A pesar de las fanfarrias del Ministerio de Igualdad, no acabo de entender qué gana el Gobierno enfrentándose con el feminismo clásico por la ley trans, especialmente después del fiasco del solo sí es sí. Quizá sus encuestas internas revelen que pronto habrá más personas trans que feministas, vaya usted a saber, pero estas últimas acusan a Irene Montero y a las teorías queer de borrar a las mujeres: si todo es mujer, nada lo es. Pero, a priori, parecería que lo queer es un movimiento que propugna la libertad sexual absoluta. Los hombres pueden ser mujeres y viceversa, y una misma persona puede tener varios sexos —o géneros, ya no sé ni lo que digo— a lo largo de su vida; basta con desearlo.
Sin embargo, no es tan bonito como lo pintan. La teoría queer predica que la identidad es algo fluido y que todos podemos transitar de un sexo/género a otro. Peeeeroooo… la ley trans prohíbe “métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, ya sean psicológicos, físicos o mediante fármacos, que tengan por finalidad modificar la orientación sexual, la identidad sexual, o la expresión de género de las personas, con independencia del consentimiento que pudieran haber prestado las mismas o sus representantes legales”. Entonces, ¿solo podemos fluir hacia un lado? ¿El otro es pecado?
En mi vida he conocido a una sola persona trans. Bueno, cuando dejamos de coincidir él todavía era un gay ingenioso; un tipo claramente desequilibrado que venía de una familia muy disfuncional. Se sometió a una operación de cambio de sexo siendo ya un adulto hecho y derecho y se suicidó pocos años después. Quiero decir con esto que mi experiencia en este tema es anecdótica y negativa, lo que podría condicionar mi opinión. Y para soslayar ese prejuicio, pensaré que solo he conocido un caso no porque sean una minoría muy pequeña, sino porque entonces vivían su condición de espaldas a la sociedad y, en realidad, son muchos.
Desde fuera, puede parecer que las pandillas femeninas son entornos algodonosos; pero dentro hay traiciones, insidias, puñaladas y mucho veneno
También puedo obligarme a creer que no es preocupante que mis sobrinas adolescentes ya tengan cuatro amigas trans. Pero, a esas edades ¿quién está contenta con su cuerpo? Las chicas, además, son especialmente gregarias y necesitan encajar en algún grupo. Desde fuera puede parecer que las pandillas femeninas son entornos algodonosos; pero dentro hay traiciones, insidias, puñaladas y mucho veneno. No es fácil sobrevivir en ellas, no digamos ya destacar. Y en la era del postureo, declararte transgénero probablemente sume puntos y te asegure un lugar privilegiado entre tus compañeros de instituto.
Pero, aunque aceptemos que todos los adolescentes trans son personas maduras que no se dejan influir ni por el ambiente ni por las modas, ¿de dónde ha salido el consenso de que es su cuerpo, y no su mente, el que se equivoca? ¿No sería más fácil, más barato y, sobre todo, menos drástico y destructivo empezar por hacer terapia? ¿No sería mejor explorar cuál es el problema para averiguar si el quirófano es la solución? ¿Estamos pensando en el bien del menor o en extender redes clientelares por juzgados, colegios, ministerios, hospitales y empresas?
Y las madres que apoyan —y promocionan— públicamente la disforia de sus hijes, ¿no preferirían tener una opinión facultativa y toda la información antes de someterlos al encarnizamiento terapeútico de por vida? Supongo que si no se exige un estudio psicológico del menor, tampoco se analiza a las madres, que en esto no son ni inocuas ni inocentes: para que un niño de pocos años diga que es transgénero, es necesario que la madre colabore.
Quienes más van a sufrir con esto son las familias progres, que en ausencia de religión parecen haber encontrado en el cambio climático, el veganismo, el animalismo y el transactivismo una nueva fe
Las redes sociales son el caldo de cultivo ideal para esas mujeres que buscan notoriedad hablando de sus hijos —como la famosa vegana “devastada”— o grabándolos mientras los adoctrinan. Y el transactivismo les proporciona una atención muy similar a la que consiguen las madres con síndrome de Munchausen por poderes cuando provocan que sus hijos enfermen. Mientras, en Pasapalabra se ha glorificado a las madres de chiques trans y en la Sexta Andrea Ropero nos contaba que ir al registro y al juzgado era un “camino tortuoso”, pero del viacrucis quirúrgico que les espera a los menores no dijo una palabra. ¿Qué sucederá cuando muchos de los adolescentes que transicionen hoy comprendan demasiado tarde que era su madre, y no su cuerpo, quien se equivocaba?
Lo más llamativo es que quienes más van a sufrir con esto son las familias progres, que en ausencia de religión parecen haber encontrado en el cambio climático, el veganismo, el animalismo y el transactivismo una nueva fe. Así, tener un hijo trans te sitúa en el lado de los buenos, casi en el de la santidad. Por el contrario, la familia tradicional no pondrá vestidos a sus hijos ni animará a sus hijas a vendarse el pecho y, con un poco suerte —siempre que no se entere la Santa Inquisición de Igualdad—, sorteará su adolescencia sin mayores problemas y en el futuro tendrá nietos. Tal vez la Agenda 2030 se esté viendo inesperadamente impulsada por la selección natural de Darwin.
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