Este día 5 de enero don Juan Carlos I cumplió 84 años en Abu Dabi. Son ya más de un año y cinco meses los que ha pasado sin pisar España, desde que saliera el 3 de agosto de 2020. Su marcha tuvo una gran repercusión en nuestro país y en el extranjero, como no podía ser menos. El Rey dejaba el territorio nacional tras haber pilotado la transición pacífica al actual régimen democrático, reinar en España casi treinta y nueve años, alentar la Constitución vigente y el proceso de incorporación a la Unión Europea, y haber ejercido como monarca constitucional en años de expansión de las libertades y de indudable prosperidad.
Cualesquiera que fueran los motivos del desplazamiento, ha sido desde el principio mal interpretado por voces interesadas. Se ha transformado en una inexistente expulsión, se la ha tildado de huida de la Justicia cuando ningún procedimiento penal se ha dirigido hasta el momento contra él -ni es probable que lo haga-, se ha aventurado que la salida de España suponía confesar su culpabilidad… El Rey Emérito ha quedado en silencio mientras su figura se denostaba, sin respeto siquiera a la presunción de inocencia.
Don Juan Carlos ha cometido errores que no hay por qué ocultar. Pero su salida de España ha sido aprovechada para atacarle con fiereza, y con él, a la propia monarquía. Se pretende deslegitimar a la institución, como pieza clave de la Constitución de 1978, para terminar precisamente con ésta. El sistema político actual no sólo concita en su contra a los partidarios de la III República, sino también a quienes pretenden consagrar un derecho a la independencia, disfrazada de autodeterminación, en un futuro texto constitucional republicano (algo por cierto insólito en el panorama internacional). A todos ellos la partida del Rey Emérito les ha dado nuevas ocasiones de arremeter contra la configuración actual de la Jefatura del Estado.
Tampoco parece que “la tranquilidad y el sosiego” que requería el ejercicio de sus responsabilidades por el Rey, también aludidos en la carta, fueran a perturbarse por el retorno
Una vez que el Rey Emérito ha hecho dos regularizaciones fiscales voluntarias ante la Agencia Tributaria, y ya cerrada la investigación de la Fiscalía suiza, es el momento de plantear su regreso. Desde un punto de vista jurídico es innegable que tiene derecho a hacerlo, pues la Constitución reconoce el derecho de todos los españoles “a entrar y salir libremente de España”, el cual no puede “ser limitado por motivos políticos”.
La vuelta del Rey Emérito no contradice la carta que envió al Rey Felipe VI, que en absoluto se refería a un exilio, sino a “trasladarme, en estos momentos, fuera de España”. Tampoco parece que “la tranquilidad y el sosiego” que requería el ejercicio de sus responsabilidades por el Rey, también aludidos en la carta, fueran a perturbarse por el retorno, sobre todo si se establece en una nueva residencia.
Don Juan Carlos es una persona de edad muy avanzada que adolece de varias enfermedades, algunas graves, y ha sido objeto de repetidos internamientos hospitalarios en Madrid. Negarse a que venga a España, donde reside la mayor parte de sus hijos y nietos, y donde podría proseguir los tratamientos médicos, tiene tintes de crueldad, sólo justificada por bajos motivos de interés político.
Cierto es que la Fiscalía del Tribunal Supremo ha prorrogado la investigación sobre su eventual implicación en el asunto de las comisiones del AVE a La Meca, pero su cercanía geográfica a la sede del Tribunal Supremo, Madrid, manifestaría sin palabras no sólo que está a disposición del Tribunal, sino que confía en el curso justo de las actuaciones que pudieran emprenderse.
Por último, aunque le deseo largos años, don Juan Carlos debe morir en España. La larga lista de reyes y presidentes de la República que han tenido que exiliarse de nuestro país y han fallecido fuera de él es un baldón en nuestra historia: no puede seguir incrementándose. En un sistema de libertades y derechos sin precedentes, como el que gozamos desde 1978, no cabe que se fuerce a nadie, por más alta magistratura que haya desempeñado, a salir definitivamente de nuestro territorio nacional. Don Juan Carlos nació en el exilio, en Roma y debe terminar su existencia en su Patria, sobre la que reinó durante casi cuarenta años. No sería lógico que la figura decisiva en la fragua de la democracia y la reconciliación entre españoles tuviera que sufrir, por odios inconfesables de unos pocos, no sólo la ingratitud sino la pena de morir lejos de nuestras fronteras.
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