Opinión

El día que llegó el infierno

El sol de esta primavera que se inicia es igual al de entonces, pero las calles hierven de vida y hemos recuperado la libertad

Habíamos tenido un mes  para ir acostumbrándonos. En los espacios de noticias de la televisión, poniendo música de fondo al ritmo normal de nuestras  vidas, una escena distópica: la construcción de un megahospital en China en cuestión de horas. Pobre gente, pensábamos viendo las grúas con el rabillo del ojo camino a la cocina sin darnos cuenta de que la pandemia ya estaba aquí. Pronto dejamos de sentirnos protegidos por la distancia, Italia fue el primer país en sentir de golpe los efectos del contagio. En todos los teléfonos los primeros datos, un contagio, dos, quince, veinte. En las tablas estadísticas, que no parábamos de controlar, las cifras se multiplicaban de forma exponencial. Mientras seguíamos empeñados en negar la realidad empezaba a percibirse algo distinto en las miradas, el brillo verde del miedo.

Pasó febrero y el Gobierno más progresista de la historia decidió que la celebración del akelarre del 8-M bien valía acelerar el contagio masivo de la población. Se sabía que era una locura, pero decidieron seguir adelante. Varias ministras, como Irene Montero y Carmen Calvo, se contagiaron. En las fotos pudo verse después que, a pesar de que le quitaron importancia al peligro para asegurar la asistencia, algunas políticas de primera fila llevaron guantes, esos que decían no ser necesarios.
Sin haber usado los dos meses desde Navidad para haber previsto lo que se necesitaba en vista de lo que se nos venía encima, la pandemia se cebó con nosotros sin que el Gobierno hubiera previsto nada. Los sanitarios se enfrentaron a un virus desconocido protegidos por bolsas de basura, héroes a la fuerza abandonados por un Gobierno incompetente y cruel. Al frente de la gestión de la tragedia, un médico casado con una sobrina del todopoderoso Romay Beccaria que sonreía sin venir a cuento y cuyo último destino como médico en España fue el de una sustitución en mi pueblo nos inquietaba cada día con sus estúpidas parrafadas. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, que había llegado al ministerio creyendo que no le iba a dar el menor trabajo, se enfrentaba desde el más absoluto desconocimiento a una labor para la que no estaba preparado.  Tras negar la necesidad de las mascarillas, llegó el desespero por encontrarlas y con él los contratos a empresas fantasmas sin dirección conocida, sobreprecios imposibles y qué casualidad, adjudicaciones sospechosas a empresas de la Roca del Vallés, el pueblo del ministro.

En los supermercados se terminaron los rollos de papel higiénico, las familias se prepararon para lo impensable, el futuro se detuvo

El 13 de marzo, que era viernes, nos dieron por fin la noticia que íntimamente temíamos. A partir del día siguiente, sábado 14, quedábamos confinados. En los supermercados se terminaron los rollos de papel higiénico, las familias se prepararon para lo impensable, el futuro se detuvo. En las calles, un vacío de ciencia ficción, y en las urgencias de todos los hospitales, riadas de enfermos que morían como chinches de una muerte cruel y fría, sin que sus familiares pudieran darles el último adiós. La economía parada, los niños en casa, el miedo en el cuerpo y un silencio desconocido trufado de trino de pájaros que nos recordaba que no había coches en marcha ni vida que siguiera. Todo lo que dábamos por seguro se había esfumado de un plumazo.

Se inventaron nuevos ritos para soportar lo impensable. Los aplausos que se daban todas las tardes a las ocho a los sanitarios que la administración estaba maltratando empezaron de noche pero continuaron de día, porque las semanas pasaban, la luz solar se alargaba y seguíamos igual, sin saber que iba a pasar pero cada vez más cerca del dolor, todos ya tocados por la cercanía a la enfermedad o a la muerte de un ser querido.

Por las carreteras, las arterias de la economía de un país, solo camiones como glóbulos rojos llevando suministros a los supermercados, que jamás dejaron de estar provistos de todo y ahora tienen que soportar cada día el maltrato y los insultos del gobierno. No sabíamos si lo íbamos a superar, no sabíamos si se iba a conseguir la ansiada vacuna, y  los trastornos mentales derivados del encierro y la preocupación se cebaron con muchos de nosotros.

Las consultas psicológicas están llenas de adolescentes y adultos que quedaron tocados por la extremada dureza de la experiencia


Los niños que fueron concebidos en aquellos días silenciosos y raros ya van a la guardería, ignorantes de que su existencia es la mayor prueba de la resistencia humana al dolor. Aunque seamos maestros en el arte de olvidar las desgracias, las consultas psicológicas están llenas de adolescentes y adultos que quedaron tocados por la extremada dureza de la experiencia.  Hoy, 14 de marzo del 2023, tres años después, el sol de esta primavera que se inicia es igual al de entonces, pero las calles hierven de vida y hemos recuperado la libertad que perdimos de un día para el otro. Por fin sin mascarillas y sin necesidad de ir provistos de salvoconductos para poder ir a cualquier sitio, es hora de recordar, aunque sea por un instante, a todos los que no viven para poder verlo. Y también, hoy y siempre,  es hora de agradecer a todos los que con su abnegación, su talento, su trabajo y su esfuerzo nos salvaron a los demás.

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