Es viernes. Estoy tumbada en un sofá gris con la mirada detenida en una tripa que sube y baja a toda velocidad. Mi respiración es agitada y mi corazón late desbocado como un caballo salvaje en mitad de un campo infinito. Acerco mi mano derecha al pecho izquierdo en un intento por acallar un órgano que palpita despavorido. Llevo días ansiosa, exhausta, al límite. Supongo que no es solo cosa mía, que pasa mucho en estas fechas de final de curso. Cuanto más próximas las vacaciones, más inalcanzables. Lleva tiempo la batería alertando de que necesita una recarga para continuar. Es algo así como ir montada en una barca, estirar el brazo para tratar de rozar el mar y cuanto más próximos los dedos al agua salada, mayores las posibilidades de caer de cuerpo entero.
Lo cierto es que no acostumbro a llevar corbata y no por petición de Sánchez. Sin embargo, varias veces, estas últimas semanas de julio, he sentido la presencia de un pedazo de tela invisible alrededor del cuello tratando de ahogarme y de dejarme sin el penúltimo aliento con el que escribo esta columna antes de partir.
Qué necesario escapar, no tiene por qué ser lejos, se puede viajar de muchas formas, a muchos sitios, pero, al fin y al cabo, volar. Donde sea. Como sea. Con quien sea. Con alas o sin ellas. Todos lo necesitamos a estas alturas del año. Y fotografiar los instantes con los ojos, que no con la cámara. Y guardarlos en el carrete de la memoria, que no de las redes sociales. No hacer instantáneas que dañen, no sólo la imagen propia, también a un país que lleva viviendo de noche cinco interminables meses. Porque no hay focos capaces de iluminar el escenario sombrío que deja una guerra. Y esto lo sabía el matrimonio Zelenski cuando aceptó posar para el objetivo de Annie Leibovitz. ¿Retrato valiente, como dice el reportaje de la revista Vogue? Ahí dejo la pregunta.
Pasear mi cuerpo por arenas de diferente grosor, sin complejos, como hice siempre pasada la adolescencia, sin necesidad de que una campaña de Sanidad, bochornosa de principio a fin, me animara a ello
Espero mucho de estas vacaciones. Que apriete el calor, pero que no mate después de uno de los julios más sofocantes y letales de los últimos años. Que el único conflicto que presencie sea, en todo caso, entre mis sobrinos y por la posesión de un móvil o una tableta, no de un pedazo de tierra. Que en los informativos se hable sólo de los fuegos que abrigan en lugares fríos y que alumbran historias de amor en playas olvidadas. Espero, también, pasear mi cuerpo por arenas de diferente grosor, sin complejos, como hice siempre pasada la adolescencia, sin necesidad de que una campaña de Sanidad, bochornosa de principio a fin, me animara a ello.
No descuidaré el bolsillo, por lo que dicen que viene en septiembre y por lo que está ya aquí: una inflación enloquecida, rozando el 11% en julio. Yo tenía apenas un año la última vez que alcanzó semejante nivel. Era septiembre de 1984. Tengo la sensación, a veces, de que vivimos en un pasado permanente. Cuando, por fin, el gobierno se dispone a meter mano a una ley que heredamos del franquismo y que sigue vigente, la de Secretos Oficiales, me encuentro en los periódicos con unas pinceladas de un anteproyecto que lo que propone es que la información especialmente sensible pueda permanecer en un cajón bajo llave durante 50 años, prorrogables. De salir adelante y con esa horquilla es probable que me muera sin conocer episodios cruciales que han marcado mi historia. Nuestra historia.
Ella no había bebido y contó en todo momento con la ayuda de sus amigas. Mejor no pensar qué le podría haber ocurrido en otras circunstancias
El caso es que ya está aquí mi reposo estival y confío en que me proporcione muchos pinchazos de felicidad y ninguno como esos que sufren cada vez más jóvenes en discotecas de toda España por parte de desalmados. Hace unos días, me sobrecogió el hilo en Twitter de una chica que ha sido víctima de ese “clack” que conlleva sustancias peligrosísimas como el éxtasis líquido o la ketamina. “Se siente como si te quemaran un cigarro de fiesta y aparte notas cómo te clavan la aguja. Es menos de un segundo y es imposible escapar (…) Busqué al culpable. Vi una mano escondida con un tubo azul metálico, como un vapeador (…) A los cinco minutos empezaron los mareos (…) Luego se me empezaron a dormir las piernas, el brazo, me costaba hablar y darme cuenta de lo que me estaba pasando”. Lo comparte, dice, todavía temblando. Estaba en una fiesta en un barco en mitad del mar. Ella no había bebido y contó en todo momento con la ayuda de sus amigas. Mejor no pensar qué le podría haber ocurrido en otras circunstancias. Desgraciadamente, todavía en el siglo 21, las mujeres debemos estar alerta las 24 horas del día.
Pese a todo, espero mucho de estas vacaciones. Confío en coger aire y renacer como Beyoncé con su nuevo disco. Ser capaz de resolver el mundo con cada conversación. Con cada silencio. Con cada vino. Afrontar mis días de agosto como si fueran un papel blanco que llenar de tinta e historias. Anhelo, en definitiva, que todos los que hayáis llegado hasta este punto del texto, sintáis durante este tiempo la misma emoción que un niño cuando se acerca a la orilla y agita los brazos nervioso y sonriente al experimentar la caricia de las olas del mar por primera vez.
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