Opinión

El Matrix que viene

Uno de los grandes problemas filosóficos plantea lo siguiente: ¿qué tiene de auténtico aquello que llamamos realidad? Berkeley respondió taxativamente: nada de lo que vemos y sentimos existe más allá

Uno de los grandes problemas filosóficos plantea lo siguiente: ¿qué tiene de auténtico aquello que llamamos realidad? Berkeley respondió taxativamente: nada de lo que vemos y sentimos existe más allá de nuestras mentes. Cuestiones de este tipo suelen provocar perplejidad o risa a los no familiarizados con el asunto. A muchos les sorprendería descubrir que pensadores como Kant dedicaron casi toda su vida a refutar posturas como la de Berkeley. Con escaso éxito, por cierto.

No hace falta, sin embargo, saber historia de la filosofía para hacerse cargo del alcance que tienen planteamientos de este tipo. Gracias a Matrix comenzamos a enfrentar dilemas que resultan hoy absolutamente pertinentes. Una novela de 1992, Snow Crash, nos habla de seres humanos que crean un espacio virtual en el que refugiarse de una realidad insoportable. Puede sonar lejano y distópico, a pesar de que todos tendemos a evadirnos a través de Internet.

No me malinterpreten, no soy neoludita. Precisamente la creación de mundos y la oportunidad de sumergirnos en ellos es lo que nos distingue del resto de los animales, y existen -¡por suerte!- mil formas de hacerlo: leer, pintar, conversar, ver películas, escuchar música. Otro ejemplo de realidades paralelas que somos capaces de construir son los juegos de mesa, especialmente los de rol. Una enmienda a la totalidad de las irrealidades que ofrece Internet me parecería, por lo menos, falsa, a no ser que la critica partiera de quien ha renunciado por completo no sólo a las redes sino también a las realidades mencionadas, que poco tienen de tangibles. Empezando por esta columna que está usted leyendo y que, estrictamente hablando, es sólo un conjunto de manchas negras sobre un fondo blanco que lee usted en una pantalla.

La novedad que quiere implementar Zuckerberg consiste en añadir realidad aumentada a través de Oculus, unas gafas de realidad virtual. De esta manera no será la pantalla lo que separe a la persona de su mundo alternativo

Marck Zuckerberg mostró hace unos días la nueva dirección que va a tomar Facebook, que dejará de llamarse así para convertirse en Meta. La nueva marca alude al concepto de metaverso, es decir, universo virtual alternativo, donde cada usuario construye una vida paralela en la que interactúa con otras personas. Esto existe al menos desde hace dos décadas, con espacios como Second life o Sandbox. La novedad que quiere implementar Zuckerberg consiste en añadir realidad aumentada a través de Oculus, unas gafas de realidad virtual. De esta manera no será la pantalla lo que separe a la persona de su mundo alternativo: éste quedará integrado a su realidad corporal y sensitiva.

Huelga decir que, como toda nueva herramienta, alberga potencialmente tanto cosas buenas como cosas malas. Un libro puede contener en sus páginas un tratado de ética o el Mein Kampf, la regulación y autoregulación son trasunto humano. Ignoro si un metaverso como el que propone la compañía de Zuckerberg implica un mayor poder de enajenación que el que ya ha probado tener la televisión, los videojuegos, las redes sociales, etc.

Los occidentales llevamos veinte años consintiendo tácitamente el aumento progresivo y constante de drásticas e implacables medidas de seguridad desde que nos amenazó por primera vez el terrorismo yihadista el 11S

Lo que sí sé es que estamos en una época en la que la libertad se vende barata, especialmente si lo que se obtiene a cambio es seguridad, comodidad o entretenimiento. Esto ha quedado especialmente claro estos casi dos años de pandemia, aunque los occidentales llevamos veinte años consintiendo tácitamente el aumento progresivo y constante de drásticas e implacables medidas de seguridad desde que nos amenazó por primera vez el terrorismo yihadista el 11S. Llevamos, asimismo, aletargados por lo menos medio siglo, entre las ataduras del trabajo diario y la inevitable tendencia a desentendernos de la cosa pública para centrarnos en disfrutar de los placeres que la sociedad de consumo nos ofrece. Yo la primera, no lo negaré.

Venecia como ejemplo

Hace unos días Pablo Casado propuso la obligación de usar el DNI para poder acceder a las redes sociales, algo que muchos celebrarán y que otros considerarán una boutade más del líder del PP. Lo que la mayoría de gente ignora es que hay 11 países en Europa que utilizan tecnologías de reconocimiento biométrico para controlar a los ciudadanos, con la excusa de velar por su seguridad. Suena a desvarío propio de los orientales. Algo parecido a cuando hace unos años nos llegaban imágenes desde Pekín de gente usando mascarilla por salud y nos sonaba a chino, nunca mejor dicho. El control de la ciudadanía a través de la tecnología es ya un hecho aquí: en Venecia existe un sistema llamado Smart Control Room mediante el cual se monitorizan de forma exhaustiva todos los movimientos, entre otras cosas a través de los datos que se obtienen de nuestros teléfonos móviles.

Todo esto me da miedo, francamente. Quizá haya muchos, demasiados, que estarán arrebatados al descubrir que podrán transitar felizmente por metaversos usando una tecnología que, además, obtendrá información de todo aquello que los rodea para tenerlos protegidos Quizá, como decía mi abuela, los raros somos nosotros. Quizá, como dice mi madre, tendré que acostumbrarme a pagar soledad a cambio de independencia.

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