Francia fue para mi generación, aquella que se hizo adulta en plena Transición del franquismo a la democracia, el mismo oscuro objeto de deseo que había sido para las anteriores: algo así como el vecino del tercero con el que estas condenado a cruzarte en la escalera, un espejo en el que mirarse con envidia siempre malsana.
Los franceses tenían París y nos parecían (más) libres, ricos, cultos y desarrollados. Lo eran, pero pronto descubriríamos que solo porque habían llegado a la libertad treinta años antes, al final de la Segunda Guerra Mundial (1945), beneficiándose como el resto de Europa de tres décadas ininterrumpidas de paz, crecimiento económico y Estado de Bienestar.
Hasta su icono cinematográfico más popular, Louis de Funes, histriónico y patoso gendarme devorador de fromage, se nos aparecía más presentable que nuestro Alfredo Landa persiguiendo suecas, o que ese Paco Martínez Soria llegando del campo a la ciudad con una maleta mal cerrada y apuntalada con cuerdas. Dónde vas a parar… El hechizo cultural era tal que ni siquiera el terrible anacronismo de que los gendarmes de verdad miraran para otro lado mientras ETA preparara en el bellísimo País Vasco Francés sus asesinatos a este lado de la frontera desmereció a nuestros ojos que El último tango en París se proyectó en Hendaya antes que aquí. Muy al contrario.
Allí que se iban en coche, fin de semana sí fin de semana también, centenares de vascos y otros españolitos de a pie a burlar la censura del tardofranquismo ¿Cómo no iban a sentir celos aquellos primeros turistas patrios, si cuando salían del cine descubrían que era cierto lo que les llevaban años contando sus hermanos emigrantes, eso de que, además de sexo y/con mantequilla, los galos disponían de franquicias Levi Strauss y supermercados con estanterías llenas de productos que aquí no llegaban?
Todo ese glamour diferenciador, ese soft power, como lo denominan los estadounidenses, se fue desvaneciendo a medida que España se europeizó, comimos paté y pudimos elegir vino ya no solo de Rioja o Ribera del Duero
Todo ese glamour diferenciador del soft power, como denominan los estadounidenses a su arma más poderosas, el American way of life, Hollywood incluido, se fue desvaneciendo en el caso francés a medida que España se europeizó, comimos paté y pudimos elegir vino ya no solo de Rioja o Ribera del Duero; y, sobre todo, cesó la magia a medida que pasamos a ser países competidores dentro de una UE donde nadie regala nada a cambio de nada, que por algo España y Portugal siguen siendo hoy, más de cuarenta años después, una isla energética.
Sirva esta introducción para poner en valor lo que va a ocurrir en próximo domingo en el Hexágono: ni más ni menos que el enésimo intento de ese Estado benefactor sin límites y mestizo por no dejar de ser el mismo de Rousseau, complejo, universalista, tierra de asilo sin límites -ahí radica parte del problema-, que es lo que ocurrirá si la esa Juana de Arco rubia y nacionalista gala que es Marine Le Pen gana la segunda vuelta de las elecciones presidenciales al centrista-liberal, Emmanuel Macron.
Los defensores del famoso cordón sanitario contra Le Pen y su Reagrupamiento Nacional, los mismos que aquí en España proponen otro contra Vox y Santiago Abascal, sostienen que una victoria de Macron lo será “de la democracia”, pero, creánme, no es cierto. Al menos desde las presidenciales de 2012 -incluso podemos remontarnos diez o quince años antes, cuando su padre, Jean Marie Le Pen, encabezaba el Frente Nacional- la política francesa se reduce a un con Le Pen o contra Le Pen; y eso es un fracaso del cordón sanitario, se mire por donde se mire.
¿De qué ha servido a los franceses tanto debate filosófico sobre lo público, al que tan aficionados son, si al final su sistema mayoritario, ese que sostenía la grandeur, ha acabado siendo mucho más pobre que el parlamentario y pactista español?
¿De qué ha servido hace diez días votar al post comunista Melenchon, a la socialista alcaldesa de París, Anne Hidalgo, a la neogaullista Valérie Pécresse, y a ese Eric Zemmour marca blanca del ultranacionalismo francés, si en lo más crudo de la guerra de Ucrania la principal aliada de Vladimir Putin en el corazón de la UE -el húngaro Viktor Orban no deja de ser periferia- amenaza por segunda vez en las presidenciales con llegar al Palacio de El Eliseo? ¿De qué ha servido a los franceses tanto debate filosófico sobre lo público, al que tan aficionados son, si al final su sistema mayoritario a dos, el que sostuvo décadas la grandeur, ha acabado siendo mucho más pobre que el parlamentario y pactista español, y amenaza con hacer saltar por los aires la UE tal y como la conocemos?
Marine Le Pen es la consecuencia, no la causa, del estallido del bipartidismo galo, aquel que durante décadas fue de Valery Giscard d’Estaing a Francois Miterrand y de éste a Jacques Chirac en el último tercio del siglo XX. Convendría tenerlo en cuenta en España porque, por más que nos repitan que aquí el bipartidismo PSOE/PP también ha muerto, eso no ha ocurrido. Quizá porque nunca existió de manera pura, fue un constructo mediático antes que otra cosa; ambos partidos se aliaron por conveniencia con el diablo, formaciones a izquierda y derecha, regionalistas y hasta independentistas en Cataluña y País Vasco para llegar o conservar el poder y eso les ha hecho autoinmunes.
De hecho, el 90% de los más de 8.000 municipios, 17 comunidades autónomas, 52 diputaciones y el Gobierno de la Nación siguen en manos socialistas o populares… y Albert Rivera y Pablo Iglesias, exponentes de la nueva política hace un lustro, están hoy en su casa, Ciudadanos está prácticamente muerto y Podemos a duras penas sobrevive. La única de las formaciones de la nueva política que presenta una salud robusta es Vox en tanto que apoyo de gobierno del PP y el principal error que cometerían sus adversarios es seguir engordándolo con una suerte de cordón sanitario que el espejo francés ha demostrado fallido.
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