Opinión

El duelo de Natalia

Quizá porque su protagonista es una mamá chimpancé del Bioparc de Valencia, quizá porque en este mundo veloz en el que los humanos vivimos sin vivir, poder detenerse a asimilar la falta, se considera digno de noticia

Hay duelos infinitos, que no terminan, que te acompañan hasta la muerte y te persiguen de por vida. Describió al detalle en algunos de sus libros Joan Didion la onda expansiva que provoca el fallecimiento repentino de un ser querido o de varios. “Te quedan tus maravillosos recuerdos, me decía la gente más tarde, como si los recuerdos trajeran consuelo. No lo traen. Los recuerdos son por definición del pasado, de lo que ya no está”.  

Son muchos los escritores que han deshojado como una margarita el dolor que provoca una ausencia que no se espera o que, aún esperada, no se acepta ni se comprende. Una tristeza sin escapatoria como un laberinto en el que no hay salida. “Si supieras, hijo, desde qué páramo te escribo, desde qué confusión de lágrimas y ropas, desde qué revuelta desgana (…) Desvelado, dolorido, cansado, cobarde, sólo, enfermo, herido, estoy entre tus cosas, hijo, ni vivo ni muerto, sin decidirme por ninguna de las soledades que me esperan…”. Es una de las muchas frases que subrayé allá por 2018 -mi manía de fechar los libros- y con la que Francisco Umbral evocó la muerte de su vástago en Mortal y rosa.

Tenía que pasar su luto, su propio luto, sufrirlo, llorarlo, padecerlo, hasta sentirse preparada para depositar el cuerpo minúsculo en la hierba y dejarlo marchar

Es personal el duelo, el tiempo que se le dedica al duelo, al adiós hasta que resulta soportable -si es que alguna vez lo es-. Siete meses, siete, ha necesitado Natalia para soltar el cadáver de su bebé. Lo ha abrazado, lo ha llevado a cuestas, pegado a su piel, durante más de doscientos días, incapaz de romper el vínculo con una cría que murió al poco de nacer. Tenía que pasar su luto, su propio luto, sufrirlo, llorarlo, padecerlo, hasta sentirse preparada para depositar el cuerpo minúsculo en la hierba y dejarlo marchar. Su historia ha sido analizada por especialistas y ha acaparado infinidad de titulares esta semana. Quizá porque su protagonista es una mamá chimpancé del Bioparc de Valencia, quizá porque en este mundo veloz en el que los humanos vivimos sin vivir, poder detenerse a asimilar la falta, se considera digno de noticia. 

Alguna vez he escrito desde esta orilla mía sobre el quebranto que supuso el fallecimiento de mi abuelo. Recuerdo que, en muchas ocasiones, cuando ya estaba a punto de irse, traté de imaginar cómo sería mi existencia sin la suya y la sola idea me daba terror. “Si mi abuelo se muere, yo me muero”, le decía a mi madre. No concebía que pudiera llegar el día en el que aquel hombre, que nos quiso hasta la extenuación, no estuviera nunca más recostado en su asiento del salón a mi regreso del colegio. Mi mente inocente era incapaz de asumir esa posibilidad. Pero, tampoco él pudo escapar de las garras del demonio que le arrancaron de su cama una mañana de verano mientras yo me tapaba los oídos en la otra punta de la casa para no escuchar los sonidos que emite la muerte. El momento llegó y lloré, sí, hasta vaciarme como una regadera. Sin embargo, pasados los años he llegado a pensar que la maldita rueda en la que giramos como cobayas no me permitió reposar su marcha, masticarla. Me devoró la vida sin tiempo si quiera para comprender que no volvería a coger más bajo la manta de lana su mano arrugada de dedos finos y espigados y venas gruesas. Aquello que tanto temía, ocurrió. Y todo cambió, aunque en la vorágine… no cambiara nada. 

Anclados en el desconsuelo

Escribo esto en el bloc de notas del teléfono mientras viajo en coche. Esta vez, en la parte de atrás, vigilando un chupete que se mueve como las hojas de los árboles que rodean la carretera. He pasado tantas veces por este puerto de montaña cercano a mi casa que podría circular por sus curvas con los ojos cerrados. Es como si en estos cuarenta y un años, todo permaneciera aparentemente igual salvo el cielo y la luz cambiantes. Las vistas a un lado y al otro de la vía, las señales, el quitamiedos, las casas de piedra grisácea, los senderos de tierra, el bar destartalado, la pradera ahora verde por la que nos tirábamos con plásticos cuando se ponía blanca en invierno. Es como si todo permaneciera aparentemente igual, aunque en realidad el paisaje que siempre creímos de niños que jamás se alteraría, nunca vuelve a ser el mismo. Porque las hojas caen, los árboles mueren, la hierba se seca. Porque lo que ahora es, mañana ya no. Porque hay en la vida instantes en los que todo se transforma y se oscurece. Y es ahí cuando me gustaría disponer de días, como Natalia. Para proporcionar a cada duelo su tiempo; a cada adiós, su despedida. Sin quedar anclados en el desconsuelo. Sin que todo se reduzca a un “hasta luego”. 

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