Agotados con las restricciones que vienen y van –andamos algo quemados-, con sostener la incertidumbre de lo que puede venir en cuanto a confinamientos o cierres, con una vacunación lenta y con dudas que se generan en el entorno de AstraZeneca, en estos días de fiesta parece que la relajación y la imprudencia se ha apoderado de nuestras vidas, nuestras calles, de las terrazas, de las playas, de las plazas. El buen tiempo ha colaborado en animar al disfrute sin pensar demasiado en el virus. Quizás en pocos días vamos los pésimos efectos. De momento ya tenemos a Cataluña y a Madrid liderando la lista de comunidades con mayor índice de saturación en las UCIs.
En forma más habitual de lo necesario, nos hemos sentado en un bar con nuestros amigos o familiares –sin respetar el no mezclar grupos que no sean de convivientes- y olvidando que la mascarilla es obligatoria. No nos ha quedado claro aún que el estar sentado en una terraza, rodeados de gente, y sin distancia no nos exime de estar sin mascarilla sólo si comemos y bebemos, algo de una obviedad aplastante. Vemos, día sí, día también, con nuestra mirada individual, la de las redes y la de los medios de comunicación que mantener las normas no viene siendo una constante en el tiempo, y a esta falta de constancia se le suma la ausencia de respeto o de consideración por parte de algunos, así como el suministro de un chorreo de información muy variable y poco clara de lo que podemos o no hacer con la mascarilla.
Las imágenes del descontrol
El caos al comunicar las normas resulta agotador, como lo resulta también el caos en su cumplimiento y la ausencia de medidas de sanción. Mascarilla siempre y multas al imprudente que no cumpla. Creo que debido a nuestra cultura o educación habría resultado más eficaz el multar drásticamente a quienes se salten las directrices sobre el uso de la mascarilla. Quizás incluso nos habríamos ahorrado algún muerto, aunque suene muy tremendo el decirlo. Tenemos imágenes de incumplimientos para todos los gustos, y no sé si me equivoco mucho si afirmo que los más cumplidores son nuestros pequeños y nuestros abuelos.
Nos encanta estar apelotonados frente a la ventanilla del banco o la caja del supermercado, La falta de respeto al espacio de seguridad de los demás parece que es costumbre y tradición
Es imprescindible que se nos informe desde Sanidad si además de la mascarilla vamos a tener que salir con un metro para saber si respetamos o no la distancia social. Para ir preparando con tiempo la bolsa de la playa, que dadas las normas y las excepciones, parece que no hará falta porque el fracaso está asegurado. No hace falta mencionar el caso de las colas y la displicencia con la que se contemplan las señales que abundan en el suelo de cualquier establecimiento. Muchos las miran como si se tratara de pinturas rupestres o adornos pop. Nos encanta estar apelotonados frente a la ventanilla del banco o la caja del supermercado. La falta de respeto al espacio de seguridad de los demás parece que es tradición y ojo que si alertas al que se te está tirando encima aún te puedes llevar una reprimenda. Hay tanta irritación social como ansia de recuperar una vida normal, dos efectos que están desbocados.
El debate de la mascarilla en la playa
Regular por ley y sancionar parece la única vía para el cumplimiento de una norma fácil, de sentido común y con demostrada eficacia científica. Que nos obliguen a bañarnos en la playa con la mascarilla no tiene demasiado sentido, como tampoco lo tiene que con la que está cayendo y con la que ha caído siga habiendo gente que se pase por el forro el llevarla puesta. Que al caos en el establecimiento de las normas –un día dicen una cosa y el otro la contraria- le acompañe la llegada masiva de vacunas, por lo menos que se cumpla lo que ya ha anunciado a bombo y platillo el presidente Sánchez: 87 millones de dosis en el próximo medio año. Pero como eso no depende de nosotros, mejor sigamos con mascarilla siempre. Cuídense.
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