Lleva Joe Biden desde hace un año determinado a celebrar una conferencia internacional para que líderes políticos y de la sociedad civil discutan sobre la democracia. La cumbre en cuestión se celebró entre el jueves y el viernes. Los temas que se abordaron eran predecibles y todos estaban relacionados con los fantasmas del Estados Unidos contemporáneo, es decir, la desinformación en internet, la polarización política y el auge de los líderes populistas. Todas son cuestiones relevantes que pueden extrapolarse a otras democracias, pero no dejan de ser temas muy del momento. Si lo que se quiere es hablar de democracia deberían antes haberse planteado qué es exactamente lo que entienden por tal y si realmente están decididos a defenderla.
La primera democracia moderna fue la de Estados Unidos, pero curiosamente sus padres fundadores no querían hablar de democracia, el término, de hecho, les espantaba. Por eso insistieron en que estaban creando una república. James Madison, por ejemplo, temía la tiranía de la mayoría tanto como la del rey de Inglaterra. Quería un régimen mixto que aunase ciertas características aristocráticas con otras de tipo popular cuyo objetivo último fuese proteger a los individuos tanto de las minorías poderosas como de las mayorías opresivas. Alexander Hamilton llegó a defender incluso un gobierno presidido por un presidente vitalicio.
Los padres fundadores no tenían intención de crear una democracia tal y como la conocemos, sino una república con el poder restringido. El siguiente paso histórico en la evolución del Gobierno representativo fue pasar a la democracia parlamentaria en la que los partidos hicieron acto de presencia. Las elecciones se convirtieron en una competición periódica entre distintas plataformas políticas en las que los ciudadanos ejercían su voto para transferir la soberanía. Fue así como fueron surgiendo las democracias contemporáneas. Esto comenzó a mediados del siglo XIX tanto en Estados Unidos como en Europa, pero fue un proceso lento que fue poco a poco incluyendo a todos. Las mujeres, por ejemplo, no accedieron al sufragio hasta ya entrado el siglo XX.
Ni Trump ni Orban quieren acabar con la democracia occidental, al contrario, ellos aseguran estar ahí para salvarla de la deriva que ha tomado
Ese es el sistema que, en definitiva, deberíamos proteger y defender. Una persona un voto, Gobierno representativo con poderes limitados y sometidos siempre al imperio de la Ley, Estado de derecho y respeto por las minorías. Habría entonces que plantearse si eso está en peligro en Occidente. Si nos dejamos llevar por la cortedad de miras de muchos periodistas y de todos los activistas políticos podríamos pensar que si. Nos señalan a Donald Trump, a Viktor Orban o a ciertos partidos identitarios que han ido germinando por Europa. Pero ni Trump ni Orban quieren acabar con la democracia occidental, al contrario, ellos aseguran estar ahí para salvarla de la deriva que ha tomado. No dejan de ser, de cualquier modo, anécdotas. Trump es ya historia y Orban preside el Gobierno de un pequeño país europeo cuya influencia es muy limitada. El resto de líderes de la derecha identitaria se contentan con vivaquear en los parlamentos armando más o menos ruido.
La democracia tal y como la entendemos no está en crisis en Europa o en Estados Unidos. Siempre ha tenido sus problemas y los ha ido resolviendo o aplazando indefinidamente, pero no hay una mayoría que desee arrasar completamente el sistema y empezar con uno nuevo sobre cimientos diferentes. El problema no está ahí, sino algo más al sur, en Iberoamérica, esa parte de Occidente generalmente ignorada donde el caudillismo y las soluciones mágicas siempre han contado con infinidad de partidarios.
Vayamos, por ejemplo, al caso de Nicaragua, donde se ha consolidado una dictadura sin que las democracias liberales hayan hecho algo al respecto. Hace sólo un mes, las sanciones de los Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea contra el círculo cercano del presidente Daniel Ortega no lograron evitar que se celebrasen unas elecciones fraudulentas en las que la mayor parte de los candidatos opositores estaban entre rejas. Tampoco han servido de nada las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea contra el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, donde el régimen chavista se ha terminado transformando en una dictadura atroz. Ambos países, Nicaragua y Venezuela, antaño dos democracias mejorables ha sido engullidos por un autoritarismo caudillista que, curiosamente, despierta muchas simpatías en Occidente. Podría terminar sucediendo lo mismo en Perú con su nuevo presidente, en Bolivia, donde las elecciones del año pasado devolvieron al partido de Evo Morales a la presidencia, o incluso en Chile, que se ha metido de lleno en un proceso constituyente que presenta muchas incógnitas.
China y Rusia otorgan préstamos y facilidades a Venezuela, le proporcionan armas y le dan apoyo diplomático constante en los organismos internacionales
Entretanto, regímenes autoritarios como China y Rusia, han abrazado con entusiasmo esta nueva generación de autócratas. Ambos otorgan préstamos y facilidades a Venezuela, le proporcionan armas y le dan apoyo diplomático constante en los organismos internacionales. Eso a permitido subsistir a regímenes como el de Maduro, que reprime a los disidentes y viola los derechos humanos sin que le incomoden. Los dictadores tienen gran interés en defenderse entre sí y forjar un mundo seguro para los de su especie.
La tendencia hacia el autoritarismo de base electoral y la incapacidad de las democracias liberales para plantarle cara nos dice por donde habría que ir para responder de manera efectiva a los ataques contra las instituciones, el estado de derecho y la libertad política. Es necesario disponer de una estructura a través de la cual brindar asistencia técnica y financiera a las democracias frágiles asediadas por enemigos internos.
Porque al final los peores enemigos de la democracia siempre están dentro. Los patrones que siguen los dictadores para acabar con el orden constitucional desde dentro son predecibles. Se valen de los problemas económicos y la insatisfacción de parte de la población para hacer una enmienda a la totalidad del sistema. Fracturan el país y exacerban las tensiones existentes creando un relato maniqueo de buenos y malos. Sobre esa base dinamitan la división de poderes, redactan una nueva constitución hecha a la medida del autócrata y proscriben a los disidentes acusándoles de antipatriotas o de trabajar para intereses extranjeros. En algunos casos como Venezuela acuñan incluso una neolengua que resignifica las palabras convirtiendo el debate y la confrontación de ideas en misión imposible.
Todos hacen causa común para orillar y debilitar a la democracia liberal, a la que tienen por un sistema débil y fracasado
Hispanoamérica es el gran laboratorio de los nuevos autoritarismos, pero no es el único lugar del mundo en el que están prosperando este tipo de regímenes. Ahí tenemos el caso de Turquía o el de Bielorrusia en los mismos bordes de la Unión Europea. Todos hacen causa común para orillar y debilitar a la democracia liberal, a la que tienen por un sistema débil y fracasado a pesar de que los países más libres y prósperos del mundo son todos democracias liberales.
La Cumbre para la Democracia promovida por Biden esta semana hubiese sido el lugar ideal para que Estados Unidos y sus aliados pusiesen todo esto sobre la mesa. Deberían haber empezado por definir los pasos que conducen al fin de una democracia. Elementos tales como fulminar la independencia del sistema judicial, manipular las elecciones, favorecer al partido en el poder e impedir el acceso al debate público a los medios de comunicación privados y a la sociedad civil. A partir de ahí deberían sonar con estruendo todas las alarmas y el Occidente democrático tendría que responder.
Sólo en Hispanoamérica, Estados Unidos ha sancionado a más de 300 individuos, pero no ha logrado aligerar ni un gramo la carga que sobre sus hombros llevan todos los venezolanos
Esa respuesta puede adoptar diferentes formas. Debe incluir sanciones diplomáticas y económicas, pero sin olvidar que las medidas económicas meramente punitivas desconectadas de una estrategia más amplia a menudo son insuficientes para revertir el comportamiento de los dictadores. Esto ya lo hemos visto en Nicaragua y en Venezuela. Sólo en Hispanoamérica, Estados Unidos ha sancionado a más de 300 individuos, pero no ha logrado aligerar ni un gramo la carga que sobre sus hombros llevan todos los venezolanos.
Las sanciones servirían si se indica previamente qué condiciones deben cumplirse para que se levanten. Tomemos, por ejemplo, a Venezuela, donde las sanciones a PDVSA han estrangulado las finanzas públicas con una economía ya previamente destruida. Esas mismas sanciones podrían supeditarse a una agenda concreta cifrada en liberar a los presos políticos o en celebrar elecciones libres, transparentes y auditadas por un comité externo. En el interior del país verían que las sanciones son por algo, no un castigo caprichoso a toda la población, sino una herramienta de presión para que el régimen les afloje el dogal.
Tampoco estaría de más que organismos como el Banco Mundial o el FMI condicionen su ayuda al cumplimiento de ciertos estándares democráticos. Durante décadas estas dos instituciones han estado financiando dictaduras tomando sólo en cuenta medidas económicas. No es casual que el FMI haya recibido tantas críticas por llenar las arcas de regímenes como el de Nicaragua. Política y economía van de la mano. Un Gobierno sometido al imperio de la Ley y controlado por el parlamento y la Justicia es clave para el desarrollo económico.
El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas tal y como está concebido no sirve de mucho. Desde siempre ha estado tomado por países abiertamente dictatoriales
Pero el FMI y el Banco Mundial siguen teniendo entre sus miembros a a regímenes no democráticos, lo que limita su capacidad para condicionar sus préstamos al respeto de la democracia y los derechos humanos. Por esa razón, no sería mala idea que las democracias liberales estableciesen su propio fondo de desarrollo. Dicho fondo proporcionaría asistencia financiera y técnica para fortalecer a las democracias en todo el mundo alejando de paso a los chinos, que corren siempre en auxilio de cualquier aspirante a dictador que asoma la cabeza en cualquier lugar del mundo.
Para que todo esto ocurra, Estados Unidos y sus socios deberían crear una comunidad de democracias liberales, algo similar a un club de las democracias con exigentes requisitos de acceso. El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas tal y como está concebido no sirve de mucho. Desde siempre ha estado tomado por países abiertamente dictatoriales como China o Cuba cuyo respeto por los derechos humanos es nulo. Ese consejo necesita una reforma urgente. Ningún país en el que se vulneren de forma sistemática los derechos humanos debería acceder a él.
La Cumbre para la Democracia podría haber sido un buen punto de partida para crear algo similar a un club de países democráticos, pero antes de eso es necesario que delimiten lo que es una democracia y señalen con el dedo a sus enemigos. Eso ya es más complicado porque realmente no sabemos qué entiende Biden por democracia habida cuenta del delirio identitario que azota a su propio partido. Debería, por lo tanto, dejar antes bien claro en lo que cree y cuál es la causa que dice defender.
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