Sabe bien quien me conoce que llevo adosada al cuerpo, como un atleta su dorsal, una frase que leí hace muchos años en una entrevista. La dijo Ana María Matute y la hice mía hasta el punto de que hay veces que olvido que no soy yo su autora, aunque bien me hubiera gustado. La frase en cuestión es la siguiente: “La literatura ha sido y es el faro salvador de todas mis tormentas.” Porque sí, también a mí los libros me han salvado la vida en más de una ocasión. Tal vez, en demasiadas. Y lo siguen haciendo. Qué decir de los vinos que tomé tantos sábados en bares de Madrid mientras devoraba páginas y páginas para esquivar la soledad. De los lugares a los que viajé sin tomar trenes, ni barcos, ni aviones. Sin sacar el coche del garaje. De la cantidad de pueblos y ciudades que recorrí. De las casas que habité. De los papeles que interpreté. De las lágrimas que derramé con historias que no eran, quizá, las más apasionantes ni las más conmovedoras, pero que llegaron justo en el momento preciso y de las que me llevé una lección, un aprendizaje. Es la magia de la lectura.
Confieso que no me invitaron mucho a leer en el colegio. No fueron las aulas las que encendieron ese interruptor. No, al menos, hasta que, rondando los 15, me topé con un profesor de Literatura que empezó a despertar en mi un apetito que nunca había sentido hasta entonces. No era el crujir de tripas que yo conocía. Era otra cosa diferente, otro sonido, otra curiosidad. El maestro en cuestión se llamaba, se llama, Cirilo. Y si hoy está leyendo estás líneas, me gustaría que las recibiera como un agradecimiento a su trabajo. Por abrir unos ojos que permanecían cerrados a la lectura. Ciegos, sin serlo.
Me ha devuelto la esperanza cuando creía que, absorbidos por teléfonos, tabletas, consolas, los libros habían quedado relegados a la nada en esas generaciones futuras
Explorar a través de las letras, escapar, “hojear el mundo”, como reza el eslogan de este año, es lo que han hecho miles y miles de personas en la Feria de Madrid que mañana pone punto y final a una edición -ya tocaba- libre de la palabra covid. Y yo estoy contenta, lo estoy. Porque, más allá de algunos titulares que apuntan a la satisfacción de los libreros por las ventas… sin datos, todavía oficiales, sobre asistencia; he sido testigo, durante mi recorrido, un sábado caluroso, por las más de 300 casetas colocadas en el Retiro, de algo que me ha conmovido. De una imagen.
La de las colas de niños, sujetando bajo el brazo ejemplares casi más grandes que ellos mismos, esperando, ansiosos, observados con orgullo por sus padres, la firma del autor o autora que, como si de un piloto de avión se tratara, les ha ayudado a volar. Encuentro, en este sentido y para mí sorpresa, un barómetro reciente elaborado por el Ministerio de Cultura que avala esto que digo y que apunta que el 83,7% de los menores de entre 6 y 9 años, lee libros, más allá de los de texto. También me ha maravillado otra imagen similar.
La de adolescentes agolpados frente al mostrador del escritor o de la escritora cuyo nombre en el cartel yo no he reconocido, pero que, imagino, les ha abierto la puerta a un mundo que, quizá, no pueden compartir con nadie a su alcance por el pudor que viene pegado a la pubertad. Esto es lo que más me ha llamado la atención en esta edición que ya se acaba. Y lo que, también, me ha devuelto la esperanza cuando creía que, absorbidos por teléfonos, tabletas, consolas, los libros habían quedado relegados a la nada en esas generaciones futuras.
Es la magia de la lectura, capaz, incluso, de hacer que la mismísima reina Isabel II haya caído rendida a los encantos de uno de los iconos de la literatura infantil británica. Un vídeo suyo, tomando el té, sentada frente al oso Paddington ha dado la vuelta al mundo estos días de celebración de sus 70 años en el trono. Sólo este osito de pelo marrón y desorbitada fama, ha conseguido sacarle a su majestad uno de sus secretos mejor guardados: lo que lleva siempre en su inseparable bolso. Porque no se deja de ser niño, ni siquiera a los 96. Porque no se deja de leer mientras queda un resquicio de vida. No hablo ya sólo de libros. También una cara, una conversación, un cielo, una comida, un beso, una sonrisa … hasta el dolor, se lee. Hasta el dolor.
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