Opinión

El poder de una mentira

Mi subconsciente la condenó basándose en la infinidad de barbaridades sin contrastar que se escribieron y dijeron sobre ella

  • Dolores Vázquez rompe su silencio -

Fue como una aparición. Me sorprendió verla el domingo pasado en televisión. Que fuera de nuevo noticia de un informativo veinticinco años después de acapararlos todos día y noche, noche y día y porque no había más.

Allí estaba otra vez. Ante unas cámaras que intuyo llegaría a detestar cuando fue sometida a uno de los mayores linchamientos mediáticos y populares de nuestro país. Hacía tanto que no la veía que analicé su imagen al detalle. La diseccioné como disecciona un científico el cadáver de un insecto y tuve la sensación de que era la misma de entonces. Había sabido engatusar a los años y el discernir del tiempo, lejos de restarle, sólo le había sumado unos cuantos kilos y un pelo grisáceo que ella había aderezado con unas coloridas mechas verdes, rosas, azules y moradas en un alarde quizá de modernidad, quizá de ruptura con un pasado demasiado negro. Pero, su cara… aquella cara con un entrecejo en forma de uve que jamás olvidaríamos y que quedó pegado en nuestro imaginario como un chicle al suelo; aquella forma de las cejas apuntando alto sobre unos ojos oscuros y alargados como una cueva; aquella mirada aparentemente fría y dura que muchos creímos correspondía a la de una asesina en ciernes, seguía estando allí. Eso, al menos, fue lo que percibí.

La mala, malísima. La amante despechada. La madrastra aterradora. El caso es que me dejé arrastrar por el embuste, como toda España y como la propia justicia que injustamente la metió en la cárcel durante más de quinientos días

Han pasado más de dos décadas desde que le destrozaron la vida a esa mujer. Llegó a ser una de las más detestadas por la ciudadanía y por los medios. Lo recuerdo como si fuera hoy. Señalada, vapuleada hasta la extenuación. Cómo y cuánto -sin miramientos, sin filtros, sin rigor y sin pruebas- hablaron de ella en unos programas de televisión a los que yo reconozco haberme enganchado como a una telenovela venezolana. No me perdía ni un capítulo del sangriento culebrón. Creí saberlo todo sobre Dolores Vázquez. La mala, malísima. La amante despechada. La madrastra aterradora. El caso es que me dejé arrastrar por el embuste, como toda España y como la propia justicia que injustamente la metió en la cárcel durante más de quinientos días dando por hecho que estaba detrás de la muerte de Rocío Wanninkhof.

Y es tanto el poder de una mentira repetida día y noche, noche y día y porque no había más… Es tanto el poder de una invención cosida a muchas manos que todavía hoy, lo confieso, yo sigo creyendo que Dolores Vázquez tuvo algo que ver con el crimen de la joven. Llamadme loca, pero es así de crudo. Aunque no existan pruebas, ni mi afirmación tenga base alguna, todo lo contrario. Lo cierto es que mi subconsciente la condenó basándose en la infinidad de barbaridades sin contrastar que se escribieron y dijeron sobre ella hasta el punto de que, un cuarto de siglo después, no consigo absolverla como ya hicieron los tribunales. El engaño quedó adosado a mi cerebro como una sanguijuela y lo peor es que esa misma percepción reina en muchas cabezas. Me gustaría saber qué opina la madre de Rocío. Qué piensa ella de su expareja tanto tiempo después. Me faltó el amparo y el empuje de un medio para solicitarle una entrevista, para preguntarle si todavía puede más en ella la mentira que la verdad, para cuestionarle qué siente ahora al ver a esa mujer a la que amó y odió a partes iguales, cómo suenan en sus oídos los aplausos que le otorgaron a Vázquez sus vecinos de Betanzos hace una semana.

Es lo que le falta a esa señora que ya sonríe al sentir el apoyo de los suyos, que el Estado y la justicia reconozcan su error. “Necesito que el Gobierno me pida perdón”

Sin ser yo la madre de la víctima cuya muerte atribuyeron a Dolores, como una espectadora más una noche de domingo en el salón de su casa, sentí una especie de escalofrío al ver a esa mujer de mirada gélida homenajeada en su pueblo. No pude evitar que volvieran a mi aquellas imágenes suyas esposada y escoltada por agentes, saliendo de no sé qué puerta y bajando veloz unas escaleras. Igual que una cinta que se reproduce en el video de la memoria. Cómo la apuntaban aquellos días los flashes y las palabras más hirientes y cómo -de tanto machacarlas- quedaron esos insultos y esas grabaciones congeladas en el imaginario español. Tal vez sólo un perdón podría echar por tierra el poder de aquella mentira que empezó chiquita y se fue agrandando como un tornado que acaba arrasándolo todo. Es lo que le falta a esa señora que ya sonríe al sentir el apoyo de los suyos, que el Estado y la justicia reconozcan su error. “Necesito que el Gobierno me pida perdón”.

Es jueves por la noche y en el camino que bordea el mar, mis pasos lentos se pierden entre las pisadas firmes de corredores -unos más experimentados que otros- que salen a sudar el día. Imagino sus vidas, ordenadas y elegidas y pienso en la de Dolores Vázquez. Qué cosas. En cómo muchas falsas informaciones truncaron su destino sin que ella pudiera hacer ni decir nada para desmontarlas. No sé cuánta rabia e impotencia acumularía yo en su caso, cuántos kilos de odio engordados a lo largo de los años si hubiera pasado diecisiete meses entre rejas, sin ser culpable y por cero euros de indemnización. Dice ella, pese a todo, que no guarda ningún rencor, que está en paz por dentro y la admiro inmensamente por eso. No hay, desde luego, mejor arma para rearmarse (tan de moda ahora esta palabra) contra el poder de una mentira que aún sigue latente.

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