Opinión

Eichmann y la banalidad

Si todas las comparaciones son odiosas, la que ha hecho el candidato de ‘Catalunya en Comú’, relacionando al nazi con Albert Rivera, es particularmente desdichada

Rivera es Eichmann’. Por más habituados que estemos a las afirmaciones de grueso calibre y el tono hiperbólico de los discursos políticos, la afirmación de Jaume Asens, actual teniente de alcalde en el equipo de Ada Colau y candidato de Catalunya en Comú al Congreso de los Diputados, resulta de lo más llamativa, y es normal que haya provocado cierto revuelo público. Si todas las comparaciones son odiosas, algunas son más difíciles de entender que otras.

Adolf Eichmann fue un criminal de guerra nazi, como es notorio. Teniente coronel de las SS, participó en la Conferencia de Wannsee donde se decidió la llamada ‘solución final’ al ‘problema’ judío y jugó un papel muy destacado en la logística del Holocausto. Como tal, fue responsable de organizar la deportación masiva de la población judía a guetos en el Este de Europa y posteriormente a los campos de concentración y exterminio. Escondido en Argentina bajo un nombre falso, su caso saltó a la fama cuando un equipo del Mossad lo secuestró en 1960 y lo llevó a Israel, donde fue juzgado por sus crímenes y ejecutado.

Difícilmente nos acordaríamos de él de no ser por el libro que Hannah Arendt escribió sobre el proceso, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil. La pensadora cubrió el juicio para The New Yorker, donde publicó en 1963 los cinco artículos que fueron la base del libro. Considerado por algunos como una obra maestra y por otros como un libro perverso, su publicación desató una furiosa controversia en los medios judíos e intelectuales norteamericanos. Tuvo un alto coste personal para Arendt, que perdió buenos amigos y denunció la existencia de una campaña orquestada en su contra. La película de Margarethe von Trotta (2012) recoge bien la polémica, que se centró en un asunto tan sensible como la supuesta colaboración de los dirigentes de los consejos judíos en las deportaciones organizadas por Eichmann. Esa ‘franja de grises’ de la que habló Primo Levi.

Eichmann es Eichmann no por ser un funcionario diligente en el cumplimiento de la ley, sino por haber participado en matanzas administrativas a gran escala

La controversia en torno al libro no ha cesado en el más de medio siglo transcurrido. Como ha observado Corey Robin, podría decirse que el libro ha terminado por atraer toda la atención, eclipsando al mismo juicio. El foco de la polémica naturalmente se ha desplazado y en los últimos años se ha centrado en si Arendt ofreció un retrato ajustado de Eichmann en su reportaje. Disponemos en los últimos años de importante literatura sobre el antisemitismo de Eichmann, bien documentado por los libros de Cesarani, Lipstadt o Stangneth. De fondo siempre ha estado la cuestión de cómo entender la elusiva tesis de la banalidad del mal, acuñada por Arendt.

La tesis y el libro salen en la larga entrevista que Pablo Iglesias le hace a Jaume Asens en su programa ‘Otra vuelta de Tuerka’. Lo interesante es el momento en que hablan del camino que lleva a Auschwitz (aproximadamente entre los minutos 56 y 59) y cómo el líder de Ciudadanos surge en ese camino. El intercambio funciona por asociación libre, a saltos cada vez más asombrosos: 1) el hombre-masa sin criterio puede convertirse en un criminal burocrático, es ‘la banalidad del mal’, según apostilla Iglesias; 2) la banalidad del mal es ‘es lo que te encuentras con mucho en las facultades de Derecho’, sigue explicando Asens (‘gente que tiene una visión convencional, estrecha, positivista del Derecho’); 3) y Rivera es ‘el típico producto de una facultad de Derecho’. De ahí la conclusión: ‘Rivera es Eichmann’, según remacha Asens entre risas. La generalización posterior que realizan, ya lanzados (‘todos llevamos un poco a Eichmann dentro’), no sé si consolará a Rivera.

Banalidad del mal y conflicto catalán

No sabe uno adónde acudir con tantos non sequiturs y errores de bulto; algún día habrá que decir algo de tanto dislate que se atribuye al positivismo jurídico. Pero vayamos al disparate principal: que Eichmann aplicara la ley no implica que todo el que aplique la ley sea como Eichmann. De nuevo, que algunos hagan el mal por medio de la ley no quiere decir que todo el que aplica la ley haga el mal. Eichmann es Eichmann no por ser un funcionario diligente en el cumplimiento de la ley, sino por haber participado en matanzas administrativas a gran escala, lo que por fortuna tiene poco de normal.

No contento con lo anterior, Asens traza otra pirueta conectando la banalidad del mal con el conflicto catalán: puesto que Eichmann fue un funcionario que aplica la ley, reclamar que se aplique la ley en Cataluña, o poner el principio de legalidad por encima del principio de la democracia, como hacen PP y Ciudadanos, sería algo sospechoso. El dirigente de los comunes no tiene recato en recurrir a Arendt para explicarlo: si algo nos enseñó esta autora, según él, es que ‘Hitler lo hizo todo mediante la ley (…), esa obediencia acrítica que vemos en las facultades de Derecho’.

Es preocupante que un abogado no distinga el ideal moral que representa el imperio de la ley o principio de legalidad, pero aún peor que no vea la distancia que va del régimen nacionalsocialista al Estado democrático de Derecho. La comparación es cuando menos grotesca. Leyendo otras obras de Arendt, puede uno aprender que el sistema legal del Tercer Reich tenía como fundamento el Führerprinzip, según el cual la voluntad del Führer es la ley suprema y su palabra está por encima de cualquier ley escrita. Si el sentido del Estado de Derecho es sujetar la voluntad del gobernante a la ley para evitar la tiranía, aquí vemos una perfecta expresión de la tiranía que torna en ley la voluntad arbitraria del líder, sin límites ni controles.

No sé si Asens ha leído ‘Eichmann en Jerusalén’, a pesar de recomendarlo. Desde luego, no lo ha hecho hasta el final, de lo contrario no afirmaría que todos llevamos un Eichmann dentro

En su interpretación del totalitarismo Arendt va un paso más allá. En un régimen como el nazi la ley está al servicio de una legitimidad más alta, la causa o el destino histórico que representa el movimiento político y que se encarna en la voluntad del líder. Hay que recordarlo pues se pasa habitualmente por alto un aspecto significativo en el retrato que hace Arendt de Eichmann. Éste no fue sólo un burócrata que cumplía órdenes, sino alguien que se sumó pronto al movimiento nacionalsocialista, no tanto por su ideología, sino porque quería escapar de la vida anodina para ‘participar en algo histórico, grandioso, único’. Era un ‘idealista’, según se describía. De hecho, Eichmann no se limitó a cumplir órdenes superiores, sino que se extralimitó o las desobedeció cuando lo vio necesario.

No sé si Asens ha leído Eichmann en Jerusalén, a pesar de recomendarlo. Desde luego, no lo ha hecho hasta el final o se ha saltado el Postscriptum. De lo contrario no afirmaría que todos llevamos un Eichmann dentro (‘Eichmann eres tú’) o que Arendt sienta junto a él en el banquillo de los acusados a la sociedad alemana o europea. Pues nuestra pensadora argumenta en contra de ambas cosas. Rechaza expresamente convertir a Eichmann en el símbolo de algo más grande. Como dice, en el banquillo no se sentaba el pueblo alemán o el antisemitismo, ni tampoco la humanidad, el pecado original o la naturaleza humana. Tan sólo se juzgaba a un individuo concreto con el fin de determinar si los hechos de los que se le acusaba constituían delitos por los que debía ser castigado. No es de extrañar que hable desdeñosamente ‘de todos aquellos que no descansarán hasta haber descubierto un Adolf Eichmann en el interior de cada uno de nosotros’.

Hay una deliciosa ironía en todo esto. En vez de encontrarse con un monstruo, Arendt se encuentra en el juicio con un bufón, de cuya boca sólo salen frases manidas. Su incapacidad de pensar, especialmente desde el punto de vista de otra persona, se manifestaba en su incapacidad para hablar de otra forma que no fuera con clichés y frases hueras. Eichmann no era propiamente estúpido, como señala nuestra autora; simplemente se ahorraba pensar con ayuda de frases hechas que le resultaban satisfactorias. Es una forma eficaz de protegerse de los hechos, o de libros como el de Arendt. Como vemos, también se puede banalizar la tesis de la banalidad del mal convirtiéndola en un cliché.

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