ficción se preguntaban en la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol. Pero romper un acuerdo de Gobierno no es tan sencillo y podía dar al traste con los acuerdos de Gobierno en otras comunidades autónomas. Díaz Ayuso necesitaba una coartada que le llegó de Murcia en bandeja de plata. Roto el pacto y cesados los consejeros de Ciudadanos, había que ir a elecciones cuanto antes, unas elecciones que nadie, a excepción del propio Partido Popular, quería porque de ellas saldrá un nuevo mapa político regional que podría trasladarse a todo el país en cuestión de no demasiado tiempo.
Para Ciudadanos supone su estación de término. Para Podemos una prueba de fuego en un momento en el que se encuentran en caída libre en las encuestas, con sus líderes atrincherados en el Consejo de ministros, completamente desconectados de sus bases y sufriendo los desplantes de Pedro Sánchez que prefiere tenerlos atados a la moqueta que organizando manifestaciones y explotando el descontento ocasionado por la crisis. Es en este punto la historia dio un giro inesperado.
Una vez en el cielo se percató de que aquello no es el cielo, no al menos el de los bolcheviques. Por muy vicepresidente que se sea, la Constitución sigue en vigor y hay que cumplirla
Pablo Iglesias llevaba un tiempo sintiéndose irrelevante y seguramente lo era. Ser vicepresidente en un Gobierno que tiene cuatro vicepresidencias no es gran cosa. El Boletín Oficial del Estado no dependía de él. Además, el Gobierno no es lo que se esperaba. No tomó el cielo por asalto tal y como clamaba en los mítines hace no tantos años, sino mediante un pacto después de unas elecciones en las que se había dejado un millón de votos y bajaba hasta el cuarto puesto. Una vez en el cielo se percató de que aquello no es el cielo, no al menos el de los bolcheviques. Por muy vicepresidente que se sea, la Constitución sigue en vigor y hay que cumplirla y hacerla cumplir. De eso se quejaba amargamente ante sus fieles. No era lo que se esperaba, el cargo no traía aparejado el poder casi absoluto que él ambicionaba para transformar el país a su antojo y dar la vuelta al sistema como si se tratase de un calcetín. A eso había que sumarle el hecho de que se estrenó sólo dos meses antes del inicio de la pandemia, por lo que no habría ni tiempo, ni dinero, ni voluntad de llevar a cabo todos sus planes.
Podemos es suyo
En un país democrático en el que impera la Ley y no el capricho de los gobernantes, la vicepresidencia es aburrida, más aún cuando se comparte con otros tres. La política en general es aburrida. Demasiado papeleo, reuniones, comisiones, trámites interminables, sesiones de control en el Congreso y entrevistas en las que hay que medirse mucho para no regalar munición a los opositores y a la prensa. Luego está el desgaste, que es algo parecido al envejecimiento. Iglesias se niega a lo segundo, ahí le tenemos, con su coleta y su barba descuidada como si siguiese siendo un profesor treintañero con toda la vida por delante. Ya no lo es. Hace tiempo que cumplió cuarenta, tiene tres hijos y un chalé a las afueras de Madrid. Lo segundo, el desgaste, lo lleva fatal. No tolera que le lleven la contraria o que le desafíen. En Podemos podía permitírselo porque el partido es suyo, no así en el Gobierno, donde ni siquiera es él quien manda.
Por mucho que, mediante sustanciosas dádivas, Sánchez haya comprado el silencio cómplice de las televisiones, la desafección con el Gobierno se extiende desde hace meses. Eso Iglesias lo sabe porque algo de la calle le llega. Sabe, además, que esto va a ir a peor. El Gobierno se ha endeudado hasta las cejas a lo largo del último año en una orgía de gasto público como no se recordaba. En Bruselas echarán una mano, pero no gratis, exigen condiciones, exigen un ajuste presupuestario y que los fondos comunitarios no se dilapiden en clientelismo y gasto político, los dos capítulos en los que Iglesias es especialista y sobre los que depositaba sus esperanzas de mantenerse en el Gobierno sine die.
La base fiscal está devastada y la manija de los préstamos baratos la tiene el BCE, no el ministro de Economía. Eso achica mucho la capacidad de “hacer política” de gente como Iglesias
Recordemos que, desde hace dos décadas, en España el Gobierno no puede echar mano de la emisión de moneda para salir del paso y financiar los déficits. El Estado tiene que mantenerse con los euros que aportan los contribuyentes y con préstamos que hay que devolver con sus preceptivos intereses. La base fiscal está devastada y la manija de los préstamos a bajo interés la tiene el BCE, no el ministro de Economía. Eso achica mucho la capacidad de “hacer política” de gente como Pablo Iglesias. Con el déficit público descontrolado, más pronto que tarde habría de anunciar un programa de ajuste que más duro será cuanto más tiempo se demoren en aplicarlo. Eso daría la puntilla a Podemos, un partido que, a día de hoy, es poco más que el “family office” del propio Pablo Iglesias, el resto son simples comparsas. De la vicepresidencia podría pasar a la nada cegándose de paso el camino a un hipotético retorno.
Las elecciones en Madrid son una oportunidad, un tanto arriesgada cierto es, pero muy atractiva desde el punto de vista de la imagen. Podemos se ha ido quedando sin cuadros, así que tiene que valerse de su propio tirón, del valor residual que aún le queda. Es difícil, por no decir imposible, que gane las elecciones, pero si podría llegar a un acuerdo postelectoral con el PSOE y Más Madrid y encaramarse así en la vicepresidencia. Eso es una posibilidad, la otra es que obtenga unos pocos escaños como ya hizo Isabel Serra hace dos años. En ese caso ya tiene pensada la salida. De no poder gobernar no recogerá el acta, correrá lista y él conservará el escaño en el Congreso. Entre medias habrá salvado a su partido en Madrid. Un salto con red que únicamente persigue evitar que Podemos se quede fuera de la Asamblea.
Para ello ha tenido que sacrificar la vicepresidencia, un cargo en el que no estaba del todo a gusto porque le ignoraban y además le impedía enredar en otras cosas.
Agitar los viejos fantrasmas
Iglesias se encuentra más a gusto en la calle que en un Gobierno en el que no pinta mucho y que sólo deteriora su figura de cara al votante de extrema izquierda. En Madrid se presenta un combate hecho a su medida. Puede agitar todos sus fantasmas y tratar de revivir los viejos laureles que le llevaron al estrellato hace ocho años cuando dividía su tiempo entre tertulias televisivas encarnado en un justiciero implacable y manifestaciones callejeras contra el Gobierno de Mariano Rajoy. Pero, por más que algunos quieran creerlo, el Pablo Iglesias de 2021 no es el de 2013. Han pasado demasiadas cosas desde entonces, ha cometido demasiados errores y el ciclo está empezando a invertirse, un proceso que se acelerará conforme la crisis se instale entre nosotros. La llamada “nueva política” se ha marchitado muy rápido y hoy el poder lo representan ellos. De un modo u otro tendrán que reconciliarse con la idea de que no más que los herederos de Izquierda Unida con otro nombre.
Quizá ese sea el destino natural de un hombre que hace sólo diez años se conformaba con renovar la extrema izquierda jubilando a los carcamales que pastoreaban el mermado rebaño de Izquierda Unida desde los años ochenta. Esto último si que lo ha conseguido. El 4 de mayo veremos si consigue renacer y adueñarse de un boletín oficial, aunque sea autonómico, o, por el contrario, se acomoda en su nueva vida de jefe de la siempre bullanguera pero políticamente inocua extrema izquierda capitalina.
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