Nunca imaginé que iba a escribir un artículo en defensa de Fernando Savater, pero aquí estoy intentándolo. Tenemos exactamente la misma edad, con una diferencia de un mes. Para los querenciosos del horóscopo, él es Géminis, de quienes aseguran que son gente voluble y poco de fiar; mientras que yo soy Leo, tendentes a la soberbia y la imposición. Habrá de todo; Géminis firmes como una roca y Leos inclinados al rebaño. Un asunto desdeñable porque de lo que se trata es del derecho que tiene toda persona a hacer de su capa un sayo y de sus ideas lo que le estime más consecuente.
En uno de esos linchamientos mediáticos que ahora son pandémicos se ataca a Savater por haber firmado la carta de los 4.000 amigos de Griñán, mostrarse como negacionista del ecologismo New age y lo que alcanza la máxima ofensa: situar en paralelo las alianzas con Podemos y Bildu, a las que el PP pudiera suscribir con Vox. Sobre la declaración de los 4.000 ya escribí hace semanas y volvería a hacerlo si no resultara cansino para el puñado de lectores. Que Savater encuentre un lazo fraternal con Griñán dada la pasión de ambos por la equitación, es de su exclusiva incumbencia. Para mí lo llamativo no son las afinidades si no sumarse a una solicitud familiar y blanqueadora, que tiene visos de convertir los lazos de sangre en algo similar a la impunidad siciliana. Siempre he creído que las cartas, por muy solidarias que pretendan ser, han de mantener su valor en función de quien las escribe y las firma. Uno asume lo que dice el papel porque es suyo y lo ha pensado. Detesto la modalidad del “abajo firmante”.
Hay que ser un hipócrita redomado o un idiota contemporáneo para aceptar la filosofía pedestre del “ecologismo” para asentados. Los atentados contra la naturaleza son una amenaza global y apabullante que opera en otra galaxia al reciclado doméstico o la comida vegana. Que alguien lo señale de vez en cuando es bueno para la inteligencia urbana, aunque tenga un coste mefítico en las mentalidades gritonas. Hoy blasfemar no consisten en mentar a Dios, ni a la Virgen, si no en tener opiniones que desmerezcan de los profetas. Incluso citar sarcásticamente al Profeta por excelencia te puede costar la vida. Hay analfabetos que matan por un libro; antaño quemaban a los autores, una forma del espectáculo de intimidación que ha vuelto a repetirse con el yihadismo y que tiene su faceta miserable en las redes.
Donde Savater ha tocado en el nervio sensible del cinismo político ha sido con el comparativo entre Bildu y Vox a la hora de servir de aliados parlamentarios de los dos grandes partidos. En el fondo no hay ninguna cuestión de enjundia teórica o histórica como pretenden los que controlan el gheto de lo políticamente correcto. No le busquen gollerías; no es más que un problema aritmético; sumar escaños. Si Sánchez necesita para mantenerse en el gobierno aliarse con Podemos, seguirá durmiendo como un lirón. (Cuando hace años tenía que entrevistarme con líderes políticos, siempre les hacía al final la misma pregunta: ¿qué tal duerme usted? Ni uno solo dudó: dormían como troncos). Mientras lo necesite, Sánchez sumará al que se ponga a tiro hasta lograr la mitad más uno. No me cabe la menor duda de que Feijoo también maneja las sumas y las restas. La dialéctica del poder no tiene los recursos de la filosofía hegeliana. Hay algo tan obvio como que las coaliciones se forman tras el paso por las urnas, cuando el voto es ya irreversible y los líderes han aparcado su disfraz de vendedores de crecepelo.
La Transición nos dejó un fondo insondable de incoherencia. Nadie la empezó y la terminó con ideas similares, pero todos aseguraban ser coherentes. Son los nietos los que reivindican una coherencia que ellos mismos y en un período más breve de tiempo enmascararon en base a la retórica. ¿Cuántos meses transcurren entre un Pablo Iglesias Turrión echando cal viva en el Parlamento a los líderes del PSOE y ese mismo personaje llevando su bolsita de incienso para ensalzar al Presidente? La Transición, que consintió avances hoy irrepetibles, también echó raíces de las que salieron las partes menos frondosas y más letales de nuestro presente.
Fernando Fernández Savater vio crecer el árbol entero, desde el tardofranquismo. No es exacto que su vinculación al cura Jesús Aguirre -que se empeñan en hacerle jesuita, como a él le hubiera gustado- y a la editorial Taurus se produjera ante el deslumbramiento de la personalidad intelectual de Cioran, sino algo más pegado al terreno. El progenitor de Savater ejercía de notario de cabecera de la Familia Fierro, que a su vez era la propietaria entonces de Taurus. Fue el comienzo de una amistad, como nos aseguraban en “Casablanca”.
En aquellos albores de la Transición, la politización de la inteligencia constituía una seña de identidad en la que Fernando F. Savater llamaba la atención. Era ácrata; no anarquista, entiéndase. Aún no había pasado un año de la muerte del Caudillo cuando publicó sus “Notas para la negación de la política” (1976), un alegato que tenía mucho de provocador al caracterizar la política, entonces dominante, como una inclinación ovejuna y burguesa. De esa época es su “Panfleto contra el todo” (1978).
Volvió al San Sebastián de su infancia en el recién nacido campus de Sarriko (Universidad del País Vasco), donde tantas ilusiones académicas se vinieron abajo por el acoso de la incipiente “kale borroka” estudiantil. Escribía en Egin, apoyaba a Herri Bataruna y defendía como imprescindible la negociación con ETA. No les sirvió de nada cuando tuvieron que retirarse, amenazados de muerte y con protección policial. En Madrid, bajo el patrocinio del PSOE, logró que se representaran un par de obras de teatro, hoy olvidadas, cuyos títulos nos dan una pista; “Juliano en Eleusis” (1980) y “Vente a Sinaia” (1983).
Se apuntó a la UPyD de Rosa Díez, apoyó la unidad electoral con el PP de Aznar, y terminó, por ahora, en Ciudadanos. Su obra quizá no tenga parangón en su prolijidad desde Menéndez Pelayo; decenas de títulos, infinidad de artículos, medio centenar de premios y una influencia mediática incontestable y ubicua. Creo que merece ser destacado como una de las figuras intelectuales más significativas desde la Transición y la ha construido en base a uno de los derechos inalienables del pensamiento, el de ser incoherente. Un elogio, porque muchas medianías lo intentan con más desparpajo que talento, pero él lo ha conseguido
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