Opinión

El debate sobre el aborto

Que las consignas y los clichés desplacen a los argumentos resulta especialmente lacerante en el caso del aborto

‘El aborto es un derecho y no se toca. Dejen a las mujeres en paz’. De esta forma rotunda se expresaba Iñigo Errejón el pasado 16 de febrero en la tribuna del Congreso, con ocasión del debate sobre el proyecto de reforma de la ley del aborto. Se ve que la frase le gustó, pues no solo la tuiteó ese mismo día, sino que la ha dejado fija a modo de frontispicio en su cuenta de Twitter.

La intervención del líder de Más País estuvo dedicada a arremeter contra el PP, al que acusó de andar enredado en la discusión sobre si el aborto es un derecho o no, un ‘debate de otro siglo’. ‘¿Cómo no va a ser un derecho? ¡Por supuesto que lo es!’, llegó a exclamar. No ha sido ni mucho menos el único que ha seguido esa línea. Sin ir más lejos, el pasado fin de semana la portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, volvió a repetir una vez más la consigna de que ‘el aborto es un derecho’, junto con el reproche de que Alberto Núñez Feijóo lo pone en duda o lo cuestiona.

A juzgar por tales declaraciones, cualquier pensaría que los populares se oponen frontalmente a la ley de plazos de 2010, que permite la interrupción legal del embarazo hasta la semana catorce, otras circunstancias aparte. Pero no es así. Por boca de sus principales dirigentes, empezando por Feijóo, han declarado que aceptan la ley de plazos; de hecho, no la derogaron cuando tuvieron mayoría suficiente para hacerlo con el gobierno de Rajoy. Al parecer el origen de los reproches al líder del PP estaría en haber afirmado que el aborto es un derecho de configuración legal, cuyo contenido y condiciones de ejercicio vienen definidos por el legislador. Algo perfectamente trivial por obvio, aunque luego se hiciera un lío con la idea de derecho fundamental, confundiéndola con la de derechos humanos.

Ni han planteado en ningún momento volver a la ley de supuestos ni han escondido el alivio de la actual dirección por que el Constitucional haya desestimado el recurso interpuesto en 2010 (¡trece años después!)

De hecho, en el actual debate sobre el proyecto de reforma, como se ha visto en las enmiendas discutidas en el Senado, la oposición de los populares se ha centrado en aspectos más secundarios, aunque sean delicados, como que las menores de 16 y 17 años puedan abortar sin permiso de los padres (curiosa incongruencia: con esa edad no pueden salir del instituto sin autorización de los mismos padres), el plazo de reflexión o el establecimiento de un censo nacional donde figuren los objetores de conciencia sanitarios, cosa que tiene dudoso encaje con la libertad ideológica que protege la Constitución. Ni han planteado en ningún momento volver a la ley de supuestos ni han escondido el alivio de la actual dirección por que el Constitucional haya desestimado el recurso interpuesto en 2010 (¡trece años después!).

Como se ve, es un ejemplo de libro de la falacia del hombre de paja, endémica en nuestra esfera pública. Da la medida de la calidad de eso que damos en llamar ‘debate político’ (me perdonarán el eufemismo) el hecho de que los portavoces de los grupos no solo retuerzan hasta la caricatura las posiciones del adversario, sino que literalmente se las inventen, como en este caso. ¡Así cualquiera! Lo que va asociado naturalmente con la sustitución de los argumentos por consignas o eslóganes que se repiten machaconamente, incluso en sede parlamentaria, hasta el punto de que las intervenciones en el hemiciclo resultan en muchos casos indistinguibles de los mítines para los convencidos. Otra gran aportación de la ‘nueva política’ a nuestra vida pública.

El hecho de hablar del aborto en singular, como si todos los casos hubieran de tener la misma calificación moral o recibir el mismo tratamiento legal, es ya una simplificación inaceptable

Que las consignas y los clichés desplacen a los argumentos resulta especialmente lacerante en el caso del aborto. Si hay un problema moralmente arduo e intrincado, que divide de manera irreconciliable a los ciudadanos de cualquier democracia contemporánea, no solo en España, es el de la interrupción voluntaria del embarazo. El hecho de hablar del aborto en singular, como si todos los casos hubieran de tener la misma calificación moral o recibir el mismo tratamiento legal, independientemente de las circunstancias del embarazo o del grado de desarrollo del nasciturus, es ya una simplificación inaceptable.

En el asunto del aborto además no tenemos un problema, sino dos: por una parte, la controversia moral acerca de cuándo y en qué casos estaría moralmente permitido, sopesando los bienes en conflicto, de la autonomía de la mujer al valor de la vida humana; por otra, está la cuestión de cómo ha de regularse legalmente a la vista del profundo disenso social que existe al respecto en sociedades pluralistas, tratando de encontrar alguna clase de compromiso razonable. Por más que los defensores de las posiciones más extremas tiendan a mezclarlos en un totum revolutum, se trata de dos debates distintos, que admiten respuestas debidamente matizadas en uno y otro plano.

Ninguno de los cuales, por cierto, se resuelve repitiendo una y otra vez que el aborto es un derecho de la mujer. Pero de eso habrá que hablar otro día con más detenimiento. Lo que ahora queda, tras la aprobación del proyecto de ley, es la sensación de un debate fallido, decepcionante una vez más.

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