Una de las principales preocupaciones, si no la mayor, del presidente Joe Biden y de su secretario de Estado, Antony Blinken, es que nadie diga que lo que se está viendo en estos días en Kabul es igual que lo que se vio en Saigón en abril de 1975. Tienen razón. No es igual. Es peor. En ambos casos, los norteamericanos tuvieron que salir de allí prácticamente con lo puesto. En ambos casos los helicópteros sobrevolaban la Embajada sacando gente casi por el pescuezo, se destruyeron miles de documentos, se huyó al aeropuerto como se pudo. En ambos casos había miles de personas tratando a puñetazos de entrar en la sede diplomática, de acceder al aeropuerto, de trepar a los aviones, presa del terror.
En ambos casos, pero sobre todo en el de ahora, los estadounidenses dejaron sobre el terreno, como “regalo” a sus vencedores, armas y material militar de un valor que duplica con creces el PIB de Afganistán. En ambos casos se trató de una derrota en toda regla de Estados Unidos. Una humillación imposible de olvidar, como la historia demostró en Vietnam y, sin duda, volverá a demostrar ahora.
Pero en Vietnam, los norteamericanos se enfrentaban a un ejército de un millón de personas muy bien adiestradas, infiltradas hasta en el último rincón del país y poderosamente armadas por la Unión Soviética y por China. En Afganistán han sido humillados por unos 50.000 individuos con barba y turbante, de aspecto astroso y pertrechados con armas que, en no pocos casos, son más viejas que ellos. Por eso la derrota es peor. Otra diferencia: en Vietnam, los estadounidenses tuvieron que salir corriendo. En esta ocasión han decidido salir corriendo. Las carreras han sido extraordinariamente semejantes, igual de vergonzosas, pero sus causas no son las mismas.
¿Qué es lo que ha pasado? Pues se trata de una cuestión que tiene dos vertientes. Una es el dinero. La otra es la geopolítica. Cuando el presidente Biden dice que “nunca tratamos de montar allí un Estado democrático, sino de luchar contra el terrorismo”, está diciendo una burrada indigna incluso de su mafioso predecesor, Donald Trump. Eso es mentira. Y lo es por una razón muy sencilla: no es nada fácil luchar contra el terrorismo en un sitio en el que no hay un Estado, sea democrático o sea lo que sea.
Y Afganistán no es un país. Tiene nombre, tiene bandera, ha tenido varias ilusiones de gobierno y hasta envió a cinco deportistas a los Juegos de Tokio, pero no es un país, como tampoco lo es Yemen. No lo ha sido nunca. Es cuatro o cinco, o cincuenta, o doscientos países, eso nadie lo sabe. La inmensa mayoría de la población se siente parte de un clan, no de una nación, o de un partido, o de una confesión religiosa. El caso más conocido es la llamada Alianza del Norte, formada en realidad por cinco grupos en equilibrio inestable. Llegó a controlar el 10% del territorio afgano. En los últimos tiempos les apoyaba sobre todo Occidente (con EE UU al frente, como de costumbre) después de haberles combatido en otras épocas. Pero hay un verdadero enjambre de pastunes (subdivididos a su vez y enfrentados entre sí), muyahidín, afridi khatak, orakzai, gangas, wazir, mashud y turri; luego están los durrani o abdali, los ghilzani, los yusufai y por ahí seguido hasta el gelocatil a cucharadas.
Si ustedes recuerdan la maravillosa película de John Huston El hombre que pudo reinar, verán que allí se hace una parodia bastante cómica de lo que es la zona, o de lo que era en tiempos de Rudyard Kipling: una interminable aglomeración de aldeas y tribus misérrimas e incesantemente enfrentadas entre sí. Eso no ha cambiado demasiado.
¿Y los talibán? ¿Quién les apoya? ¿Quién les financia? Su principal padrino es Pakistán. Sí, el Pakistán aliado de EE UU. Pero sucede que ese país tiene dentro de sí un “estado dentro del Estado” que se llama ISI, Inter-Services Intelligence: uno de los servicios secretos o agencias de inteligencia más siniestras del mundo, una especie de Gestapo que funciona prácticamente sin control de nadie (y menos que nadie, del Gobierno pakistaní) y que ha pasado a los talibán dinero, armas, pertrechos y lo que le han pedido desde hace décadas.
Si hace falta más dinero, está el tráfico de opio, que los talibán condenan… y que dejarían de hacer (quizá) si no fuese uno de los mejores negocios del mundo
Rusia, la última gran potencia derrotada allí antes que EE UU (fueron vencidos en 1992) apoyaba a la Alianza del Norte. Pero vio que podía debilitar a EE UU en la zona y se cambió de bando: ahora apoya, más o menos taimadamente, a los talibán. Lo mismo hace China. Irán hizo, tiempo atrás, lo mismo que Rusia: dejar colgados a los de la Alianza y apoyar a los temibles barbudos, para jorobar a los americanos. Y antes, no sé si ahora también, les financiaban Arabia Saudí y los príncipes de los Emiratos. También aliados de EE UU. Eso se llama geopolítica. Si hace falta más dinero, está el tráfico de opio, que los talibán condenan… y que dejarían de hacer (quizá) si no fuese uno de los mejores negocios del mundo.
La geopolítica es algo que unos pocos cientos de personas hacen en remotos despachos de lejanos edificios, que habría dicho Aznar. Es como si esas escasas personas viviesen en el “piso de arriba” del mundo en que habitamos. Juegan entre ellos, se zancadillean, firman pactos, se sonríen, se amenazan, todas esas cosas. El problema es que sus decisiones afectan a la gente del piso de abajo, que somos todos los demás. Miles de millones de seres humanos. Y no podemos hacer nada, nada en absoluto, para evitarlo.
Esa gente, cuyo fanatismo nada tiene que envidiar al de Hitler, sabe muy bien que han ganado la partida y que nadie va a volver con los aviones y las bombas y los marines
Miles de personas van a ser asesinadas por los talibán (porque serán asesinadas; que nadie lo dude) acusadas de haber colaborado con los “infieles invasores”. Cientos de miles de mujeres volverán al estado infrahumano que ya padecieron en el siglo pasado. Que nadie lo dude tampoco. Que nadie piense ni por un momento que esas sonrisas, esas promesas de amnistía y reconciliación que lanzan ahora los talibán son sinceras. No lo son. Durarán hasta que se terminen de ir los americanos y los periodistas. Esa gente, cuyo fanatismo nada tiene que envidiar al de Hitler, sabe muy bien que han ganado la partida y que nadie va a volver con los aviones y las bombas y los marines tan solo porque ellos esclavicen a las mujeres o prohíban la música o asesinen a la gente que les apetezca. Lo harán.
Su terrorífico dios, o su terrorífica manera de interpretar a dios, se lo exige por boca de sus terroríficos clérigos. Y nadie se lo va a impedir, eso seguro. Biden dice que está harto de derramar en esa tierra un inmenso río de dinero que se va en corrupción y en poco más, porque lo vierte en un país que no existe. Seguramente tiene razón en lo que dice, porque son 2,6 billones de dólares, que se dice pronto, desde los atentados del 11-S. Además de casi 2.500 muertos estadounidenses y otros 1.145 de países de la OTAN, 102 de ellos españoles… ¿Para qué?
Pero el resultado de todas esas cuentas y presupuestos es que los derechos humanos se van a llevar el más devastador golpe que han sufrido en lo que va de siglo. Y que una inmensa multitud de personas que no tienen la culpa de nada, que se limitaban a soñar con una vida mejor, que no saben qué coño es la geopolítica, van a morir o van a ser reducidas a la peor indignidad. Imagino que los del piso de arriba llamarán a eso “daños colaterales” u otra atrocidad semejante.
Nosotros protestamos, nos indignamos, escribimos artículos, recogemos firmas, salimos a la calle, coreamos eslogans, nos movilizamos socialmente y hacemos todas esas cosas que no van a servir absolutamente para nada salvo para tranquilizar nuestras propias conciencias, porque nadie puede impedir el desastre que se avecina. A ver qué cara vamos a poner cuando, un día u otro, la ONU decida imponer sanciones a los talibán… y Rusia o China, o los dos, las impidan con su veto. Algo perfectamente verosímil, por razones, cómo no, geopolíticas.
Es para preguntarse si merece la pena vivir en un mundo así. Tan incomprensible. Tan geopolítico. Tan indecente.
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