Hay muchas maneras de contar el tiempo o, al menos, de recordar los años. El jodío 2020 será, para todos nosotros, el año de la pandemia, lo mismo que 1975 fue el de la muerte de Franco y 1969 el de la llegada del hombre a la luna. A mí me gusta recordar los años por los hechos, pero también –y más– por los libros que leí, porque fueron los que me construyeron por dentro.
Ejemplos: 1974 fue el año del Quijote, la primera vez que lo leí, gracias a mi profe Bernardino González Pérez. 1981, el año de Galdós, enterito. 1983 fue el año de mi enfermedad, pero también el año de Rayuela y de Pavese. 2001 fue el de las Torres Gemelas, pero ese año llegaron a mi vida Soldados de Salamina, de Cercas, y La costumbre de vivir, de Pepe Caballero Bonald. 2013 fue el del tifón Haiyan, las masacres en Siria, el atentado de la maratón de Boston y la publicación de Ambiciones y reflexiones, de Belén Esteban: lo que se dice un año negro. 2016, El hacha de plata, de mi padrino Miguel Veyrat. Así todo.
La pandemia me encasquilló en la lectura y relectura (decenas de veces) de una obra de teatro olvidada: Metternich, de José María Pemán, construida entera con endecasílabos deslumbrantes. Pero de esa obsesión me sacó, no hace mucho, el que para mí ha sido el libro de 2021: La huella española en la ruta 66, de Mario Garcés.
Conozco a Mario desde hace años, los suficientes como para no tener el compromiso de alabarle gratuitamente. Además, él se apenaría si lo hiciese. Pero cuando presenté su libro Episodios extraordinarios de la historia de España, hace seis años, me dije: cuidado aquí, que este señor no es como los demás.
Ahí está Cuca Gamarra, la portavoz titular, condenada a estallar piroclásticamente cada vez que habla en público aunque su carácter es mucho más bondadoso y civilizado de lo que muestra
Y no lo es. Mario es un tipo sorprendente. Primero, es aragonés de Jaca, lo cual está muy bien porque me consta que allí nace gente maravillosa, ya sabe ella a quién me refiero. Segundo, es un señor de derechas que se dedica a la política. En serio lo digo. Es ahora mismo diputado del PP y nada menos que portavoz adjunto del Grupo Parlamentario de su partido en el Congreso; esa milagrosa adjuntía le coloca al borde mismo del volcán pero no dentro. Dentro está, obviamente, Cuca Gamarra, la portavoz titular, condenada a estallar piroclásticamente cada vez que habla en público aunque su carácter es mucho más bondadoso y civilizado de lo que muestra, y sobre todo más sensato que las cosas que le obligan a decir.
Pero Mario es un señor de derechas… de otro tiempo, o al menos de otro país. Es, ante todo, un ilustrado. Eso hace que esté por encima de los fanatismos y de las pendencias políticas. Un hombre que habla sin alterarse con todo el mundo (¡incluido el Rufián!), que escribe extraordinariamente y que maneja una cultura, sobre todo en lo que se refiere a la historia, imbatible. A mí a veces me recuerda a Agustín Argüelles; otras, a Manuel Ruiz Zorrilla, a Sagasta, a Besteiro por lo buena gentee incluso a Foxá, por lo ingenioso. Y ninguna a Casado, a Ayuso o al simplicísimo Abascal. Esos, intelectual y culturalmente, son de fútbol sala. Mario Garcés juega en la Champions.
Un tipo capaz de escribir El Antipríncipe (ed. Reino de Cordelia, 2017), un ácido e impagable manual para políticos con voluntad de supervivencia en los tiempos de Rajoy, es mucho más que un diputadito de los de darle al botón, vocear cuando le dicen y luego hala, para casa. De ahí su sentido del humor. De ahí también lo bien que se lo pasa cuando habla de sus compañeros parlamentarios, de su partido y de los demás, esos hiperventilados que “todos sueñan lo que son / aunque ninguno lo entiende”, como decía Calderón.
No entiendo qué hace este hombre en un escaño. La política voceona y encanallada que se hace ahora mismo en España se le queda cortísima
Además, Mario es actor. Pero no es un guiñol como tantos que se suben a la tribuna del Congreso a sobreactuar para la tele; es actor de verdad, está terminando de rodar su última película, en la que hace (el Señor se lo sabrá perdonar) de cura. Con todo esto trato de explicar que no entiendo qué hace este hombre en un escaño. La política voceona y encanallada que se hace ahora mismo en España se le queda cortísima.
Para darse cuenta de esto basta leer el libro que acaba de publicar, mi “libro del año”, el de la Ruta 66, que ha publicado la editorial Pinolia. ¿Y qué es la Ruta 66? Pues una legendaria carretera (no autopista; carretera) que empieza en Chicago y termina, 4.000 kilómetros después, en Los Ángeles. Es decir, un trazado por el que moverse. Con un Corvette o con la imaginación.
Lo que ha hecho Mario Garcés es prodigioso. Ha buscado a quince españoles de las más diversas épocas, desde el Renacimiento hasta el siglo XX, que vivieron o viajaron por lo que solo en los últimos cien años se llamaría así, Ruta 66. Mario les ha sacado, muchas veces, del olvido; ha contado la prodigiosa historia de cada uno y les ha hecho hablar… como hablaban ellos, cada uno en su época.
Está escrita en el castellano exacto y preciso que se usaba a finales del siglo XVIII. Ni más ni menos. Sin concesiones ni facilidades para bobos. Lees esas páginas y estás oyendo la voz del gran franciscano
Eso es lo mejor de todo porque, con un poco de oficio y otro poco de Wikipedia, cualquiera puede escribir diez o quince páginas sobre la historia de Fray Junípero Serra, el fraile mallorquín que está en la partida de nacimiento de California. Eso no es demasiado difícil. Pero lo que está fuera del alcance del común de los mortales (de cualquier partido) es escribir una larga, emocionante y bellísima carta en la que Junípero Serra, en sus horas finales, confiesa lo que hizo, y cómo y por qué; y digo bien, confiesa, porque es una confesión en toda regla. Y está escrita en el castellano exacto y preciso que se usaba a finales del siglo XVIII. Ni más ni menos. Sin concesiones ni facilidades para bobos. Lees esas páginas y estás oyendo la voz del gran franciscano.
Cuando el soldado Alonso Quílez se encuentra en Arizona con los indios hopi, estás oyéndole respirar en su lengua de entonces y además oyes la voz de la mujer india que aguarda para morir, aterrorizada, junto a otro agonizante. Cuando escuchas a Marcelino Orbés, uno de los payasos más famosos del mundo a principios del siglo pasado, estás asistiendo al pensamiento de alguien que cayó desde lo más alto de la fama y la riqueza hasta la miseria y el suicidio. Y con el lenguaje de entonces. Lo mismo que cuando un señor de Salamanca, honrado pero ventrílocuo, Wenceslao Moreno (pariente de un delincuente de nuestros días, adivinen), se encuentra nada menos que con Dean Martin y Frank Sinatra, que no dejan de ser dos hampones con glamour. El lenguaje ahí se vuelve el de una peli de Cagney con guion de Robert Buckner. No me resisto a citar una frase: “Dean Martin tenía el pelo rasurado al cercén y gastaba una sonrisa estridente de macarra capaz de matar a pestañazos”. De verdad, ¿conocen a ustedes alguien vivo capaz de escribir así?
Todo el libro es igual. Uno viaja de personaje en personaje, de historia en historia, cambiando sin esfuerzo de época, de paisaje, por supuesto de estilo y de léxico. Ya verán el capítulo en el que Jardiel Poncela y Edgar Neville van a una fiesta en casa de Mary Pickford y Douglas Fairbanks, en el Hollywood de los años dorados. La única que no aparece ni una sola vez en todo el libro (salvo en la portada, claro) es precisamente la Ruta 66…
Cuando, después de toda una vida dedicado a juntar letras, te encuentras con un libro que te hace pensar: “Pero este tío ¿cómo lo hará?”, es que has hallado un diamante. En mi caso, también un amigo con cuya conversación disfruto como con muy pocas. Y que ha escrito el mejor libro que le leído en este año.
Mi pregunta es solo una: ¿qué rayos hace un tipo con semejante talento metido hasta las rodillas en los albañales de la política, del Congreso y de la maquinaria feroz de los partidos? Pues miren ustedes, yo tampoco lo entiendo. Imagino que un día u otro se le pasará. Oremos.
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