La mañana era fría y soleada, típica de invierno en la capital catalana. Miles de personas salieron a la calle a decir que no deseaban que les partieran por la mitad el corazón. Portaban banderas nacionales y senyeras, daban viscas a España y vivas a Cataluña. Eran personas normales y, con ellas, la ciudad parecía ser también un lugar normal.
Estaban los que son y los que no son, no estaban
El seis de diciembre siempre había pasado de una manera casi clandestina en Cataluña. En mi tierra, decir que eres partidario de la Constitución o llevar una bandera con los colores nacionales ha sido sinónimo de fascista. Los nacionalistas te lo espetaban porque no admiten otra patria que la suya; la mal llamada izquierda comunista porque odia todo lo que suene a España; los socialistas, en fin, porque sufren de un tremendo complejo de inferioridad ante la cosa nacional catalana, cuando no son férreos creyentes de la misma. Mi querido y admirado Juan Carlos Girauta me guardará de mentir: él, que se paseaba los primeros años de la década de los ochenta por el PSC con una carpeta en la que llevaba orgullosamente la rojigualda, era tachado por las secretarias del partido como fascista. Normal. Estaban acostumbrados a escuchar de la gente el mezquino “¿Qué hay de lo mío?”, mientras que Juan Carlos preguntaba “¿Y qué pasa con Azaña?”. Pagaría el dinero que no tengo por ver un debate cara a cara entre Girauta y Miquel Iceta. Sería muy clarificador.
Debido a esto, así como el once de septiembre lo normal es ver a todo hijo de vecino con banderas catalanas y lagrimitas facilonas en los ojos, el día en que recordamos como supimos ponernos de acuerdo para redactar una ley de leyes sin guerras civiles y sin vencedores ni vencidos, ha sido motivo de escarnio y burla en mi tierra. Pero este pasado miércoles las cosas parecían haber cambiado. Y es que nada va a volver a ser igual en la tierra de Tarradellas, Pla, Dalí, Sagarra o Eugeni D’Ors. El miedo, la mayoría silenciosa, la sensación de ser extraño en tu propia tierra se ha ido deshaciendo poco a poco. El proceso ha dado pie a cosas tremendas, cierto, pero también ha tenido una virtud, acaso la única, que es casi taumatúrgica, milagrosa: con tanta independencia y tanta república de gominolas, estos individuos han conseguido que la gente de a pie tome conciencia de ello. Son normales, los separatistas, no.
El paradigma ha cambiado y eso, tanto en historia como en política, es algo muy serio que se debería tener en cuenta a la hora de hacer prospectiva acerca de lo que puede ser Cataluña los próximos años. Escuchar a una vecina, que jamás se ha significado en nada que tenga que ver con la cosa pública, decir alegremente que se va a la manifestación que convoca Ciudadanos, “¡Me voy con la Inés!”, decía alegremente portando una enseña nacional, era algo increíble hace tan solo un año.
Se acabó el monopolio de las sonrisas llenas de caries, de las performances de circo, de los manifiestos firmados por los cuatro de siempre, de las cobardes ausencias, de las concesiones hechas en el reservado de un restaurante"
Los secesionistas han insistido siempre en que la suya era la revolución de las clases medias. Falso. Las clases medias y populares se han revolucionado ahora, cuando les han dicho que debían elegir patria, idioma, afectos y obligaciones. La gente ha salido a decir basta, como hace pocas semanas en la multitudinaria manifestación convocada por Societat Civil Catalana. Esa es la auténtica revolución, la que va a tener consecuencias políticas importantes a corto y medio plazo. Se acabó el monopolio de las sonrisas llenas de caries, de las performances de circo, de los manifiestos firmados por los cuatro de siempre, de las cobardes ausencias, de las concesiones hechas en el reservado de un restaurante.
La normalidad, encarnada en los ciudadanos que desean vivir en paz, dignamente, que aspiran a tener un futuro para ellos y para sus hijos, que no odian a nadie, pero aman con pasión lo suyo, esa inmensa mayoría, salió el pasado día de la Constitución en Barcelona. Los acompañaban políticos de Ciudadanos, del Partido Popular, gente del mundo asociativo. Brillaban por su ausencia el PSC, Podemos, los sindicatos. Ni estaban si se les esperaba.
El sueño dura lo que dura
Después de ver en la plaza de Sant Jaume un mar de banderas constitucionales hermanados con las senyeras, de escuchar corear a voz en cuello lemas como “Seny, junts”, “Tapen retallades i corrupcions amb banderes” o “Puigdemont a la presó”, a la cárcel, los doce mil manifestantes, según nos cuenta la Guardia Urbana – los cálculos los deben hacer esas dos luminarias podemitas de Pisarello y Jaume Asens -, de ver emocionarse a los policías nacionales que estaban de facción en la puerta de la Jefatura Superior al recibir las muestras de cariño por parte de los que bajaban por la Via Layetana en paz y con alegría, diciéndoles “Esta es nuestra policía”, incluso de ver en algún balcón de la misma plaza Sant Jaume colgar una bandera española, cosa insólita, o contemplar como miles de pancartas pequeñas salpicaban el Barrio Gótico con lemas que instaban a la sensatez y al orden legítimo, uno podía sentirse tentado de pensar que esto ya está, que se había ganado la convivencia, que todo volvía a ser como nunca debió de dejar de ser.
A las pocas horas, nada de eso quedaba en pie. Manos cargadas de furia habían arrancado todo signo, todo vestigio del paso de aquella masa de gente de bien. Ni una sola pancarta, ni una bandera española. Nada. El activismo subvencionado es lo que tiene, frente al resto de las personas que jamás reciben un euro de las arcas públicas y bastante tienen con salir adelante con su propio esfuerzo.
Caía la noche cuando, de vuelta a mi domicilio – no sé si alguna vez les he dicho que vivo en pleno casco antiguo barcelonés – veía los restos de las banderitas rotas por el suelo como un testimonio mudo y elocuente de algo que muchos presagiamos con enorme inquietud.
Solo en un clima de respeto a las reglas del juego saldrán ganando Cataluña, España, sus gentes. Es en el caos donde se desenvuelven perfectamente los histéricos separatistas, los que han vivido como rajás cuando sus compatriotas pasaban una crisis que aún muestra sus huellas en las clases más desfavorecidas"
La paz se gana día a día, y enfrente tenemos a numerosos y potentes adversarios que, bien desde la cobarde comodidad de Bruselas, bien desde despachos políticos confortables, se han empecinado en que nada cambie. Quieren seguir instalados en la espiral de la insensatez y arrastrarnos aún más a todos en ella.
Sería terrible que la calma que produce la sensación de normalidad, de ley, fuese tan solo flor de un solo día. La historia no nos lo perdonaría. Solo en un clima de respeto a las reglas del juego saldrán ganando Cataluña, España, sus gentes. Es en el caos donde se desenvuelven perfectamente los histéricos separatistas, los que han vivido como rajás cuando sus compatriotas pasaban una crisis que aún muestra sus huellas en las clases más desfavorecidas. De ahí su empeño en que todo sean días excepcionales, jornadas históricas, eventos irrepetibles. No les gusta la normalidad porque conlleva ejercer responsabilidades y, amigo, eso les viene muy grande.
Como hijo de esta tierra catalana solo deseo poder levantarme cada mañana en un país normal, con sus defectos y sus virtudes, con unos gobernantes que serán mejores o peores, pero que viven todos dentro de la racionalidad"
No son invencibles ni mucho menos. Pero, para batirlos en el terreno en el que ellos peor se manejan, en el de las urnas legales y con todas las garantías, no basta con salir a la calle, aunque sea con la mejor de las intenciones. La manifestación más importante, la decisiva, es la del próximo 21-D, porque ahí cada voto cuenta y no existe ningún organismo que pueda especular torticeramente acerca de cuantos son o dejan de ser.
A los que alientan al monstruo de la locura separatista, a los ideólogos de la nada, a los admiradores de Batasuna, solo los derrotaremos en las urnas, esas urnas de las que tanto se jactan y que solo admiten cuando ellos las manipulan, bastardean y falsifican. Como hijo de esta tierra catalana solo deseo poder levantarme cada mañana en un país normal, con sus defectos y sus virtudes, con unos gobernantes que serán mejores o peores, pero que viven todos dentro de la racionalidad.
Esto, que hasta hace muy poco parecía imposible, está al alcance de nuestra mano. Sería bonito que las caras crispadas de los procesistas dejasen paso a las sonrisas de verdad, las de la gente que festeja a su país sin complejos, la que sabe que podemos ser mucho más de lo que somos, que conoce que la unión hace la fuerza, que nadie es más que nadie por haber nacido aquí o allá.
Esa normalidad.
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