A lo que se ha celebrado en estos días en España (sobre todo en Madrid), para festejar el décimo aniversario de la llegada del rey Felipe VI a la jefatura del Estado, los británicos lo llaman jubileo. Son los mayores expertos del mundo en esas cosas, como en todo lo que tiene que ver con ceremonias, pompa y circunstancias. Y estoy casi seguro de que no ha existido en la historia nadie que sepa tanto de jubileos como la reina Isabel II: le hicieron nada menos que seis, nombrados con diversos metales y minerales.
El primero era obvio: el jubileo de plata, para conmemorar sus 25 años de reinado, que tuvo lugar en 1977. El segundo, el de 1992 (el famoso annus horribilis) fue el de rubí, por los 40 años. El de oro, impresionante, fue por el medio siglo en el trono: 2002. A partir de ahí el ritmo de los jubileos se aceleró; alguien debió de pensar que a la reina no le podía quedar mucho (inmenso error, como sabemos ahora), así que montaron el de diamante por los 60 años (2012), el de zafiro por los 65 (2017) y por fin el de platino, un fiestón gigantesco para conmemorar los 70 años de reinado, en 2022.
En ese momento se produjo en el Reino Unido una clara división de opiniones. La mitad de los británicos, sobre todo los lectores de J. R. R. Tolkien, se convencieron de que la gran abuela de la nación no era humana, como siempre habían creído, sino un elfo o una maga como Gandalf, y que no se iba a morir nunca. La otra mitad se puso a esperar los seguramente inminentes jubileos de rodio, paladio, iridio, uranio y lo que fuese menester. Isabel II tuvo la delicadeza de morirse en septiembre de 2022, a los 96 años, antes de que los sudorosos cortesanos agotasen la tabla periódica.
Los ciudadanos podían enfadarse (y vaya si se enfadaban) con los políticos, con el Brexit, con la Thatcher e incluso con otros miembros de la familia real, pero no con la reina
¿Para qué sirve un jubileo? La misma palabra lo dice: para alegrarse, para celebrar un júbilo común. A pesar de los tremendos oleajes que hubo de soportar Gran Bretaña desde que la jovencísima reina (24 años tenía) subiese al trono en febrero de 1952, Isabel II conservó siempre, todos los días de su vida, el cariño, el afecto, la simpatía y la lealtad de la inmensa mayoría de los británicos. Siempre. Solamente una vez, cuando metió la pata al no correr a Londres para ponerse al frente de los funerales de Diana de Gales, los ciudadanos se enfadaron y su popularidad bajó al 65%.
Pero se recuperó inmediatamente y nunca más decayó. Cuando los británicos la veían a ella, se veían a sí mismos: aquella viejecita que se vestía de colores chillones para que todos pudiesen verla en medio del gentío era el símbolo de la nación, la esencia misma del Reino Unido. Los ciudadanos podían enfadarse (y vaya si se enfadaban) con los políticos, con el Brexit, con la Thatcher e incluso con otros miembros de la familia real, pero no con ella. Fue aún más querida, respetada y admirada que su padre, el gran Jorge VI.
¿Le gustaban a la reina Isabel los jubileos? Pues la verdad es que no. Los consideraba parte de su trabajo, como tantas cosas, y se sometía a ellos. Pero esos fiestones con músicas, fuegos de artificio, desfiles, multitudes, conciertos y jolgorios de todo género la cansaban. Alguna vez lo dijo, con su humor zumbón: “Nunca entenderé esta manía de celebrar que el tiempo pasa y que yo no me he muerto”.
El jubileo que se acaba de celebrar en España por los diez primeros años del Rey Felipe VI sería, según la nomenclatura británica, el de cobre o el de aluminio; el de bronce, como mucho. Diez años parecen pocos para celebrar estas cosas. La pregunta es: ¿a quién se le ha ocurrido esto? Yo creo que es evidente que al Rey no. Ni a la Reina. Esto es cosa de los estrategas.
Alguien ha considerado que sería conveniente darle un “arreón” a la popularidad de la monarquía. Felipe recogió una corona aún más embarrada que la de Ricardo III en la batalla de Bosworth, después del calamitoso final del reinado de su ávido, enamoradizo y atolondrado padre. Su trabajo, durante estos diez años, ha sido el de serenar las cosas mediante un método infalible: hacer lo que tiene que hacer, que es mucho, y hacerlo bien. Ni más ni menos. Eso es lo que han hecho, día por día, “nosotros cuatro”, que era como Jorge VI llamaba a la sólida y feliz unidad familiar que formaban él mismo, la reina Isabel y las dos princesas, Isabel y Margarita. Esa tranquila felicidad, esa unidad del cuarteto y esa serenidad fue exactamente lo que vimos en el “jubileo de aluminio” de estos días. No fue lo único, pero yo creo que sí lo más importante.
En la deliciosa ceremonia de la entrega de las medallas de la Orden del Mérito Civil, que se hizo en el mismo salón en que Juan Carlos I firmó su abdicación, sí había políticos, presidentes, girifaltes; pero quedó clarísimo que iban de público
El prestigio de la Corona se está recuperando lenta pero sólidamente, no hay encuesta que no lo admita. Montar este festejo era un riesgo, pero alguien –con la anuencia del Rey, desde luego– ha decidido correrlo. Y yo creo que ha salido bien. ¿El motivo del éxito? Pues el cómo se ha hecho: el perfil bajo, no doméstico pero sí muy atenuado, de la celebración. Se le ha dado mucha menos publicidad y menos trompetas que a la jura como heredera de la princesa Leonor. Se ha gastado poco, vaya. La gente veía pasar por la calle soldados a caballo espectacularmente uniformados y no sabían hacia dónde iban ni para qué. Los turistas escuchaban las salvas de cañón del Palacio de Oriente y se asustaban porque no tenían ni idea de qué ocurría. Eso en Londres es simplemente imposible. Los británicos no conocen el significado de la expresión “perfil bajo” para estas celebraciones.
Luego ha llamado mucho la atención el “carácter civil” de todos los actos. El gran protagonista ha sido, yo creo que por primera vez, la gente del común. En el solemne cambio de guardia de la plaza de la Armería (algo desolado: pocos soldados para tanta plaza) no había “autoridades”, solo ciudadanos, y muy pocos. En la deliciosa ceremonia de la entrega de las medallas de la Orden del Mérito Civil, que se hizo en el mismo salón en que Juan Carlos I firmó su abdicación, sí había políticos, presidentes, girifaltes; pero quedó clarísimo que iban de público, de atrezo, de acompañantes.
Los verdaderos protagonistas fueron diecinueve ciudadanos desconocidos, personas como ustedes y como yo, una por cada comunidad autónoma (más Ceuta y Melilla) a los que el Rey premiaba y felicitaba por haberse esforzado, y mucho, en ayudar a los demás. Abdelkáder, un peón de obra que lleva toda la vida buscando la armonía de las cuatro culturas que conviven en Ceuta. Alejandro, de Santander, funcionario de Educación. Marijose, de Huesca, arqueóloga. Xosé Luis, gaitero. Todo así. Y allí sentados, aplaudiéndoles, estaban Sánchez, Feijóo, Rajoy y toda la patulea de protagonistas habituales. Pero esta vez no lo fueron. Iban de adorno. De claque. Por una vez.
Ahora, estos animosos “nosotros cuatro” –la familia real– volverá a hacer lo que hace todos los días: su trabajo, cada cual el suyo. Ser un símbolo de serenidad y optimismo en un país que cada semana parece a punto de desguazarse
En el banquete de gala, lo mismo: los protagonistas eran los ciudadanos recién premiados, no los políticos. Lo mejor de todo fue que, en los brindis, las dos chiquillas –Leonor y su hermana Sofía– agarraron un micrófono y un móvil y, después de un alarmante “perdón por colarnos”, brindaron por sus padres. El rey Felipe se puso pálido: lo mismo que a su prima Isabel II, ¡no le gustan nada las sorpresas!, y menos en el trabajo. Pero las chicas sabían lo que hacían y todo salió bien.
En el Congreso, lo de siempre: los republicanos profesionales haciendo declaraciones vocingleras para consumo de sus votantes, no para los ciudadanos que andan por la calle. Un alejamiento de la realidad cada vez mayor, había que estar ciego para no verlo. Hubo una diputada catalana que comparó al rey Felipe con Franco y con… ¡Felipe V!, prueba fehaciente de que el Señor, en su infinita misericordia, ha otorgado el don de hacer el ridículo a diputados y diputadas de todos los grupos, orígenes y niveles de formación intelectual. Por llamarlo de alguna manera.
La visita de Leonor y Sofía al museo de las Colecciones Reales, con una buena gavilla de chavales de su edad. El concierto de la banda de música de la Guardia Real. Todo moderadamente entretenido, moderadamente aburrido, premeditadamente civil. Y asordinado. Eso era lo que se intentaba.
En su jubileo de oro (el de los 50 años), Isabel II estaba incómoda. No le apetecía nada aquello. Su madre y su hermana acababan de morir. Y, deprimida como estaba, se le había metido en la cabeza que los británicos le estaban perdiendo el afecto: se sentía sola. Pero cuando salió al balcón de Buckingham y vio a cientos de miles de personas aclamándola, volvió a sonreír.
Ya pasó el jubileo, hermoso, sencillo y discreto. Ahora, estos animosos “nosotros cuatro” –la familia real– volverá a hacer lo que hace todos los días: su trabajo, cada cual el suyo. Ser un símbolo de serenidad y optimismo en un país que cada semana parece a punto de desguazarse. No es poco. Y que dure.
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