Llevamos décadas discutiendo sobre el fet diferencial, el hecho diferencial, aquella esencia específica que parece permear de forma inefable las conocidas como “comunidades autónomas históricas”. El concepto me recuerda a ese viejo comentario clasista: “Es uno de los apellidos más antiguos de la ciudad”. Como si los demás hubieran aparecido por generación espontánea, una creación ex nihilo que, precisamente por imitar a la divinidad, debería ser venerada y no menospreciada, que es lo que ha acabado por sucederles a las regiones “no históricas”.
Sabemos, sin embargo, que el pecado original de todo aquel que no es vasco, catalán o gallego no radica en lo juvenil de su existencia sino más bien lo contrario: España y lo español arrastran consigo una longevidad histórica que, junto con la de otras naciones occidentales, han configurado el mundo actual. Ese mundo del que la posmodernidad reniega y se avergüenza como un adolescente tan lleno de hormonas como vacío de genuino pensamiento crítico.
Todo hijo -aunque bastardo- tiene un padre y una madre y el movimiento posmoderno posee cierta filiación lejana con una crítica inteligente y necesaria a nuestra historia: los totalitarismos del siglo XX son lo suficientemente recientes como para que todavía nos atenace el terror hacia alguna de las múltiples circunstancias que favorecieron su eclosión. De estas últimas, la que mejor hemos aprendido a identificar es la del nacionalismo tribal, expansivo, alimentado vorazmente a golpe de propaganda y a costa de chivos expiatorios de diferentes índoles. Con este escenario de fondo se explica que la crítica a nuestro pasado haya degenerado en algunos casos en ese autodesprecio progresivo que se lleva gestando en las sociedades occidentales desde hace ya bastante tiempo, junto a la exaltación y defensa de lo no-propio.
El independentismo vasco y catalán no sólo escapan del juicio implacable al que generalmente sometemos a este tipo de nacionalismos: los tenemos, además, subyugando al gobierno
Y es aquí, justo aquí, donde encuentro el verdadero fet diferencial de las “comunidades históricas” españolas. Llevamos décadas en Occidente analizando y condenando las actitudes e ideas que favorecieron la aparición del totalitarismo nacionalista europeo: la reivindicación del terruño como algo sagrado que preservar, en donde lo propio son las costumbres, los ritos, los modos de ser y, sobre todo, la lengua. La utilización de estos elementos como arma arrojadiza, como prueba irrefutable de la superioridad de la nación. La creación -a través de la propaganda y la educación- de un enemigo imaginario que amenaza y asfixia esa nación genuina ligada a lo telúrico y ancestral. Ese chivo expiatorio opresivo contra el que hay que poner todos los esfuerzos sociales sin reparar en consideraciones legales, políticas o éticas: el control, el ghetto, el asesinato, el golpe de estado. El fet diferencial español radica en que el independentismo vasco y catalán no sólo escapan del juicio implacable al que generalmente sometemos a este tipo de nacionalismos: los tenemos, además, subyugando al gobierno y llamando fascista a media España, con la aprobación de la otra media. Jugada maestra.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación